Ha muerto Herman Melville
Por Gustavo Arango
Texto publicado originalmente en el suplemento
Dominical de El Universal de Cartagena, el 15 de septiembre de 1991,
con motivo
del primer centenario de la muerte de Herman Melville.
Este trabajo formó parte
de la serie ganadora del Premio
Simón Bolívar de Periodismo 1992, al Mejor Trabajo Cultural en Prensa.
“Ha muerto Herman Melville, escritor famoso en otro
tiempo”.
The New York Times, septiembre 29 de 1891.
–¿Nombre?
– debió preguntar una voz oficial. Cuando la muerte llega siempre hay una voz
oficial que pregunta.
Elisabeth
dejó que ese nombre se diluyera en miles de recuerdos.
¿Qué
significaba para ella la palabra Herman? El primer significado era tristeza. El
sentimiento más fuerte que le inspiraba su esposo, ese hombre al lado del que
había pasado cuarenta y cuatro años de su vida.
A lo
largo de esos años hubo tantos Herman, a veces tan distintos el uno del otro,
que costaba creer que el anciano derrotado, cuya muerte estaba registrando, era
el mismo joven tímido y arrogante con el
que se había casado.
Herman. ¿Cuántas
veces había pronunciado ese nombre? ¿Cuántas lo había gritado? ¿Cuántas veces
lo había repetido en silencio?
Herman
era ese joven del que se enamoró: un rostro amargo y orgulloso que iba a su casa
a hablar con su padre, el juez Lemuel Shaw, casi siempre en busca de ayuda
económica para su familia.
Era ese
hombre, promisorio y feliz, autor de dos libros de éxito.
Herman
también era ese hombre que se pasó años sentado escribiendo, que se olvidaba del
mundo y de ella para hundirse en sus historias, casi todas pobladas por los
recuerdos de sus viajes en barco.
Herman
era lo sublime y lo grotesco, la demencia de un hombre de nervios alterados,
los accesos incontenibles de entusiasmo, las depresiones ante las que Elisabeth
era impotente.
Herman
era algo para lo que Elisabeth no estaba preparada, un huracán, una tormenta en
altamar; era el horror visto de frente, divino y pobremente humano, aferrándose
a las palabras para no dejarse arrastrar por la locura.
Herman
era el triunfo de sus primeros libros, el entusiasmo; luego, la decepción, la
ira, la tristeza.
Herman
era una vida apagada antes de tiempo, un hombre que muy pronto se hizo anciano.
Herman,
la palabra Herman, era un viejo silencioso que por años ocupó un puesto de
funcionario en la Aduana de Nueva York, un viejo de levita negra, barba
descuidada de patriarca y ojos desencantada mente azules, que a ratos escribía
poemas como cualquier joven enamorado.
Ahora Herman
era la muerte tantas veces sugerida, tantas veces retratada con las palabras. Era
un largo y doloroso fragmento de la vida de Elisabeth que se alejaba como un
barco y la dejaba con una lenta sensación de vacío y de tristeza en las manos y
en el ama.
Frances
II
–¿Edad?
–preguntó la voz.
A la
cabeza de Elisabeth llegaron un montón de números. Edades de un hombre con
rostros de ancianos, de hombres, de jóvenes y, también, de niños; porque, sin
estar cerca de él en aquel tiempo, también ella tenía en su mente la infancia
de Herman, fue testigo de ella a través de palabras.
Cero era
el número a la medianoche del primero de agosto del año 19, cuando su primer
llanto se escuchó en la casa marcada con el número 6 de la avenida Pearl Street,
en una isla de rocas llamada Manhattan.
Cuando
sus ojos vieron a su padre derrumbarse, por problemas económicos, cuando vieron
la locura de un hombre que siempre había sido formal y severo, cuando fueron
testigo de su muerte, el número era trece.
Dieciocho
era su edad cuando, cansado de trabajos efímeros, resucitó el viejo sueño de
navegar y se embarcó en el Saint Lawrence y pagó con trabajos de grumete su
viaje hasta Inglaterra.
El hombre
al que unió su vida hasta esa muerte, el hombre que había hecho largos y
exóticos periplos por tierras desconocidas, el hombre al que la vida por fin le
sonreía, tenía veintisiete cuando en la iglesia dijo a todo que sí de manera
distraída.
A los
treinta y un años era el hombre para el que escribir ya no era fácil, el hombre
al que la gloria se le había extraviado, el hombre que desengañado del éxito
había emprendido un camino de palabras poco recorrido, un camino intrincado de
símbolos, de esencias, de naturalezas humanas a través de las que se buscaba. A
los treinta y un años ya era un hombre capaz de escribir Moby Dick.
A los
treinta y siete era un anciano enfurecido con la vida. Todo parecía
atormentarlo. La obra en que más había puesto de sí mismo había sido olvidada
en medio de la indiferencia y el rechazo. Su familia parecía ser un estorbo.
Escribía con rabia, contra el mundo y contra todo. Su cuerpo protestaba con reumatismo, ciática
y toda clase de neuralgias.
El viejo
que recibió con tristeza apagada la noticia del suicidio de su hijo, Malcolm,
de dieciocho años, tenía cuarenta y seis. Ese mismo hombre empezó a trabajar en
la Aduana de Nueva York y olvidó casi del todo que algún día había sido
escritor.
Sesenta y
nueve tiene el vejestorio que acepta con alegría imperceptible la libertad que
le concede una herencia recibida por Elisabeth. Sabe que volverá a escribir en
lo que le queda de vida.
Pero
ahora, cuando ya no tenía edad, su verdadera edad, la edad que siempre tuvo,
era setenta y dos años, un mes y veintisiete días; cifra que Elisabeth
pronunció con una densa mezcla de sollozo y de susurro.
Stanwyck, Frances, Malcolm y Elisabeth
III
–¿Hijo de
quién? –preguntó levantado las cejas la voz oficial. Sonreía y parecía
orgullosa de saber que todos somos hijos de alguien.
María
Ganseevort fue el primer nombre que Elisabeth recordó. ¿Cómo olvidar el nombre
de la madre de Herman, si para él era una obsesión?
A ella le
debía sus ideas sobre la corrupción total del hombre y su predestinación, que
siempre merodearon en sus escritos.
Fue la
persona que Herman más amó.
Por petición
de maría Gansevoort, Herman tomó por primera vez la pluma para relatar
situaciones; no para hacer literatura, sino para contar a parientes y allegados
las penurias que vivían la viuda y sus ocho hijos.
En los
peores momentos de crisis la imagen de su madre era su único asidero. Luego del
fracaso de Moby Dick, Herman publicó,
Pierre or the ambiguities, desolador
panorama de sus fantasmas interiores, donde el protagonista se une
incestuosamente con su madre viuda.
Ese mismo
año, irreverente y desaforado, llevando al máximo extremo su obsesión, causándole
una herida más a Elisabeth, registra a su segundo hijo, Stanwyck, como suyo y
de María Gansevoort.
¿Y su
padre? ¿Quién era el padre de Herman? Elisabeth poco sabía de Alan Melville.
Era un hombre borroso del que Herman siempre hablaba con rencor. Nunca fue un verdadero
padre para él. En ese vacío justificaba Elisabeth el tono distante que Herman siempre
tuvo con sus hijos. A esa ausencia la culpó del desencanto de saber que, con su
matrimonio, Herman había buscado más un padre en el padre de Elisabeth, que una
verdadera esposa en ella. Siempre quiso atribuirle a un mal remoto el
silencioso fracaso que vivía su matrimonio.
Dispuesta
a no pensar más en ciertas cosas, convencida de que hay recuerdos que no vale
la pena remover, Elisabeth respondió a la pregunta que segundo antes le había
formulado una voz oficial.
IV
–¿Profesión?
Elisabeth
sintió que la respuesta a esa pregunta la había sabido desde siempre. Y era
irónico saber que ese oficio, tan emparentado con la gloria, era el mismo de un
hombre que moría en el olvido.
Ellas y sus
dos hijas, Elisabeth y Frances, eran la comitiva que acompañaba a ese escritor.
También Stanwyck había muerto, cinco años atrás.
Elisabeth
consideró un instante la idea de mentir. Pensó en esos otros oficios, funcionario
de aduanas o cualquiera de los que desempeñó cuando era joven, al quedarse
huérfano: maestro, empleado de banco, trabajador de una granja, grumete… palabras
menos escandalosas para ese hombre al que ya nada le importaba.
Pero
Elisabeth sabía que no podría mentir, que sería como negar la existencia del mar.
Con
tristeza cansada, con una mirada incapaz ya de asombrarse, Elisabeth recordó en
un instante montones de momentos en la vida de ese hombre.
Le
pareció verlo de nuevo volcado sobre una mesa repleta de papeles, derramando
meticulosas e infinitas cantidades de tinta, levantando la vista sólo cuando
llegaba la noche o cuando lo que había salido de su pluma era tan fuerte que
debía leérselo a alguien de inmediato.
Vio que
ese hombre que narraba viajes a islas paradisiacas era el mismo hombre que desconfiaba
del mundo. Vio que ese hombre, que tras el hecho más escueto desentrañaba un
símbolo, era el mismo anciano que se obstinaba en buscarle salidas a una
humanidad cada vez más desbocada.
Vio lo
que siempre había visto aunque nunca supiera que lo veía. Vio que ser escritor
o lo que sea no está determinado por la sonoridad de los aplausos, que a veces
estos nunca llegan o, para colmo de ironías, lo hacen cuando ya a nadie
reconfortan.
Supo que ella
misma había sido fundamental para que Herman fuera eso inmenso y aterrador que
finalmente era. Ella misma había sentido, al sostenerle a Herman la fe tocando
las puertas de editoriales que rara vez se abrían, lo que era luchar por otros
tiempos que a lo mejor nunca vendrían.
Recordó
de manera dudosa y esquiva con que Herman aludía a un posible reconocimiento póstumo.
Entendió la fuerza que él sacaba para escribir pensando en ese lector que algún
día lo entendería, y comprendió que su respuesta era determinante, que a pesar
de vidas azarosas y llantos y olvidos, a pesar de ese dolor con el que había
convivido, había algo de sublime en ese instante en el que ella respondía con orgullo
la pregunta que le hacían.
–Escritor–
dijo Elisabeth y sonrío despreocupada al ver el gesto incrédulo de la voz
oficial.
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