jueves, 1 de agosto de 2013

Ha muerto Herman Melville

Ha muerto Herman Melville
Por Gustavo Arango

Texto publicado originalmente en el suplemento 
Dominical de El Universal de Cartagena, el 15 de septiembre de 1991, 
con motivo del primer centenario de la muerte de Herman Melville. 
Este trabajo formó parte de la serie ganadora del Premio 
Simón Bolívar de Periodismo 1992, al Mejor Trabajo Cultural en Prensa.


“Ha muerto Herman Melville, escritor famoso en otro tiempo”.
The New York Times, septiembre 29 de 1891.

–¿Nombre? – debió preguntar una voz oficial. Cuando la muerte llega siempre hay una voz oficial que pregunta.
Elisabeth dejó que ese nombre se diluyera en miles de recuerdos.
¿Qué significaba para ella la palabra Herman? El primer significado era tristeza. El sentimiento más fuerte que le inspiraba su esposo, ese hombre al lado del que había pasado cuarenta y cuatro años de su vida.
A lo largo de esos años hubo tantos Herman, a veces tan distintos el uno del otro, que costaba creer que el anciano derrotado, cuya muerte estaba registrando, era el mismo joven tímido y arrogante con el  que se había casado.
Herman. ¿Cuántas veces había pronunciado ese nombre? ¿Cuántas lo había gritado? ¿Cuántas veces lo había repetido en silencio?
Herman era ese joven del que se enamoró: un rostro amargo y orgulloso que iba a su casa a hablar con su padre, el juez Lemuel Shaw, casi siempre en busca de ayuda económica para su familia.
Era ese hombre, promisorio y feliz, autor de dos libros de éxito.
Herman también era ese hombre que se pasó años sentado escribiendo, que se olvidaba del mundo y de ella para hundirse en sus historias, casi todas pobladas por los recuerdos de sus viajes en barco.
Herman era lo sublime y lo grotesco, la demencia de un hombre de nervios alterados, los accesos incontenibles de entusiasmo, las depresiones ante las que Elisabeth era impotente.
Herman era algo para lo que Elisabeth no estaba preparada, un huracán, una tormenta en altamar; era el horror visto de frente, divino y pobremente humano, aferrándose a las palabras para no dejarse arrastrar por la locura.
Herman era el triunfo de sus primeros libros, el entusiasmo; luego, la decepción, la ira, la tristeza.
Herman era una vida apagada antes de tiempo, un hombre que muy pronto se hizo anciano.
Herman, la palabra Herman, era un viejo silencioso que por años ocupó un puesto de funcionario en la Aduana de Nueva York, un viejo de levita negra, barba descuidada de patriarca y ojos desencantada mente azules, que a ratos escribía poemas como cualquier joven enamorado.
Ahora Herman era la muerte tantas veces sugerida, tantas veces retratada con las palabras. Era un largo y doloroso fragmento de la vida de Elisabeth que se alejaba como un barco y la dejaba con una lenta sensación de vacío y de tristeza en las manos y en el ama.

Frances



II

–¿Edad? –preguntó la voz.
A la cabeza de Elisabeth llegaron un montón de números. Edades de un hombre con rostros de ancianos, de hombres, de jóvenes y, también, de niños; porque, sin estar cerca de él en aquel tiempo, también ella tenía en su mente la infancia de Herman, fue testigo de ella a través de palabras.
Cero era el número a la medianoche del primero de agosto del año 19, cuando su primer llanto se escuchó en la casa marcada con el número 6 de la avenida Pearl Street, en una isla de rocas llamada Manhattan.
Cuando sus ojos vieron a su padre derrumbarse, por problemas económicos, cuando vieron la locura de un hombre que siempre había sido formal y severo, cuando fueron testigo de su muerte, el número era trece.
Dieciocho era su edad cuando, cansado de trabajos efímeros, resucitó el viejo sueño de navegar y se embarcó en el Saint Lawrence y pagó con trabajos de grumete su viaje hasta Inglaterra.
El hombre al que unió su vida hasta esa muerte, el hombre que había hecho largos y exóticos periplos por tierras desconocidas, el hombre al que la vida por fin le sonreía, tenía veintisiete cuando en la iglesia dijo a todo que sí de manera distraída.
A los treinta y un años era el hombre para el que escribir ya no era fácil, el hombre al que la gloria se le había extraviado, el hombre que desengañado del éxito había emprendido un camino de palabras poco recorrido, un camino intrincado de símbolos, de esencias, de naturalezas humanas a través de las que se buscaba. A los treinta y un años ya era un hombre capaz de escribir Moby Dick.
A los treinta y siete era un anciano enfurecido con la vida. Todo parecía atormentarlo. La obra en que más había puesto de sí mismo había sido olvidada en medio de la indiferencia y el rechazo. Su familia parecía ser un estorbo. Escribía con rabia, contra el mundo y contra todo.  Su cuerpo protestaba con reumatismo, ciática y toda clase de neuralgias.
El viejo que recibió con tristeza apagada la noticia del suicidio de su hijo, Malcolm, de dieciocho años, tenía cuarenta y seis. Ese mismo hombre empezó a trabajar en la Aduana de Nueva York y olvidó casi del todo que algún día había sido escritor.
Sesenta y nueve tiene el vejestorio que acepta con alegría imperceptible la libertad que le concede una herencia recibida por Elisabeth. Sabe que volverá a escribir en lo que le queda de vida.
Pero ahora, cuando ya no tenía edad, su verdadera edad, la edad que siempre tuvo, era setenta y dos años, un mes y veintisiete días; cifra que Elisabeth pronunció con una densa mezcla de sollozo y de susurro.

 Stanwyck, Frances, Malcolm y Elisabeth

III
–¿Hijo de quién? –preguntó levantado las cejas la voz oficial. Sonreía y parecía orgullosa de saber que todos somos hijos de alguien.
María Ganseevort fue el primer nombre que Elisabeth recordó. ¿Cómo olvidar el nombre de la madre de Herman, si para él era una obsesión?
A ella le debía sus ideas sobre la corrupción total del hombre y su predestinación, que siempre merodearon en sus escritos.
Fue la persona que Herman más amó.
Por petición de maría Gansevoort, Herman tomó por primera vez la pluma para relatar situaciones; no para hacer literatura, sino para contar a parientes y allegados las penurias que vivían la viuda y sus ocho hijos.
En los peores momentos de crisis la imagen de su madre era su único asidero. Luego del fracaso de Moby Dick, Herman publicó, Pierre or the ambiguities, desolador panorama de sus fantasmas interiores, donde el protagonista se une incestuosamente con su madre viuda.
Ese mismo año, irreverente y desaforado, llevando al máximo extremo su obsesión, causándole una herida más a Elisabeth, registra a su segundo hijo, Stanwyck, como suyo y de María Gansevoort.
¿Y su padre? ¿Quién era el padre de Herman? Elisabeth poco sabía de Alan Melville. Era un hombre borroso del que Herman siempre hablaba con rencor. Nunca fue un verdadero padre para él. En ese vacío justificaba Elisabeth el tono distante que Herman siempre tuvo con sus hijos. A esa ausencia la culpó del desencanto de saber que, con su matrimonio, Herman había buscado más un padre en el padre de Elisabeth, que una verdadera esposa en ella. Siempre quiso atribuirle a un mal remoto el silencioso fracaso que vivía su matrimonio.
Dispuesta a no pensar más en ciertas cosas, convencida de que hay recuerdos que no vale la pena remover, Elisabeth respondió a la pregunta que segundo antes le había formulado una voz oficial.


IV

–¿Profesión?
Elisabeth sintió que la respuesta a esa pregunta la había sabido desde siempre. Y era irónico saber que ese oficio, tan emparentado con la gloria, era el mismo de un hombre que moría en el olvido.
Ellas y sus dos hijas, Elisabeth y Frances, eran la comitiva que acompañaba a ese escritor. También Stanwyck había muerto, cinco años atrás.
Elisabeth consideró un instante la idea de mentir. Pensó en esos otros oficios, funcionario de aduanas o cualquiera de los que desempeñó cuando era joven, al quedarse huérfano: maestro, empleado de banco, trabajador de una granja, grumete… palabras menos escandalosas para ese hombre al que ya nada le importaba.
Pero Elisabeth sabía que no podría mentir, que sería como negar la existencia del mar.
Con tristeza cansada, con una mirada incapaz ya de asombrarse, Elisabeth recordó en un instante montones de momentos en la vida de ese hombre.
Le pareció verlo de nuevo volcado sobre una mesa repleta de papeles, derramando meticulosas e infinitas cantidades de tinta, levantando la vista sólo cuando llegaba la noche o cuando lo que había salido de su pluma era tan fuerte que debía leérselo a alguien de inmediato.
Vio que ese hombre que narraba viajes a islas paradisiacas era el mismo hombre que desconfiaba del mundo. Vio que ese hombre, que tras el hecho más escueto desentrañaba un símbolo, era el mismo anciano que se obstinaba en buscarle salidas a una humanidad cada vez más desbocada.
Vio lo que siempre había visto aunque nunca supiera que lo veía. Vio que ser escritor o lo que sea no está determinado por la sonoridad de los aplausos, que a veces estos nunca llegan o, para colmo de ironías, lo hacen cuando ya a nadie reconfortan.
Supo que ella misma había sido fundamental para que Herman fuera eso inmenso y aterrador que finalmente era. Ella misma había sentido, al sostenerle a Herman la fe tocando las puertas de editoriales que rara vez se abrían, lo que era luchar por otros tiempos que a lo mejor nunca vendrían.
Recordó de manera dudosa y esquiva con que Herman aludía a un posible reconocimiento póstumo. Entendió la fuerza que él sacaba para escribir pensando en ese lector que algún día lo entendería, y comprendió que su respuesta era determinante, que a pesar de vidas azarosas y llantos y olvidos, a pesar de ese dolor con el que había convivido, había algo de sublime en ese instante en el que ella respondía con orgullo la pregunta que le hacían.
–Escritor– dijo Elisabeth y sonrío despreocupada al ver el gesto incrédulo de la voz oficial.






No hay comentarios:

Publicar un comentario