Texto publicado en el suplemento Dominical
de El Universal, de Cartagena, el 14 de abril de 1991.
El tiempo
es una cosa misteriosa que toma mucho tiempo comprender. La mayoría hemos
tenido vidas tan fugaces, apenas nos hemos percatado de su transcurrir. Pero el
tiempo pasa, no se detiene. Viene, nos visita y se va, trayendo y llevando
consigo olores y colores, sonidos y olvidos.
Hemos
sentido el transcurrir del tiempo en los sutiles cambios de las ciudades, en
los vestidos, en las nuevas fisuras de la piel; pero no lo hemos concebido como
algo voraz y devorador, algo que arrasa, que destruye y crea, un monstruo que
se sacude con violencia a través de los años. Ese concepto del tiempo sólo
pueden tenerlo los que han vivido demasiado, los que llevan en el mundo dos o
tres veces más que nosotros.
A esa categoría,
la de los que lo han visto todo, o por lo menos una mayor parte del todo,
pertenece Nicolás Herrera, un hombre que desde hace ochenta años cumple
rigurosamente la tarea de sentarse cada día a dibujar.
Es mucho y
es poco lo que puede decirse de Nicolás Herrera. Es mucho por lo mucho que ha
vivido. Es poco por lo que se ve cuando se le mira: una simple superficie
arrugada de color betún café, una cabellera blanca y digna, unos ojos perdidos
en sombras y una risa de dientes que también han ganado la batalla contra el
tiempo.
Por encima
no se ve qué es lo que resulta admirable en ese hombre. La longevidad ha
alcanzado unas cotas exorbitantes y, frente a eso, tener ochenta y seis años
es como ser un adolescente. Queda entonces su vida, y al inquirir por ella nos
encontramos con que su vida es ese lápiz pequeñito que toma entre las manos,
ese dibujo arrugado que pinta o retoca, ese pedazo de aluminio que le sirve de
regla.
Ahí está lo
admirable de Nicolás Herrera; no es su longevidad, es lo que ha hecho con sus
años desde los siete años, allá por mil novecientos doce. Nicolás Herrera es un
artista, quizá más artista que todos los artistas. Es el artista más fiel a su
arte, el que más tiempo le ha dedicado, el que ha debido enfrentarse con
mayores obstáculos, el que menos ruido y dinero ha recibido, el amante más
abnegado de lo que hace, el hombre más convencido de su destino, el hombre más
testarudo de la tierra, el hombre más sabio del mundo, la piedra más humana del
universo, el negro más negro del mundo.
Ahora sí, Nicolás
Convencidos
de su valía, nos acercamos a él. Nos presta su mesita: un rectángulo de
acrílico transparente que –situado sobre las rodillas cuando uno se sienta en
el tronco que le sirve de silla a Nicolás– se convierte en el más cómodo de los
escritorios.
Ya estamos
cómodamente sentados. Ya he escrito mis primeras palabras y me he disculpado por la irreverencia de
escribir en una mesa que sólo ha visto dibujar, estoy dispuesto a empezar con
mis preguntas cuando Nicolás me sale al paso con una conclusión sobre la
diferencia entre nuestros artes, una conclusión que además sintetiza la vida:
“El mundo está bien hecho, pero no lo comprendemos”.
Después de
eso, quién se anima a preguntar cómo empezó todo.
¿Cómo empezó todo?
Bueno, al
final no falta quien haga la pregunta, y de inmediato comprendemos que Nicolás
está contento, que está que se habla, que hablar de comienzos es hablar de la
infancia y que ése, por sobre todos, es el tema favorito de los viejos.
Nació en
Cartagena y actualmente vive en… Cartagena, aunque son tan distintas que es
como hablar de dos planetas diferentes que tienen el mismo nombre.
La
Cartagena en que nació era un montoncito de casas abrigadas del mar y del
viento por una vistosa bufanda de rocas. Alrededor, agua y tierras baldías,
noticias del mundo por la lentísima vía marítima. Adentro, calor y mosquitos,
ricos y pobres, feos y bonitos. La Cartagena en que hablamos es concreto
desbordado que ha salido hace mucho del límite de las murallas, es montones de
casas donde antes sólo había agua y manglar, es ruido, es velocidad, unos
vehículos de color verde y crema que parecen poseídos por demonios, es gritos y
sobresaltos, es lo más opuesto a la tranquilidad, lo más opuesto a lo que es
Nicolás. Por eso, lo más indicado es recordar, lo mejor es poner a esa máquina
del tiempo a funcionar.
¿De qué color?
“A Núñez no
lo conocí. Dicen que era trigueño. A la que sí conocí fue a doña Soledad, era
narizona y de cabello blanquito”.
Nico tenía
doce años. Trabajaba en el mercado para ayudar a su mamá, pues su papá no vivía
con ellos; se había casado con otra señora y tenía muchos hijos. Recuerda que
la veía desde la cocina. Sus ojos, eso que en mil novecientos noventa y uno más
que mirarme me adivinan, vieron a la señora erguida. Sus oídos, esos que ahora
escuchan mis insensatas preguntas, oyeron que un día le dijeron: “Vino el
negrito con la canasta, doña Sola”, y esas mismas orejas, pero menos arrugadas,
la oyeron contestar:
–¿Y le
dieron el desayuno?
Claro que se
lo habían dado. Ese desayuno era su felicidad. El desayuno y los doce centavos
que le daba doña Sola, la propina más jugosa de la ciudad. Los otros ricos a
duras penas llegaban a seis. Estaba en la cocina, tratando de abarcar la taza
enorme traída del exterior. Ese desayuno y dibujar eran para él lo mejor de la
vida. Era un artista de doce años que llevaba cinco ejerciendo la carrera. Era
un curioso observador de los cuadros de la casa. Era como si se los robara,
pero dejando el cuerpo del delito. Empacaba los cuadros en su mente y se
marchaba, feliz por el pan con mantequilla y las tajadas de plátano, por la
humeante taza de chocolate y por los doce centavos cuidadosamente escondidos, orgulloso
de ser el negrito de confianza de esa dama y de llevar encima, sin que nadie se
diera cuenta, los cuadros de las salas y pasillos de la casa de doña Soledad.
Memorias de la otra
ciudad
Curioso que
al final de la vida lo que más vivo se conserva son los recuerdos de la infancia.
Lo demás son años y años nada más.
Uno se
pregunta cómo expresar algo que difícilmente entiende. Cómo transmitir el
asombro que se siente cuando se está sentado al lado de un viejo en una casita
humilde sobre la avenida Pedro Romero, y ese viejo saca de sí mismo miradas que
se remontan ochenta años atrás. ¿Alguno de ustedes, lectores, sabe o podría
decirme lo que son ochenta años?
Pues de allá,
sea lo que sea, de ese abismo de tiempo, ese anciano extrae verdades que
ninguno de nosotros conocía, hechos que corrían el riesgo de ser perderse con
su muerte. Cuando un anciano muere, el olvido carcome nuestro pasado.
Por
fortuna, Nico ha alcanzado a decir que en mil novecientos cuatro, en una ciudad
llamada Cartagena, diferente a la Cartagena en que hoy vivimos, un hombre que
no sabía leer conoció a una mujer que era un año mayor que él. No es un hecho que
parezca muy trascendente, pero le ganamos la batalla al tiempo si logramos saber
que ese hombre iba cada noche a visitar a esa mujer para que le enseñara a
leer. Hemos derrotado al olvido si ochenta y siete años después alguien afirma:
“…y entonces se enamoraron y nació el fenómeno que soy yo”, y sonríe divertido
con sus octogenarios dientes.
Los
recuerdos cruciales de la infancia de Nicolás son los que tienen que ver con su
arte, con la línea de lápiz que hace muchos años empezó a trazar. Pero antes de
llegar a esos recuerdos cabría preguntarse cuántas vueltas le daría ese hilo a
la tierra si fuera posible anudar todos los trazos.
Nicolás
tenía siete años cuando el dibujo apareció en su vida. Vivía en Manga, fue de
los primeros pobladores de la isla, abierta en 1905. Había nacido en Getsemaní,
barrio al que muy pronto regresó, pero fue en Manga donde ocurrió la revelación.
Su profesora se llamaba Nieves Guzmán (¡Hola, Nieves! Aquí estamos intentando
salvarte del olvido), y un día les dijo a sus alumnos que el que hiciera los
dibujos bien lindos se iba temprano a casa.
Como que el
interés de Nicolás por irse a casa no era tanto, pues la siguiente hora la pasó
intentando reproducir un cuadro que había en el salón. Hasta que la profesora
le dijo a una niña que corriera a llamar a Josefa, la mamá de Nicolás. Josefa
pensó que le iban a poner quejas de su muchacho, pero al llegar a la escuela
Nieves la recibió con una sentencia profética que ofrece problemas de
interpretación: “Josefá, Nicolás va a ser un gran pintor”.
Si la
grandeza se mide con los éxitos. Si a un pintor lo juzgamos por las
exposiciones y galardones, podemos decir con seguridad que Nieves se equivocó. Pero
si la grandeza es sentarse ochenta años seguidos a dibujar o a lo que sea, sin
tener retribución, por simple y puro amor al arte, entonces Nieves tenía razón
y hay que pedir de inmediato su canonización.
Los últimos recuerdos
de la infancia y avanzamos
Le gustaba
ver las corridas de toros los domingos en el circo de Manga. Al llegar a casa
dibujaba. A veces hacía siluetas y, ayudado por una lámpara, organizaba
funciones cuya entrada costaba cinco botones. Con un tío suyo que también
dibujaba se iba al muelle a dibujar los barcos que venían cono noticias de una
guerra que estremecía al mundo. Corría el año de 1915. La ciudad era diezmada
por la disentería y el sarampión. Nicolás tenía diez años y descubrió que en su
vida siempre habría una cosa que se llamaba trabajar. Así inició un variado
recorrido por ocupaciones y oficios que nunca consiguieron alejarlo de sus
amados dibujos.
Hoja de vida
Trabajó
transportando mercados a las casas de los ricos. Dibujó. Fue barrendero en el
teatro de variedades (años después llamado Teatro Cartagena). Siguió dibujando.
Vendió enyucado. Ya para entonces era consciente de su pasmosa habilidad para
memorizar imágenes y luego reproducirlas. Trabajó como aprendiz de albañil al
lado de su padre, quien un día apareció interesado en ayudarle. Gracias a eso
tuvo la oportunidad de restaurar varias pinturas de la catedral.
Ese fue
otro momento glorioso. Nicolás recuerda cuando, con pruebas contundentes,
convenció a Monseñor Pedro Adán Briosci de que no había que mandar a traer
restauradores de Europa, que restaurar esos murales de la colonia “era
mogollo”. Fue feliz durante los meses en que, olvidado del mundo, se la pasaba
en lo más alto de las cúpulas de la iglesia, pintando florecitas como cualquier
Miguel Ángel.
Ya casi llegamos
Fue carpintero.
Un día, como a los veinte años, comprendió su vocación y entonces tomó la
decisión definitiva: pasara lo que pasara, lo único que haría sería dibujar.
Tuvo
treinta años, tuvo cuarenta y cincuenta. Alguna vez cumplió sesenta y el tiempo
pasó volando y tenía setenta. Gentes extrañas, recién llegados, celebraron sus
ochenta y aún no ha pensado en la forma como va a celebrar sus noventa, sus
cien, sus ciento diez.
Durante
todo ese tiempo el número de recuerdos se parece al infinito, por eso este
escrito podría seguir sin detenerse, pero la vida moderna no permite pausas tan
prolongadas, detenimientos tan meticulosos.
Mejor demos
el salto. Regresemos a esa casita sobre la avenida Pedro Romero donde cada
mañana puede verse a un anciano haciendo lo que ha hecho toda la vida: dibujar.
Primero que todo el arte
“Este lote
lo compré por quinientos pesos, hace veintitrés años, cuando casi todo por aquí
era agua”.
Con el tiempo,
el lote ha quedado en un punto estratégico y muchas veces ha venido gente a ofrecerle
dinero. La ocasión que más recuerda es cuando una señora “de un Instituto” quiso
comprarle la parte del lote que daba a la avenida y ofreció dejarle la parte de
atrás para que él viviera.
Nico le
dijo que no podía vender la parte de afuera del lote porque la necesitaba. Muy
educadamente, le hizo entender a la desconcertada compradora que él no era
albañil ni carpintero –que eran sus oficios más visibles– sino que, ante todo,
era un artista y necesitaba estar en ese sitio, al pie de la avenida, “para el
perfeccionamiento de mi arte”.
Mejor vámonos
Me temo que
a estas alturas no deben quedar lectores. Terminaré diciendo que las obras de
Nicolás se las ha llevado todas el tiempo. Avisos publicitarios, telones para
fiestas, reproducciones para salas que querían parecerse a las de los ricos,
murales en lugares públicos, avisos de bebidas y gaseosas, todo ha sido
demolido por el anonimato.
Pocas pruebas
hay de los ochenta años que Nicolás Herrera le ha dedicado a su arte y eso
a él parece no preocuparle. Se limita a seguir dibujando, a seguir engrosando los
rollos infinitos de papeles que saca del cajón cuando se pone a trabajar.
Dice que
poco le importa lo que suceda con sus dibujos. Pero agrega que, aunque el agua
es su principal enemigo, está seguro de que a sus dibujos, “como a los de Goya”,
les llegará su momento.
Tiene
proyectos. A los ochenta y seis años también es posible tener proyectos. Piensa
pintar al óleo. El único problema es el costo de los materiales.
“Todo está
tan caro, y las cosas son de menor calidad. Los lápices de ahora no son como los
de antes. A estos”, dice Nicolás, golpeando con el índice la cabecita de su
mochito, “se les parte la mina con nada”.
Nunca ha
expuesto y, al preguntarle cuándo expone, responde, como burlándose de uno, que
a finales de este año. Entonces se comprende que no hay ningún interés por
exponer, que esos dibujos, esas escenas de la colonia, esos desembarcos de
esclavos, ese descubrimiento de América o ese puente que ya no existe, se
justifican a sí mismos, son simples reflejos de la felicidad que un hombre extrae
del arte de dibujar. Porque, como dice Nicolás, “para dibujar hay que tener
alegría, que es lo que da fortaleza moral”.
“Un
artista, un pintor, un torero, un cronista, un filósofo, deben tener alegría.
Las cosas deben salir de aquí, del corazón”, dice Nico llevando una de sus
poderosas manos al sitio donde aún late su obstinado corazón. “Cuando eso
sucede, cuando hay alegría, uno hasta sueña con lo que hace. Uno quiere que
amanezca más temprano”.
Pero hay un
momento en que toca pensar en marcharse. El sol, que no se había metido con
nosotros, “el sol de los muertos”, como dice Nicolás, porque es Viernes Santo,
ahora calienta los brazos y la cabeza. Eso explica por qué Nicolás sólo trabaja
allí por las mañanas. Luego, si quiere seguir dibujando, se va a la parte de
atrás de su casa.
Pero, las
tardes suele dedicarlas a visitar a una hermana, artista como él, que a los
nueve años dio un concierto de violín en Panamá. Casi todos los días la ve, y
entre los dibujos de la mañana y las conversaciones con su hermana transcurre
su vida presente.
Tiene más
familia. Tuvo cuatro hijas. Tres de ellas viven en San Andrés y una en
Venezuela. Vive con una hija de crianza y con los hijos pequeños de ella. Pero
el vínculo más fuerte que tiene con el mundo es a través de su hermana. Con ella recuerda. Hay cosas que sólo con ella
puede conversar. Saca de su bolsa de tiempo imágenes valiosas, las cepilla, las
pule. Le pregunta a Inés si recuerda cómo era el puente frente a lo que hoy son
los zapatos viejos, le pregunta si se acuerda de la iglesia de la Virgen del
Carmelo, y se entusiasma y el entusiasmo a veces le dura toda la noche y al día
siguiente sabe muy bien lo que quiere dibujar.
Nos
despedimos de Nicolás, abrumados por tanta vitalidad, y casi no podemos digerir
las últimas palabras que le escuchamos decir: “Hay que seguir adelante, pero no
hay que apurarse, porque llegaremos cansados a casa. Lo importante en la vida
es tener salud y porvenir”.
Nos vamos
de allí imponiéndonos la tarea de entender toda la sabiduría contenida en las
palabras simples de ese hombre. Pero me temo que, como en el caso del tiempo,
sea algo que tome mucho tiempo comprender.
Por ahora
sólo puedo agregar que tiene razón Nico cuando se refiere a los recuerdos como
propiedades. Nico dice: “Tengo el reloj público cuando lo inauguraron en 1911,
tengo la nariz de doña Soledad, tengo el antiguo Teatro Heredia, tengo el Hospital
Santa Clara, tengo las tardes de toros, tengo el Fuerte de Pastelillo, tengo
mis numerosas lecturas, la mayoría biografías de artistas y políticos, y
entonces a sus incontables méritos se le suma la riqueza, porque además de
tener mucho tiene cosas que dentro de poco tiempo nadie más en el mundo tendrá.
Si Nico
muere, muchas cosas se olvidarán, pero por lo menos él quedará; incomprendido,
pero quedará unos años más en sus parientes, en los vecinos que lo protegen de
manera silenciosa, en los que quieren aprender a dibujar y van hasta su casa en
busca de consejos, en los héroes que leyeron esto y en mí, en este inmodesto
que ha abusado de la primera persona en este escrito, porque ahora yo lo tengo
a él en mi bolsa de tiempo y de recuerdos, y puedo decir de él, como él de
muchas cosas, que “lo tengo en mi mentalidad”.
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