La historia del Cristo que acompañó al papa Francisco en Cartagena.
Un texto publicado en El Universal, en septiembre de 1992.
A muy pocos les gusta pensar en
la muerte; pensar en que todos vamos a morir. Y sin embargo ahí está,
misteriosa, solemne y arbitraria, nuestra muerte, esperándonos, saliendo a nuestro
encuentro trágica o apaciblemente. La muerte, el instante preciso en que se
deja de ser, ese éxtasis abismal que flota hacia lo desconocido, es el tema de
una de las obras más misteriosas, y con más leyendas insólitas, que tiene la
ciudad.
A primera vista es un Cristo
más. Un Cristo como el que tienen todas las iglesias. Pero cuando se le observa
con detalle se empieza a descubrir la diferencia. A este Cristo le falta la
herida en un costado. No aparece ni la sangre.
Este Cristo ni siquiera tiene
gesto humillado. No está cabizbajo. Levanta los ojos lejos de la tierra, lejos
de verdugos y quienes le rezan, y entabla un diálogo secreto con algo que, para
comprenderlo, habría que estar allí crucificado, ser ese tronco tallado. Corriendo
el gran riesgo de pasar por heréticos, podría decirse que el rostro de ese
Cristo revela una dicha extraordinaria.
Esa obra que fue hecha hace dos
siglos y medio por un hombre misterioso –que para algunos era un ángel–, esa imagen
rodeada de historias enigmáticas, que ha salvado a Cartagena en horas
desesperadas, representa –como muy pocas obras de arte han podido hacerlo– el
instante preciso de la muerte, la tensión final de músculos y tendones, el
espasmo final de un cuerpo antes de abandonarse, la mirada embriagada de la
visión final, el último aliento saliendo eternamente del tórax del conmovedor y
venerado Cristo de la Expiración.
Una
ciudad que expira
Si hubo un hecho memorable en
Cartagena durante el año incierto de 1754, ese hecho fue la arrasadora epidemia
de viruela. Por las concurridas calles eran común ver los rostros que empezaban
a salpicarse de rojo, demacrados, el innegable escalofrío, anunciando la muerte
inminente.
Por las noches se escuchaba el
coro de oraciones flotando sobre la ciudad, la agitación de los sanos para mitigar
el padecimiento de los enfermos. En los primeros momentos del alba, un desfile
de mortajas salía rumbo al cementerio.
“Para templar el divino enojo”,
del convento de Santo Domingo se sacó varias veces la imagen de Nuestra Señora
del Rosario de Pompeya, patrona de la iglesia, pero la peste no amainaba y, al
contrario, parecía haber el riesgo de que la imagen se contagiara.
Rezar era lo único que se podía
hacer para persuadir a la muerte a que se marchara. “El nobilísimo cabildo de
esta ciudad puso en novena al señor San Roque, pero nada templó el divino
enojo, porque siempre proseguía el contagio”.
Hasta que, en el límite de la desesperación,
alguien pensó en el Cristo de la Expiración. Se decidió hacerle una novena y
pasearlo por las calles. Fue la única manera de lograr que la peste de viruela
se disipara. Los rostros que pasaban por las calles volvieron a brillar.
El armamento pesado
Doscientos treinta y ocho años
más tarde, en su pequeño y sobrio despacho, cerca de la entrada del convento,
recio y saludable, el padre Sahabel Porto dice que lo único que sabe del origen
de la imagen es lo que todo el mundo sabe.
Este extraño sacerdote, que
rara vez sonríe, dice que eso pertenece a una tradición oral que el tiempo ha
ido reelaborando, pero que no hay ninguna prueba documental sobre quién hizo la
talla, de dónde provenía o a qué escuela de arte pertenecería.
El padre Sahabel habla del
tiempo, explica que las razones para que no quede mucha información verificable
han sido los saqueos, los incendios, el paso de los años, la humedad que daña
los documentos y el hecho de que durante un tiempo la ciudad vivió sin
autoridad eclesiástica.
Pero a este moderno ministro de
guayabera el pasado sólo le importa lo necesario. El sucesor de Fray Estevan de
Ovalles, arquitecto de las primeras obras de la iglesia de Santo Domingo –cuya
culminación tardó cerca de setenta años–, y de Fray Braulio de Herrera, prior
del convento en los tiempos de la viruela, tiene otras prioridades.
Habla con entusiasmo del
presente, de la novena que culmina este lunes y que cuenta con el fervor
garantizado por varias generaciones de cartageneros. Habla del poder de la fe, del
cambio notable en aquellos que le oran al Cristo, de la prisa nerviosa con que
llegan y la paz con que se marchan.
Habla del significado de la imagen, de la forma cómo fortalece la fe que
necesita el hombre para superar las dificultades, las “crucifixiones” a las que
se ve enfrentado.
El padre Sahabel se levanta de
su escritorio. Sale a los pasillos del patio, donde un ejército de jóvenes le
habla de novenas, de preparativos, de ceremonias y celebraciones. Cuenta, como
si confesara un pecadillo, que la fe ha
hecho que la gente crea que el Cristo de la Expiración suda, “cuando sólo se
trata de la limpieza con óleo que se le hace de vez en cuando”.
Saluda a una comitiva que inspecciona
el lugar, porque allí se van a reunir un montón de primeras damas. Confiesa que
la imagen que sale en la procesión es una réplica de yeso, porque la verdadera,
la de madera, sólo sale en maremotos y otros casos desesperados, “es como un
armamento pesado”. Camina por los pasillos, saluda, dispone y afronta el
presente sin milagros que le ha tocado.
Sor
María, Fray Dionisio y Fray Francisco
Varias son las razones para que
la gloria y el misterio del Cristo de la Expiración se vean diluidos. Sus
méritos serían suficientes para ponerlo al nivel del Convento de la Popa, el Castillo
de San Felipe de Barajas o el Palacio de la Inquisición. Pero incluso en el
lugar donde se encuentra sostiene una lucha reñida con varias versiones de su
madre (Nuestra Señora del Rosario de Pompeya, Nuestra Señora del Tránsito,
Nuestra Señora de Las Mercedes, la Virgen del Perpetuo Socorro), contra su
propia infancia (El Divino Niño) y con hechos tanto o más llamativos que su
origen o las olvidadas veces que ha salvado a la ciudad de desaparecer.
Bajo ese mismo techo, en los
pasillos del convento o en la iglesia, bajo la bóveda del coro, que no se sabe
cómo se sostiene y que –según la leyenda–se desplomará un día jueves, transitan
los fantasmas ya casi olvidados de hombres tan piadosos como San Luis Beltrán o
Fray Dionisio de la Cruz, “natural de la gran China”, quién vivió 120 años y
durante mucho tiempo padeció unas llagas cancerosas que lo mantenían recluido
en su celda”. Para alimentarlo y atenderlo, algunos religiosos tenían que
vencer la mortificación que producía la fetidez de su cuerpo. Pero después de la
muerte de Fray Dionisio, aquella fetidez se transformó “en fragancia extraordinaria”
que se mantuvo por años.
Allí, en ese mismo lugar,
conviviendo con la obra de un extranjero enfermo que llegó a pedir ayuda y se
esfumó sin dejar rastro, está Sor María del Rosario, la beata que fue “embestida
por un toro suelto, que la levantó por
los cuernos y la llevó así sin daño por las calles vecinas hasta dejarla sana y
salva en la puerta de Santo Domingo”. Años después, inválida y sin poder
siquiera tomar por sus medios los alimentos y medicinas, Sor María del Rosario se
ponía milagrosamente de pie, todos los días al mediodía, para distribuir por sus
manos las limosnas a los mendigos. Terminada esa tarea, volvía a su invalidez.
Postrado a los pies de ese Cristo
de la Expiración –“prodigio que, según Fray Alonso de Zamora, fue oficiado por
dos ángeles”–, está orando hasta el éxtasis el devoto hermano lego Fray
Francisco Vásquez, “natural de España, y monje de este mismo convento de Santo
Domingo, de quien se cuenta que pasaba noches enteras ante al altar del santo
Cristo, haciendo oración y penitencia, y que su muerte fue un visible
llamamiento de nuestro señor, pues murió después de haber recibido la comunión,
siendo de edad de más de setenta años, ahogado por un bocado de pan, y tan
grande era su virtud que los monjes no dudaron
que se trataba de un llamado del Cristo de su devoción”.
Un
pobre extranjero que pide una taza de caldo
Nunca se sabrá la verdadera
historia del origen de la talla del Santo Cristo de la Expiración. Después de
pensarlo un buen rato se termina por aceptar la historia descaradamente ilógica
para este fin de milenio tan científico y amigo de la precisión. Aun el más
escéptico tendrá que contentarse con la historia del extranjero enfermo y de ropas
gastadas que tocó alguna vez las puertas del convento de Santo Domingo, para
pedir una taza de caldo.
A este futuro inimaginable que
somos nosotros deberá bastarle con la sopa de casabe y los medicamentos que le
dieron los religiosos, con la versión según la cual el extranjero decidió
agradecer las atenciones recibidas dejando una obra de su arte, con la anécdota
del tronco encallado a orillas del mar, que no daba la medida necesaria pero
que día a día fue creciendo hasta hacerse apropiado.
A pesar de las comisione
venidas de España, Alemania, Norteamérica y Bogotá –que se han marchado con
muchas anotaciones pero no nos han dicho nada, ni siquiera el tipo de madera
utilizada–, tendremos que contentarnos con que la historia nos diga que ese
escultor, que dijo ser de Florencia, pidió que no lo molestaran, que lo dejaran
en la celda a solas con el tronco y le pasaran la comida por una ventana.
Tendremos que quedarnos afuera
con los monjes, pasando curiosos por delante de la puerta de la celda y tratando
de ver algo por la breve abertura de la ventana, escuchando durante los
primeros días el golpe del mazo y el chasquido de la lima y después el
silencio, ese largo y molesto silencio que nos obliga a derribar la puerta de
la celda para encontrar los platos de comida intactos, para percatarnos de la
presencia de un Cristo de madera que parece casi humano, casi vivo, y exhalando
su último suspiro.
Acosados de preguntas, tendremos
que imaginar la profunda emoción del artista cuando terminó su
obra, la alegría fatal con que supo que nunca en la vida haría nada mejor y se
desintegró. Entonces caeremos de rodillas sobre el suelo de virutas y de polvo,
y venceremos el asombro balbuceando una oración, antes de correr a darle la noticia
al prior.
El
Universal,
lunes 14 de septiembre de 1992.
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