jueves, 30 de abril de 2015

Descripción de un salón

La columna de Vivir en El Poblado



     
 Tiene el nombre bien puesto: José Eustasio Rivera. Como el corazón de la selva, es pequeño, recóndito, difícil de encontrar. El hombre y su amigo lo buscan por pasillos y edificios. Se cono­cieron hace más de treinta años, cuando empezaron juntos la universidad. Desde el prin­cipio supieron que estarían uni­dos por la literatura. Juntos vivieron la aventura de publi­car el primer libro. Van con ellos los hijos de su amigo (ya están gran­­­des; gordos no, pero sí colorados). También hay multi­tudes que van y que vienen, que visitan pabellones, que asisten a espectáculos, que aprietan presupuestos para com­prar­­se algo.

Quedan pocos minutos. A pesar de la altura, y la enor­me barriga que el hombre ha cultivado, se tienen que apurar. Finalmente, lo encuentran. Estaba justo encima del salón princi­pal. Allí, a la misma hora, se está lanzando el libro de una celebridad. El grupito lo ignora, se aleja de las masas, asciende los peldaños y llega al saloncito. El hombre está ago­tado, tiene la lengua afuera, pero pronto se cura cuando ocupa su sitio y observa la audiencia.

“Aquí está mi vida”, piensa mientras espera.

Ahí está la novia primigenia, la de las diez cartas diarias, la de viajes a otras vidas y galaxias. También ella escribía. Tam­bién incluyó cuentos en aquel primer libro cuya impresión pagó el vendedor de fantasías. Ahí están los amigos de la universidad, hermosos y felices, orgullosos del hombre cuyo sueño conocen y han visto germinar. “Seré escritor”, decía. “Me iré a El Universal. Empezaré allí mismo donde empezó Gabito”.

Ahí está Cartagena. Está la periodista que ha empe­zado a alentar su propio sueño de escribir. Con ella viene al hombre el recuerdo de las noches en la redacción desierta, puliendo hasta el final la última crónica, escri­biendo por fin su primera no­vela. En la primera fila, como alumna aplicada, está también la alumna que ahora es profesora y que quizá recuerda las clases nocturnas de veinte años atrás, el hombre sudoroso, sus pasos apu­rados, su afán por irse a casa a seguir escribiendo hasta la madrugada.

Está Bogotá, entregándose de a poco, haciéndose rogar. Está el país del sueño, en ese niño envejecido que manotea cuando habla de su novela selvática. Está también Norue­ga en el vikingo que regala países. Vienen con él los fiordos y gla­ciares, las sagas de los hielos, la certeza de que algunas historias pueden ser milenarias. Está su lectora favorita, la niña que después de leer un cuento suyo trinó que de regalo de cum­pleaños quería todos sus libros. Está Gloria, su gloria, defendiendo como propios los sueños del hombre.

Está el diseñador de la portada. Por meses buscaron, ensa­yaron variantes. El hombre sabía que tarde o tem­prano aquel inspirado daría con el rostro del libro. Está el historiador joven, brillante, que parece personaje del relato. Con palabras cer­teras, le revela a aquel hombre dimensiones de su libro que no había adivinado. Está la selva viva, voraz, seductora. La traen amigos que la han visi­tado. El hombre recuerda los viajes de infancia por aquellos ríos, los periplos mágicos junto con su padre, las piñas sublimes que le daba Chencha, la negra imponente, su primer amor.

Hay luces y cámaras, micrófonos, banners. Hay un cartel rojo que celebra a Macondo, la invención del Gabito que inspiró y dio motivos a la vida del hombre. Dice allí que el nombre de aquel pueblo de espejos fue dictado en un sueño. Está con su influjo también Luz Amalia, su amiga decana, la que hizo el milagro que condujo al hombre hasta esta ocasión. Están reporteros, fotógrafos, técnicos. Están nuevos rostros que le da la vida: Lucía, la poeta de los ojos tristes; Inés y su hija; Diana, Tove y Patricia. Está su corazón emocionado, latiendo enloque­cido de alegría.


Publicado en Vivir en El Poblado el 30 de abril de 2015.






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