La columna de Vivir en El Poblado
Tiene el nombre bien puesto: José Eustasio Rivera. Como
el corazón de la selva, es pequeño, recóndito, difícil de encontrar. El hombre
y su amigo lo buscan por pasillos y edificios. Se conocieron hace más de
treinta años, cuando empezaron juntos la universidad. Desde el principio
supieron que estarían unidos por la literatura. Juntos vivieron la aventura de
publicar el primer libro. Van con ellos los hijos de su amigo (ya están grandes;
gordos no, pero sí colorados). También hay multitudes que van y que vienen,
que visitan pabellones, que asisten a espectáculos, que aprietan presupuestos
para comprarse algo.
Quedan pocos minutos. A pesar de la altura, y la enorme
barriga que el hombre ha cultivado, se tienen que apurar. Finalmente, lo
encuentran. Estaba justo encima del salón principal. Allí, a la misma hora, se
está lanzando el libro de una celebridad. El grupito lo ignora, se aleja de las
masas, asciende los peldaños y llega al saloncito. El hombre está agotado,
tiene la lengua afuera, pero pronto se cura cuando ocupa su sitio y observa la
audiencia.
“Aquí está mi vida”, piensa mientras espera.
Ahí está la novia primigenia, la de las diez cartas
diarias, la de viajes a otras vidas y galaxias. También ella escribía. También
incluyó cuentos en aquel primer libro cuya impresión pagó el vendedor de
fantasías. Ahí están los amigos de la universidad, hermosos y felices,
orgullosos del hombre cuyo sueño conocen y han visto germinar. “Seré escritor”,
decía. “Me iré a El Universal.
Empezaré allí mismo donde empezó Gabito”.
Ahí está Cartagena. Está la periodista que ha empezado a
alentar su propio sueño de escribir. Con ella viene al hombre el recuerdo de
las noches en la redacción desierta, puliendo hasta el final la última crónica,
escribiendo por fin su primera novela. En la primera fila, como alumna
aplicada, está también la alumna que ahora es profesora y que quizá recuerda
las clases nocturnas de veinte años atrás, el hombre sudoroso, sus pasos apurados,
su afán por irse a casa a seguir escribiendo hasta la madrugada.
Está Bogotá, entregándose de a poco, haciéndose rogar.
Está el país del sueño, en ese niño envejecido que manotea cuando habla de su
novela selvática. Está también Noruega en el vikingo que regala países. Vienen
con él los fiordos y glaciares, las sagas de los hielos, la certeza de que
algunas historias pueden ser milenarias. Está su lectora favorita, la niña que
después de leer un cuento suyo trinó que de regalo de cumpleaños quería todos
sus libros. Está Gloria, su gloria, defendiendo como propios los sueños del
hombre.
Está el diseñador de la portada. Por meses buscaron, ensayaron
variantes. El hombre sabía que tarde o temprano aquel inspirado daría con el
rostro del libro. Está el historiador joven, brillante, que parece personaje
del relato. Con palabras certeras, le revela a aquel hombre dimensiones de su
libro que no había adivinado. Está la selva viva, voraz, seductora. La traen
amigos que la han visitado. El hombre recuerda los viajes de infancia por
aquellos ríos, los periplos mágicos junto con su padre, las piñas sublimes que
le daba Chencha, la negra imponente, su primer amor.
Hay luces y cámaras, micrófonos, banners. Hay un cartel
rojo que celebra a Macondo, la invención del Gabito que inspiró y dio motivos a
la vida del hombre. Dice allí que el nombre de aquel pueblo de espejos fue
dictado en un sueño. Está con su influjo también Luz Amalia, su amiga decana,
la que hizo el milagro que condujo al hombre hasta esta ocasión. Están
reporteros, fotógrafos, técnicos. Están nuevos rostros que le da la vida: Lucía,
la poeta de los ojos tristes; Inés y su hija; Diana, Tove y Patricia. Está su
corazón emocionado, latiendo enloquecido de alegría.
Publicado en Vivir en El Poblado el 30 de abril de 2015.
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