Tal vez no está de más decir que los hechos que aquí se
cuentan sucedieron en la realidad. La persona que los vivió aparece con uno de
los nombres que recibió a lo largo de su viaje. Su nombre verdadero ha sido
omitido. Las demás personas y lugares conservan sus nombres originales.
Trabajo
ganador del Gran Premio Antonio J. Olier de periodismo (Cartagena, 1994) e incluido en el
libro Años de fuego: Grandes reportajes de la última década (Planeta-Semana, 2001)
I.
Todo puede pasar
Ahí estaba. Había llegado.
Sentado en una
cafetería del aeropuerto La Guardia, de Nueva York, tomando uno de los dos cafés
que bebería durante su incierta espera, sintió como si despertara de un largo
sueño y como si al despertar el sueño continuara.
Estaba en “la ciudad
del diablo amarillo”, como la llamo Gorki, y sus cansados sentidos no podían
considerar la idea de creerlo.
Durante veintidós
días había hecho un viaje que bien podía llamar una odisea.
Veintidós días de
peligros y caminos tortuosos. Veintidós largos días arriesgando la vida,
burlando autoridades, caminando en las noches lluviosas o estrelladas de
una Centroamérica vista en una forma
extraña.
El viaje que iba a durar
solo una semana se había prolongado casi un mes y poco a poco lo había ido
despojando de todo, de un pequeño equipaje, de sus últimos vestigios de
inocencia, de su última ignorancia de la vida.
Al final, después del avión que casi se cae,
después de patrullas policiales y ríos caudalosos, tal vez en medio de una de
esas eternas noches caminando, cargando un bebe de siete meses que llora
desconsolado, o tirándose a rastrojos oscuros para esconderse de un carro que
con sus luces anuncia que se acerca, tal vez durante la tormenta cruzando la
represa, o en el momento de aprenderse el nombre que le permitía pasar la
última barrera, o tal vez en ese mismo instante, esperando en vano a su familia
en el aeropuerto, las fuerzas lo abandonaron por completo y el viaje lo
continuo una extraña obsesión de
persistir, un afán de llegar, sin saber muy bien que haría después que llegara.
Ahí. En ese muelle de aeropuerto infinito,
tratando infructuosamente de marcar un teléfono
-porque la vocecita grabada daba las instrucciones en inglés– sintiendo
el insuficiente alivio de hablar con el aseador
del restaurante –un hispano que
lo tranquilizó y le dijo que se sentara a esperar porque si él salía a
buscarlos tal vez nunca se encontraran-,
temiendo que cada persona que lo miraba era un agente de inmigración,
transcurrieron tres largas horas en las que Roberto Ramírez se dejó alcanzar
por su cansancio, por su tristeza y por un miedo que lo hacía temblar al tomar cada sorbo de café frio.
“¿Y si me cogen?”,
pensaba. “¿Pasar por esa odisea para que me cojan cuando llegue?, la vida no
puede ser tan absurda”.
Y las posibilidades
de que lo “cogieran” aumentaban con el paso de las horas. Y más personas se
fijaban en él, en su aspecto de recién llegado que no se decide a abandonar el
aeropuerto.
Y el miedo nubló la
mirada de Roberto.
II. En la Unidad Médica
Más de cien personas
vio morir en el hospital para ancianos, al norte de Nueva York. Durante dos
años trabajo en ese lugar.
Poco después de su
accidentado viaje Roberto había obtenido un primer trabajo sin tener los documentos. Debía hacerle
mantenimiento a los apartamentos que administraba una agencia de
arrendamientos. Conoció la nieve
paleándola y muriéndose de frío.
Más tarde resultó el empleo en la ciudadela de
ancianos. Era un trabajo suave. Las horas transcurrían descansadas aseando los
doce cuartos a su cargo en la Unidad
Médica.
La ciudadela era un
enorme edificio en una zona semicampestre, 80 millas al norte de Nueva
York. En los pisos superiores había 250
apartamentos. Cada apartamento tenía sala, comedor y dos alcobas.
Allí llegaban
cansados, arrugados y generalmente enojados, los hombres y mujeres que habían sido los dueños de un país que
empezaba a quedar en otras manos.
Los ancianos vivían
amplios y cómodos, solos o en parejas, cuidadosamente atendidos por un numeroso
personal. Hasta que la muerte empezaba a llamarlos a gritos y se debilitaban y
llegaban, tratando de ser optimistas, a su último peldaño, a la Unidad Médica:
de donde pocos salían, donde un descansado Roberto Ramírez seguía aprendiendo
de la vida.
“El primer obstáculo
que uno se encuentra es el idioma, pero a medida que se va relacionando uno
adquiere ciertos conocimientos que le permiten desenvolverse”.
“Debía barrer los
cuartos de los pensionados, trapear, poner todo en orden. Era un trabajo
realmente descansado. La remuneración,
comparada con lo que uno podría ganarse en Colombia equivalía, para ese
momento, a igualar el sueldo de un gerente de banco con el sueldo de un aseador
de inodoros”.
“Entré devengando 280
dólares a la semana, pero si trabajaba festivos o tiempo extra (“Overtime”), podía tener 350, 400 dólares
semanales, lo que equivalía aproximadamente a un millón de pesos al mes”.
“A algunos de los
ancianos los trate más tiempo que a otros. Unos entraban y duraban ocho o
quince días, otros podían durar un año”.
“Durante el período
que estuve puede decirse que todo el personal se renovó más de una vez. En la Unidad Médica había 59 piezas,
pero generalmente se mantenía copada. Allí tenían una sala de recreación, aunque
a la mayoría los movían las enfermeras en sillas de ruedas”.
“Yo charlaba con
todos ellos. A pesar del poco inglés que
hablaba, ellos me entendían. Les lleve fotografías de Colombia y les hablé de
mi país”.
“Muchas veces me
preguntaron: ‘¿you like this country?,
y yo les respondía: ‘Si, pero quiero más al mejor país del mundo’ ”.
“Y ellos entendían y
llegaron a convencerse, los que más tiempo estuvieron en comunicación conmigo,
de que yo añoraba regresar a mi país”.
III. El guía
Todo empezaba en
Colombia.
Roberto Ramírez había
sido profesor del Sena en Medellín y en un momento de su vida tuvo un futuro
brillante.
Luego, inconstante y
rebelde, había errado de puesto en puesto, se había aventurado en muchas
partes, llevado solamente por el afán de vivir.
Estuvo ilegal en
Venezuela, trabajó de topógrafo en Cerromatoso,
fue profesor de la escuela pública de un pueblito llamado Puerto Rico,
en el Caquetá, donde a la gente la mataban por las hojas de los árboles. Vivió
un tiempo en Zaragoza, caminaba entre las ruinas ostentosas que dejaron las
colonias que llegaron con las fiebres de un metal.
Su misma inconstancia
había enseñado a su familia a aprender a subsistir sin esperar. Su esposa y una
de sus dos hijas habían sido las primeras en armarse de valor y conseguir,
pagando por ellas, las visas para viajar. Ahora él las extrañaba.
Agotó el primer recurso
que fue ir a la embajada en Bogotá: “pero allá solo le dan la visa al que tiene
plata, al que puede ir a gastarla”.
Averiguó con los
tramitadores de los alrededores de la Embajada y le cobraban un precio muy alto
por una posibilidad incierta.
Quedaba solo un
recurso, el del famoso hueco, un hueco que en realidad son un montón de huecos.
Preguntando en la
calle dio fácilmente con una agencia de viajes por el hueco. Le ofrecieron un cómodo y seguro plan que
solo tardaría una semana para llevarlo a la meta y que iba pagando a medida que
avanzaba. El plan tenía una garantía adicional: si por alguna razón lo
devolvían, la empresa se comprometía a volverlo a mandar sin cobrarle un
sobreprecio.
“Va a ser como si lo
llevaran de la manito”, mentía tranquilizador el primero de la cadena.
Primero debía viajar
a San Andrés. Llegaba allí con su propio
pasaporte y una visa para ingresar a Guatemala.
Al llegar a San Andrés
buscó a la persona que desde Colombia le habían dicho que buscara. Estaba en un
hotel. Era un hombre de Cali llamado Vladimir.
Roberto se sentó en
una cafetería con Vladimir y empezaron a hablar generalidades: de la isla, del
clima de las últimas noticias. Por fin, las preguntas de ambos empezaron a ser más
curiosas, cada uno quería que el otro le dijera cuanto antes el paso que
seguía.
Pronto descubrieron
la verdad. Cada uno pensaba que el otro era el guía.
No había ningún guía.
Nadie los llevaría “de la manito”.
IV. Bye bye Bob
Nunca supo porqué se
tomaban de la mano en el momento de la muerte. Nunca tuvo el valor de
preguntarlo, y la única vez que oyó hablar de ese gesto fue en un inglés
reflexivo y complejo.
Lo cierto es que,
aunque hubiera estado viendo viejitos muertos cada pocos días, aunque más de
una vez le hubiera tocado asistir a ese último resuello que tanto le intrigaba,
este instante tenía un valor especial, una tristeza especial.
Bob se moría. El
agente viajero que había llegado sonriente y efusivo a la Unidad Médica, se
marchaba.
Durante varios meses vio apagarse su
entusiasmo. Al final Bob sólo fue un rostro apesadumbrado. Ya no le daba
palmadas en el brazo para llamar su atención y saludarlo, ya no le decía “Hi” con una voz que presumía de
saludable.
Se iba ese niño
malicioso de 91 años que algunas veces le anunciaba con los ojos que iba a
jugar de nuevo, que iba a intentar escapar del hospital en la silla de ruedas,
para luego ser alcanzado y regresado por enfermeras agitadas.
Se iban sus preguntas
sobre patrias y amores.
Se apagaba esa
llamita mientras en otro lugar otra llama se encendía.
Dejaba de sufrir el
exagente viajero, en un círculo de manos aferradas, de manos delgaditas de
enfermeras, de manos arrugadas y callosas, en un círculo de manos que le hacía
menos dura la partida, la apagada.
V. Ojalá se caiga este avión
El avión de Sam,
procedente de San Andrés, aterrizo en San José de Costa Rica a las ocho de la
noche. Debía hacer una escala de pocos minutos.
Unos ticos alegres y
ebrios se subieron al avión. Se hacían sentir. Uno de ellos dijo en broma:
“Ojalá se caiga este avión” y sus compañeros rieron a carcajadas.
El avión
despegó. Iba rumbo a Guatemala en una
noche de principios de septiembre del año 89. De pronto algo se apagó, algo dejó
de sonar como venía sonando. Los pasajeros se miraban sorprendidos ante esta
tenebrosa manera del silencio. Pronto,
una voz que difícilmente ocultaba su agitación, pidió tranquilidad.
Dijo, de la forma menos alarmante posible, que un motor había fallado y que
sobrevolaría la ciudad durante varias horas gastando el combustible.
De aterrizar llenos
de combustible corrían el riesgo de estallar.
Un silencio profundo
salió de las gargantas de los pasajeros, que se miraban aterrados.
Roberto Ramírez se
olvidó por un momento de que podría morir y sonrió viendo la culpa en los
rostros de unos ticos asustados.
VI. El cementerio de las maletas
Nadie los esperaba en
Guatemala. Buscaron un hotel en el
centro. Un teléfono que les dieron en Colombia los puso en contacto con
Gabriel.
Les dijo que pasaría
al día siguiente por ellos y mientras
tanto recorrieron el centro de la ciudad.
“Guatemala contrasta
mucho con Costa Rica. Entrar a la capital de Guatemala, es llegar a cualquier mercado público de
nuestro país y encontrarse con todas las vivencias de las clases media y baja
de las ciudades latinoamericanas: el desorden,
la suciedad, la inseguridad, el
afán de lucro, la intolerancia, la lucha de supervivencia, que no ponen límites morales ni religiosos.
Es una amalgama donde se lucha por la supervivencia: así es Guatemala”.
“En Guatemala, como
en Medellín, como en Bogotá, como en Cartagena, como en todas partes, se
encuentra el mercado negro de los dólares. La oferta de llevarlo al otro país
existe igual que en Colombia; salvo que,
por estar más cerca a la frontera, es más evidente: ‘¿Lo pasamos?, ¿pa’
dónde va? ¿Va para México? A la cuadra del palacio de Gobierno prolifera la
prostitución, el mercado negro de la moneda, la droga, los atracos”.
“Al día siguiente
llegó Gabriel al hotel, un tipo joven con pinta de ejecutivo en un carro último
modelo. Nos llevo a su casa en un barrio
residencial de Guatemala y nos alojó aproximadamente tres días.
“En su casa había un
ama de llaves que nos atendía en lo que necesitáramos. Teníamos servicio de
teléfono para llamar a Colombia. Todas las comodidades”.
Uno de los cuartos de
la casa llamó la atención de Roberto. Estaba repleto de maletas. Una noche,
hablando con Gabriel mientras tomaban unos tragos, le preguntó por qué había
tantas maletas.
“Gabriel (un exrepresentante
de ventas que había cambiado su profesión por la de “coyote” o “pollero” y al
parecer triunfaba) le contó que muchos de los que se decidían a pasar por el
hueco llegaban hasta allí cargados de maletas. Pero cuando comprendían, o les
hacían comprender, que en adelante tendrían que seguir a pie durante varias
noches, entendían que resultaba imposible llevar el equipaje, que corrían el
riesgo de dejarlo tirado en cualquier parte.
Gabriel los
tranquilizaba y les decía que después podían volver a buscarlo si lo dejaban en
esa casa. También debían dejar allí, o
enviarlos a sus ciudades de origen, todos sus documentos. En adelante serían ilegales, no tendrían ni
identidad, ni nacionalidad, si alguien preguntaba debían decir que eran
salvadoreños. Más tarde fueron
mexicanos.
Gabriel lo llevó al
cuarto con las maletas. Le habló de las
esperanzas que empiezan a resignarse al dejar esas bolsas en las que aún hay
vestigios de hogar. Le hizo ver el lujo de algunas de ellas, la modesta
humildad de las otras.
Se alejó diciéndole
que las abriera, que escogiera dentro de
ellas lo que necesitara.
Roberto tomo unas
toallas.
VII. El desequilibrio
“Si aquí abrieran las puertas para que
saliera con libertad todo el que
quisiera abandonar el país, no por abandonar el país, sino por la necesidad,
más de la mitad de Colombia estaría afuera. Tenga la absoluta seguridad”.
“Para mí, ser ilegal no representó un
conflicto personal. Conflicto, sí, frente a otras autoridades y frente a un sistema,
es lógico”.
“Siendo ilegal, el
que delinquía no era yo. Para ese Estado yo era un delincuente, pero para mí
era delincuente mi Estado que me obligaba a escudarme allá. No hablo de patria,
hablo de sistema, hablo de Gobierno”.
“La patria es el abrigo del alma. Está
hecho de recuerdos, de vivencias, de sueños, de ilusiones, de legado de hogar,
de calor, de cariño, de cosas que se van perdiendo a medida que el medio las
ahoga”.
“De una cosa me pude
dar cuenta allá, de que cuando llega una persona joven se adapta más fácil al
nivel de vida y olvida su país, algunos hasta reniegan de él”.
“Pensaba que tal vez
era consecuencia de las mismas injusticias que se vivían aquí y que si uno, de
una edad avanzada, entiende pero no acepta,
los jóvenes ni entienden ni aceptan que haya ese desequilibrio, que es
quizá una de las razones que explican la violencia en el país y la indiferencia
por el sentido de patria de los que se van”.
VIII. My Baby
Nadie visitaba a
Mrs. Smith. Tenía
ciento un años y un cáncer en la nariz.
A pesar de que no
estaba en uno de los cuartos que Roberto debía limpiar, él entraba siempre a
saludarla.
Durante los dos años,
nunca vio que la visitaran. Fuera de las enfermeras que estaban obligadas a
atenderla o del médico, cuando las cosas se agravaban, solo él se acercaba
hasta su cama.
Le gustaba estrechar
la manito pequeñita y arrugada de esa anciana que sentía revivir con la
descarga de energía que él le daba.
Cada vez que él
entraba a su cuarto, la anciana señora Smith encontraba una razón para
vivir. Levantaba una mano temblorosa y
la pasaba por su pelo mientras decía “My
baby” y sus breves ojos grises se mojaban como nieve pisoteada.
Las veces que olvidó
entrar a saludarla y siguió de largo por el pasillo, pudo escuchar su grito
centenario, su llamado de niño abandonado:
-Mister… Mister…
-salía a perseguirlo la vocecita de Mrs. Smith.
-Señor…Señor…
-gritaba en un mal español.
-Monsieur… Monsieur… -ensayaba como
último recurso, para luego sentir que volvía a la vida al ver que Roberto
atendía el llamado y entraba sonriendo por la puerta de su cuarto.
IX. “El Paso del Diablo”
Cincuenta metros de
agua enfurecida los separaban de México. Era la noche de un miércoles. Habían
salido de Mesillas a las seis y media de la tarde, tras mucho insistirle al
guía, que se negaba a partir porque la lluvia no amainaba.
“Mesillas era un
caserío como los pueblos de frontera de aquí, como Puerto Santander o como
Acandí”.
“De la casa de
Gabriel en Guatemala salimos un domingo a las seis de la mañana por una
carretera destapada. Viajamos de ocho de la mañana a seis de la tarde en bus
intermunicipal”.
“En el camino se
veían pueblitos indígenas, con el
mercado normal de un domingo. En cada uno de ellos el bus hacia estación”.
Allí empezaron a
sentir que el viaje no era expreso. Empezaron a entender que tendrían que
estirar más y más la paciencia, cada vez que el bus se detenía en la plaza de
un nuevo pueblo y se acercaban vendedores y se apagaba el motor.
“El camino estaba
lleno de maizales a lado y lado. El
pueblo que más maíz produce tal vez es Guatemala”.
Al salir de la casa
de Gabriel, el grupo de Vladimir y
Roberto había aumentado. Ahora viajaban con ellos una mujer llamada Margarita
con su hijo Diego, como de doce años, una señora con una niña de siete meses,
un hombre llamado Javier y un muchacho de Buenaventura llamado Omar.
“En ese viaje nos
acompañó un coyote guatemalteco, joven, como de 28 años, que tenía pinta de
indígena. Conocía todo el trayecto y, cerca a la frontera, donde había un retén,
se bajó, pagó algo al comandante de la guardia y seguimos. Al llegar a Mesillas
nos metieron en una casona en las afueras, en la salida hacia la frontera”.
“Allí había otro coyote,
se llamaba Crispín. Era un hombre como de 55 años, respetable y muy callado. Él
debía llevarnos al primer pueblo mejicano”.
“En la casa del coyote teníamos la
alimentación y todos los servicios pero, eso sí, no podíamos salir al pueblo, a
pesar de que la Policía de Inmigración iba a conversar con los coyotes y a
cobrar la cuota por el paso. Los policías entraban la patrulla hasta el rancho
y nos contaban para saber exactamente cuánto tenían que pagarles”.
“Ahí estuvimos como
cuatro días porque estábamos esperando otro grupo de ilegales que debía pasar
con nosotros y, además, porque el invierno, que estaba en toda la verraquera,
no permitía que arrancáramos. Había que
cruzar un río y se necesitaba buen tiempo para pasar a pie sin peligro”.
“Cuando estábamos en
Mesillas, como a los tres días, apareció Gabriel a darnos las últimas
instrucciones”.
Antes de regresar a
Guatemala, al día siguiente, Gabriel se despidió de Roberto. Le dijo: “no llegue
a un hotel malo, o de dos o una estrella. Llegue a un hotel de cuatro o cinco
estrellas. Váyase en México para Holyday Inn, para el Hilton o el Costabrava, que es donde no hay batidas”.
Gabriel se quedó con
sus documentos. Luego, cuando llegara, Roberto lo llamaría para decirle a qué
dirección debía enviárselos.
Ese mismo día por la
tarde la gente empezaba a impacientarse. El grupo había aumentado ahora a once.
Allí mismo se les habían sumado varios jóvenes, entre ellos unos de Itagüí que
habían sido devueltos de México a Guatemala y los coyotes cumplían con el
compromiso de volver a intentar pasarlos.
A pesar de que no
dejaba de llover, entre todos obligaron al guía a llevarlos hasta el cruce del
rio. Hasta ese momento el viaje se había prolongado más de lo previsto y, por
lo que hablaban los que ya conocían el trayecto que seguía, aún faltaba la
parte más difícil: un largo recorrido de varios días de camino que llamaban el
“Paso del Diablo”.
Al salir de Mesillas
le pidieron a Crispín que llevara cuerdas para atravesar el río. Caminaron
cuatro horas bajo la lluvia. A pesar de que la policía guatemalteca de la
frontera sabía que ellos intentarían pasar, el recorrido debía hacerse de noche
para que los policías pudieran justificar
su descuido en caso de ser descubiertos.
Al llegar frente al
rugido del agua en la oscuridad, el guía trató de devolverse. Pero ellos lo
obligaron a continuar.
Omar, un negro fuerte
y grande de Buenaventura, pasó el río nadando y ató la cuerda al otro
lado. Uno a uno fueron cruzando ese
torrente que trataba de arrastrarlos.
Además de la cuerda
amarrada por Omar, cada uno era atado a otra cuerda por la cintura, y sostenido
por los demás desde la orilla. En caso
de soltarse de la primera cuerda, antes de morir quedaba la esperanza de la
segunda cuerda.
Al final, del lado de
Guatemala sólo quedaban Roberto, el coyote y la bebé de siete meses, cuya madre
ya había pasado. Omar volvió desde la otra orilla, les pidió que le ataran a la
niña a la espalda y se metió al agua.
Iluminando con
linternas era posible ver la lucha de Omar con el río. Con angustia que parecía
durar horas, veían que el agua los cubría y pasaba por sobre ellos como por
sobre rocas. Más de una vez llegaron a pensar que la niña había muerto ahogada.
Luego pasó Roberto.
Tal vez allí, barrido
por las aguas furiosas de un río perdido de Centroamérica –que quizá vio distraído en algún mapa cuando
niño, sin saber que tendría que cruzarlo-, sintió la desolada convicción de que
el hombre está solo, cruzando siempre un río caudaloso, aferrado a una cuerda,
alentado simplemente por una extraña obsesión de persistir, un afán de llegar,
sin saber muy bien qué hará después de haber llegado.
El último fue el
guía. Lo pensó mucho, antes de arrojarse al agua. Vio a los “mojados” en la
otra orilla, pensó que aún no había recibido ningún dinero por pasarlos. Los imaginó perdidos y a oscuras si se
decidían a seguir sin él. Se preguntó por qué tanta obstinación en esos colombianos, por qué tanta premura por abandonar su
tierra, y, luego de un suspiro, se metió al agua, y la corriente lo hizo
soltarse de la primera cuerda, y otra cuerda, tirada por la esperanza, lo fue
pasando despacio, poco a poco, lo trajo de río abajo, venció la fuerza del agua
y lo llevó al otro lado.
X. Mister Tigre
Le costaba trabajo
recordar su nombre. Para él era sólo
Mister Tigre.
Juntando noticias
entre el personal de la Unidad Médica, logró saber que se trataba de un pintor
eminente que había enseñado muchos años en la Universidad de Yale.
Su rostro era huraño
y amargo.
Cuando Roberto
llegaba a arreglar su cuarto lo recibía con un gruñido.
A veces, cuando se
distraía barriendo o trapeando, era regresado a la realidad por ese ruido lleno
de rencor, por esa mirada diabólica, por esas manos grandes y crispadas como
garras.
Mister Tigre odiaba a los negros, a
los judíos y a los hispanos. No toleraba que una enfermera negra lo atendiera.
Se defendía a las patadas.
Todos los días,
incluso los domingos, recibía la visita de su hijo. Cucharada a cucharada, él mismo
le daba el almuerzo. Era un hombre amable, también era profesor. Solo en los
momentos de visita de su hijo era posible ver en el rostro de Mister Tigre
alguna huella de humanidad.
Al verlo, Roberto
pensaba que así habría sido Hitler cuando viejito.
Su única oportunidad
para vengarse era en la sala de recreo. Roberto veía a Mister Tigre dormido
sobre su silla de ruedas, se acercaba, conectaba lo más cercano posible la
ruidosa brilladora de pisos y Mister Tigre se despertaba, gruñía, y escupía sin
saliva su desgracia.
XI. Las luces de los carros
“Ese río estaba muy
hijueputa de crecido. Eran por ahí unos cincuenta metros. El último que pasó, más
por compromiso económico que por solidaridad, fue el guía. Hubo que amarrarlo, él
mismo se amarró y, sin embargo, el agua lo arrastró como veinte o treinta
metros. Podíamos dejarlo ir, pero no nos convenía que se ahogara”.
“En media hora, más o
menos, reanudamos la marcha; ya con el guía recuperado. Por momentos, nos
ordenaba lanzarnos al suelo, cuando sospechaba la presencia de alguien.
Aproximadamente a la una de la mañana
llegamos a las afueras de un pueblo, El Carmen, donde esperaba un camión. Ya estábamos en territorio mexicano”.
“Yo iba con el guía y tal
vez porque éramos de la misma edad, me dijo ‘pase usted primero’. Uno a
uno, fuimos corriendo desde los árboles,
como una cuadra, para subir al camión. Había
pocas casas cerca. Era la entrada o la salida, según se fuera o se viniera”.
“Una vez estuvimos
todos juntos se bajó la carpa del camión y arrancamos, atravesamos el pueblo. A
la salida, o a la entrada, según se va o se viene, Crispín se bajó en el retén
policial. Habló con la guardia, pagó lo convenido, se quedó ahí con los
policías y nosotros seguimos en el camión”.
Más adelante, en
plena carretera, los hicieron bajar. El camión tomó el camino de regreso.
Quedaron en medio de una carretera desolada, con enormes maizales a lado y
lado, bajo la lluvia que no cesaba. Al marcharse, los hombres del camión les
dieron instrucciones de esconderse entre
las matas si veían a lo lejos las luces de algún carro.
Así lo hicieron
cuando volvió el camión con otros
“mojados” para proseguir el viaje.
No habían recorrido
mucho, cuando una patrulla policial los alcanzó. Los policías habían sido
informados de que los coyotes querían pasar, a escondidas, personas por las que
no habían pagado. Largos minutos duró la discusión, hubo insultos y amenazas. Al final, los
coyotes debieron pagar una multa, ayudados por los viajeros.
Días después supieron
que al soplón lo habían matado en Tuxtla.
Más adelante, el
viaje en camión había terminado. Sabían que durante varias noches caminarían,
pero no tenían idea de lo que eso
significaba.
XII. Un límite de tiempo
“No sería capaz de
definir la vida. Creo que es subsistir,
permanecer. En términos filosóficos, ¿qué
es la vida? Yo diría que es la
permanencia dentro de un límite de tiempo”.
“Es necesario luchar
por ella. Esa permanencia para el ser humano implica un esfuerzo por
sostenerse. Hay que luchar, es la ley de la supervivencia. Permanece quien
lucha, perece quien se entrega”.
XIII. Ya viene la noche
A partir de ese
momento viajaron a pie. La carretera era
el punto de orientación. Caminaban separados varios metros entre sí para que
algunos pudieran huir en caso de que los capturaran. Los más recelosos y
desconfiados eran los tres hombres que
habían sido devueltos a Guatemala desde México.
Durante la noche, a
un ritmo de marcha que parecía un trote,
se turnaron para llevar a la niña de brazos. Cada uno la cargaba más o
menos media hora. Varias veces,
escondidos entre maizales, estuvieron a punto de ser delatados por su ya afónico llanto.
Como a las seis de la
mañana llegaron a un rancho camuflado en una hacienda.
Durmieron durante el
día. De alimento los coyotes les dieron sardinas y gaseosas. A las siete de la noche reemprendieron el
viaje. Caminaron toda la noche. Durante el trayecto debieron abandonar la
línea de la carretera y caminar por el monte porque había un reten militar. A las
cinco estaban en Zaragoza. Se hospedaron
en un rancho a las afueras del pueblo.
Allí durmieron ese día
y se quedaron hasta la noche siguiente.
Las mujeres venían muy cansadas y era preferible quedarse en el
rancho a verse obligados a suspender la
marcha en pleno camino.
A la noche siguiente
partieron. Dos coyotes los llevaron cruzando montañas, bajo una intensa
lluvia, hasta una represa. En un humilde
rancho esperaron un momento, mientras les acondicionaban una lancha.
XIV. Mister Black
Al empezar a trabajar
le habían advertido que tuviera cuidado con los líquidos que utilizaba. La advertencia había sido hecha en una forma
tan oficial que no había entendido muy bien porque se la hacían. Supuso que era
parte de la minuciosidad de los gringos.
Un día, cuando
terminaba su jornada, llegó al cuarto
donde guardaba sus elementos. Le
sorprendió ver allí, de espaldas a la puerta,
a mister Blank, un hombre que siempre vivía triste y malhumorado.
Lo vio tomar una de
las botellas de desinfectante. Lo vio destaparla. Tardó un instante en
comprender lo que pasaba, pero alcanzó a llegar a tiempo para impedir que
tomara.
Mister Blank lo miró
con tristeza. No le dijo nada. Se volteó con el rostro agachado y salió
caminando despacio, con un balanceo de
viejo muñeco al que ya las pilas se le están gastando.
XV. Caminar
Caminar. Dar un paso
primero y después dar otro, y otro y otro. Dar miles de pasos dejando al
cansancio rezagado. Caminar. Estar
atento al otro que camina unos metros adelante, no perderlo de vista, fijar la
mirada en esa espalda mojada y seguirla.
Seguir. Vencer los obstáculos. Llegar. Es eso lo
único que queda. Seguir. Sin permitirse más tiempo para pensar, para
sentir miedo o nostalgia. Seguir
impulsados solamente por el afán de llegar.
Proteger a la niña.
Evitar que se moje. Cantarle en voz baja
para hacerle menos duro el primer camino
duro de su vida.
Pensar en esa
gente. En un grupo de seres distintos
unidos por un objetivo. Persona fugadas,
mujeres abandonadas, tal vez uno que otro sicario, algunos pensando en llegar a
conseguir pronto dinero a cualquier costo,
otros deseando trabajar con honradez,
todos viajando, unidos en esas
largas caminatas, en los largos
silencios de los días en los ranchos, en la lluvia y los relámpagos, en la niña
que duerme llevada por un hombre que le pide a sus pies que continúen
caminando.
XVI. De la “chamba”
Al cruzar la represa
arreció la tempestad. Un fuerte oleaje sacudía la chalupa de diez metros de
largo. Algunos empezaron a temer que caerían al agua.
“Creo que ahí fue
cuando el amigo Javier se arrepintió de haberse metido en esa travesía. Era el
que más manifestaba su temor. Gritaba,
pedía continuamente al que estaba dirigiendo la barca que se orillara.
Estaba prácticamente histérico”.
A raíz de eso le pusieron un apodo:”Aquaman”.
Así lo llamaron hasta el final. A Roberto le decían “el abuelo”.
Tardaron tres horas cruzando la represa.
Llegaron a Rizos de Oro después de caminar dos horas más. Se hospedaron en una casa de la calle
principal. Allí pudieron lavar su ropa, comer, ver televisión y descansar. La única recomendación que les hacían era no
salir a la calle.
En Rizos de Oro les
tocó ver la fiesta de la Independencia de México, la celebración del grito de
Morelos, el 16 de septiembre. Roberto y sus compañeros vieron los desfiles por entre los estacones que cercaban el patio
de la casa.
Ese día en la noche reanudaron la
marcha. Esta vez los acomodaron en la
parte trasera de una camioneta. En el
espacio donde irían cuatro personas, viajaron 17. “Íbamos como cigarrillos y
además tapados con una lona, corriendo el riesgo de asfixiarnos”.
“Teníamos que
levantar un poquito la lona para poder respirar. Saliendo de Rizos de Oro a las
ocho de la noche, llegamos a Tuxtla Gutiérrez
a las 4 y media de la mañana”.
En el camino los
detuvo una patrulla policial. Un muchacho sacó la cabeza por encima de la lona
y con acento mejicano les dijo que venían de “la chamba”. Los policías los
dejaron seguir pronto, andaban detrás de una banda de un carro blanco que había
hecho un asalto.
“Tuxtla es una ciudad
como Sincelejo. Llegamos a las afueras, a una casa donde, por lo que pude
analizar, llegaba más de un coyote con su gente. Todas las piezas estaban
copadas, no en camas, sino colchones
tirados en el suelo. Tuvimos que dormir en los corredores traseros, sobre
cartones. Recuerdo que Vladimir se acostó al lado mío y al apoyar la cabeza ya
estaba dormido. Todos caímos como
dopados. A ninguno de nosotros le importó la lluvia que nos mojaba. Esa si fue
una dormida triste”.
XVII. Los obstáculos
“¿Miedo? No. En el
viaje corría un riesgo y sabia lo que podía pasar. Estaba consciente de que, máximo, me podían
detener y regresar”.
“Nunca vi a nadie
rezando. Ni siquiera a la mujer que llevaba a la niña. Tal vez la gente no se acuerda de esas vainas
por la misma tensión. Solo importa el objetivo que se fija, ese objetivo está
libre de cualquier influencia externa”.
“En el camino pensé
en escribir la historia, desde cuando salí. En el momento en que llegué, lo
primero que hice fue tratar de recuperar y construir las imágenes de lo que
había vivido; no como un instrumento para explotarlo luego, sino como una
tradición para dejársela a las generaciones que me van a seguir, con el fin de
que ellos se den cuenta de que nada es gratuito, que por fácil que parezca una
cuestión es necesario encontrar y vencer los obstáculos que se puedan
presentar”.
“No creo en los
caminos limpios de obstáculos, hay que irlos enfrentando y salvando”.
“Para mí sólo puede
encontrar un camino limpio y libre el que no aspira a luchar, y el que no aspira a luchar es al
que arrastran, al que lo llevan”.
“Yo creo que por eso
es que los herederos del poder en este país nunca entienden a su pueblo, porque
el pueblo necesita abrirse el camino, y los herederos del poder encuentran los
caminos abiertos”.
XVIII.
Roberto
En Tuxtla salieron en grupos de tres o
cuatro a hospedarse en hoteles. De allí partieron al día siguiente para el
aeropuerto, pero el vuelo fue cancelado por el mal tiempo y debieron quedarse
un día más.
“Allí surgió la
necesidad de ocultar a los negros que viajaban con nosotros, Omar y otro joven,
porque en México casi no hay negros. Cuando viajamos por la ciudad debían
acostarse en el piso del taxi. Al llegar
al aeropuerto sabíamos que las autoridades iban a detenerlos para simular que hacían un control, pero ya
habían recibido dinero por dejarlos pasar”.
El vuelo a ciudad de
México duro casi dos horas. Al salir del aeropuerto Roberto tomó un taxi,
recordó los consejos de Gabriel en Guatemala y pidió que lo llevaran al hotel
Costabrava. Cuando se estaba registrando vio llegar a Javier. Le había pedido a otro taxi que lo
siguiera. A partir de ese momento nunca
se le separó. Se aferró con fe ciega a Roberto, sabía que siguiéndole tenía más
oportunidades de llegar.
Desde el hotel debían
ponerse en contacto con otro coyote al que llamaban “El Enano”, quien les llevó
al hotel unas hojas con el escudo, la bandera y el himno de México.
“Nos hizo aprender
tres estrofas y el significado de los símbolos patrios: el águila y la
serpiente en el escudo son la unión de la tierra con el aire dentro de la
tradición azteca. Nos explicó todo eso
para que, en caso de que nos detuviera la policía, afirmáramos que éramos
mexicanos, mientras nos gestionaban los documentos”.
Al día siguiente “El
Enano” llevó a Roberto a Cicodito, un pueblo al norte de Ciudad de México. Allí, en las mismas oficinas gubernamentales,
le expidieron documentos oficiales como motorista. Allí recibió el nombre de
Roberto.
XIX. La pluma de Mister Parker
Era gruesa, brillante
y su punta dorada era como el pico de un alcatraz.
Las pocas veces que
conversaron, Mister Parker lo trató amablemente. En los pasillos o la sala de
recreo lo saludaba. Cada vez que lo veía sonreía.
Era evidente que su soledad lo obligaba
a ser amable.
Una tarde,
conversando con Roberto, sacó de su bolsillo la hermosa estilográfica que
hacían en su fábrica, destapó su pico de ave y le pidió a Roberto una hoja de
papel.
Con mano temblorosa,
tratando de recordar la forma de las letras, Mister Parker escribió una breve nota en el
papel.
Luego se lo entregó a
Roberto y le dijo: “For my daughter. If you don’t like to work here, you have a job in my
bussines”.
Murió al día siguiente. Roberto tenía
todavía en un bolsillo del uniforme su recomendación.
XX. No olvides tu nombre
- ¿What´s your name?
-Rebeca.
-No, señora, su
nombre es María.
-My name is Rebeca.
-Ahora su nombre es María.
-¿Por qué?
-Porque ese es el
nombre que figura en su pasaporte.
-Llevo setenta y
siete años llamándome Rebeca.
-Ahora se llama María.
No se preocupe, solo es mientras pasa, después puede volver a llamarse Rebeca.
-My name is Rebeca.
Roberto escuchaba
divertido la conversación entre la viejita con su esposo y el último coyote
mexicano.
Tres horas antes había llegado a Tijuana desde México en
bus. El viaje había durado 48 horas
continuas a través de veloces autopistas. Habían atravesado medio país. Una
sola vez en el camino los detuvieron, pero Roberto y sus compañeros presentaron
documentos mexicanos. Se bajaron en Mexicali, un pueblo anterior, no en el propio Tijuana,
donde la vigilancia era mayor.
Al llegar a la casa
les tomaron una foto con una Polaroid.
Unas horas más tardes los coyotes regresaban con pasaportes legales de
pobladores de Tijuana que tenían permiso para entrar a trabajar por horas al
otro país.
Algunos pasaportes
eran más fáciles que otros. Se trataba de encontrar a alguien con fisonomía y
edades similares a las del que viajaba.
Fue fácil encontrar
un doble de Roberto. Un hombre, alto, delgado, de rostro aguileño, bigote y
llegando a los cincuenta.
Al ver el pasaporte
Roberto se sorprendió. “Ese hijueputa era tan parecido a mí, que yo creí que
era yo”.
Tardó poco en aprenderse
el nombre. Viajaban cada uno en un carro, acompañados sólo por un chofer. Al
llegar a la frontera debían decirle al guardia que iban al primer pueblo a
mercar, y decir el nombre del pasaporte si se lo preguntaban. Era domingo, ese día miles de mexicanos pasan
al otro país a hacer las compras.
Al salir escuchó que
seguían preparando a la anciana para el paso.
- ¿Your name?
- Rebeca.
-¡Your
name is María!
XXI. Mrs. Lovell
Mrs. Lovell tenía
siete hijos adoptivos. Eran de distintas
nacionalidades.
A los noventa y dos
años leía sin gafas y manejaba ella misma sus cuentas bancarias.
Frente a su cama, la
pared estaba llena de fotos. Allí estaban sus hijos adoptivos y sus nietos.
En otras de las fotos
en la pared, una joven y bonita Mrs. Lovell descendía de jets privados envuelta
en abrigos de pieles o sonreía desde asoleadas cubiertas de cruceros.
Sólo una hija la
visitaba, “la chinesse”, y ni a ella
le permitía comerse las frutas que guardaba para “Mister Roberto”.
Si Roberto dejaba de
ir a su cuarto durante varios días, al volver encontraba las frutas acumuladas,
las manzanas y los bananos, los duraznos y las fresas que una amable Mrs. Lovell
le guardaba con cariño de adoptado.
XXII. Izquierda y derecha
Luego del paso de la
frontera, el paso más sencillo de todo el viaje, Roberto y sus compañeros se
reunieron en una casa en San Diego.
Allí los coyotes
habían retenido a una mujer que no tenía para pagar la última parte de su
viaje. Poco después, en Santa Ana, supieron que la mujer pudo seguir su viaje
porque el padre de la niña de siete meses, que fue a recibir a su esposa y a su
hija, pagó lo que faltaba.
En la casa de San
Diego les hicieron cambiar de ropa y ponerse unos trajes con los que serían
identificados en la estación del tren en Santa Ana.
Aquí las cosas eran a
otro precio. Aquí las autoridades no aceptaban sobornos y simplemente encarcelaban y deportaban. Ahora
más que nunca era necesario pasar desapercibidos, confundirse con la masa fluyente de seres diversos.
Las instrucciones
eran claras. Tomar el tren para Santa Ana, bajarse en la tercera estación, tomar por el pasillo de la izquierda y luego
voltear a la derecha, donde alguien haría señas.
En el tren viajaron
en vagones separados. Casi ni miraron el paisaje. Estaban obsedidos por llegar.
La ansiedad tenía sus nervios a punto de reventar.
Se bajaron como autómatas. Caminaron
por el pasillo indicado. Roberto iba adelante, le seguían Javier y la mujer con
el hijo de doce años. De un carro de una tapicería les hicieron señales.
Roberto pensó que ese hombre que lo llamaba y le sonreía bien podía ser un
agente de inmigración que los pescaba.
Pero como no tenía
alternativa, se acerco al carro. Le hicieron subir junto con los otros a la
parte cubierta de la furgoneta.
Cinco minutos
esperaron a Vladimir.
Roberto sintió que nunca
más volvería a saber de su amigo de viaje.
El coyote de Santa
Ana no podía esperar más tiempo. Cinco minutos y no más, “el que se quedó se
quedó”.
Y se quedó Vladimir.
Algo en su recorrido falló, alguna instrucción olvidó.
Roberto supo que se quedaría sin
conocer el destino que corrió. Siempre nos estamos despidiendo sin saberlo.
XXIII. El llanto de Mrs. Jorman
“Con la que mejor la
iba era con Mrs. Jorman. Esa señora era una ancianita como de 89 años y era muy
amable conmigo”.
“Le gustaba que charlara con ella
cuando entraba a su cuarto. Hablábamos
mucho. Siempre que nos veíamos conversábamos, del clima, del mundo, de
nosotros”.
“Yo le llevé un paisaje de Colombia y lo tenía
enmarcado. Era un paisaje de Cartagena”.
Era un atardecer
entre rosa y naranjado, con un coche llevado por un hombre que se había volcado
hacia adelante para no quedar por fuera de la foto, cubierto por el tronco de
una de las palmeras. Era un extraño atardecer repleto de palmeras, de reflejos
en asfaltos y de soles cabalgando sobre coches.
Cuando Roberto dijo
que se marchaba, que el llamado de su tierra lo agobiaba, que se regresaba
porque se regresaba, Mrs. Jorman lo miró un largo rato en silencio.
Las ganas de charlar
se habían marchitado.
Un temblor empezó a
sacudir levemente su cuerpo cansado y al momento sus ojos se rompieron como
grandes ventanales.
Y lloró. Lloró
desconsolada. Lloró como se llora cuando no hay más esperanzas, como un niño al
que le quitan la alegría, como un ser al que la vida le han robado, como un
sueño abandonado.
Lloró y se quejó,
pero no hizo reproches. Sólo le decía que sabía que nunca más lo vería.
Y hasta la muerte lo
estuvo recordando cuando miraba al jinete que se iba con el sol sobre su coche.
XXIV. Un cielo de otoño
Ahí estaba. Como
alguien a quien le llega el momento de la muerte sin saber porqué ha luchado.
Allí, cuando lo tenía
todo y no tenía nada, empezó a sentir el frío delgado del otoño atravesándole
el vestido.
Y sintió también
miedo y cansancio y soledad.
Y hasta ganas de
llorar.
Y, mirando el fondo
frío de su taza, pensaba.
Pensaba
en el temor. En la tardanza. Miraba el transcurrir en oleadas de la cafetería. Pasajeros
llegando, personas matando su tiempo en espera del momento de abordar.
Pensó en la llamada
que les hizo de San Diego, anunciándoles el vuelo en que llegaba. Pensó en la
presurosa despedida, cuando cada uno se marchó en un avión distinto, el de
Houston, el de New York o el de Chicago.
Miraba con creciente
desconsuelo ese teléfono que no sabía
usar. El aseador que hablaba español se había marchado hacía rato. Más de tres horas llevaba esperando.
Algo le impedía
pensar en los últimos sucesos. Sentía que hasta no superar este último trance
no tendría la tranquilidad para enfrentar el recuerdo.
Pensó en ese grupo de
personas con quienes viajó, un grupo de seres disimiles unidos en lo adverso
por el único y común deseo de llegar.
Pensó en su vida. Pasó
por encima de todos sus años.
Recordó con nostalgia
a su abuelo, ese hombre al que nunca olvidaba. Recordó que él también era
abuelo, que en Colombia se había quedado su único nieto.
Recordó aquella frase
de Gorki.
Pensaba en el
regreso, cualquiera que éste fuera, cuando un hombre se acercó hasta su mesa,
le preguntó su nombre y le pidió que lo siguiera.
Su familia lo estaba esperando
afuera. No habían entrado hasta el muelle porque también eran ilegales.
Confundieron el nombre de la aerolínea con otro parecido y lo habían ido a
esperar al lugar equivocado. Tres horas habían tardado en encontrarlo.
Roberto sentía un
enojo sin fuerzas que ya no tenía sentido.
Subieron a un auto,
se besaron y hablaron.
Y tomaron por una
autopista muy amplia llevando a un Roberto Ramírez exhausto, dormido despierto,
observando los cambios que el tiempo produjo a los suyos, recordando retazos de
viaje, preguntándose cuándo sería el regreso, y viendo la gran autopista, un
cielo de otoño y carros que corren veloces, que pasan fugaces.
El Universal, Dominical
Enero 31
de 1993
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