viernes, 3 de abril de 2015

El afán de llegar

Tal vez no está de más decir que los hechos que aquí se cuentan sucedieron en la realidad. La persona que los vivió aparece con uno de los nombres que recibió a lo largo de su viaje. Su nombre verdadero ha sido omitido. Las demás personas y lugares conservan sus nombres originales.

Trabajo ganador del Gran Premio Antonio J. Olier de periodismo (Cartagena, 1994) e incluido en el libro Años de fuego: Grandes reportajes de la última década (Planeta-Semana, 2001)


  
I.                  Todo puede pasar
            Ahí estaba.  Había llegado.
Sentado en una cafetería del aeropuerto La Guardia, de Nueva York, tomando uno de los dos cafés que bebería durante su incierta espera, sintió como si despertara de un largo sueño y como si al despertar el sueño continuara.
Estaba en “la ciudad del diablo amarillo”, como la llamo Gorki, y sus cansados sentidos no podían considerar la idea de creerlo.
Durante veintidós días había hecho un viaje que bien podía llamar una odisea.
Veintidós días de peligros y caminos tortuosos. Veintidós largos días arriesgando la vida, burlando autoridades, caminando en las noches lluviosas o estrelladas de una  Centroamérica vista en una forma extraña.
            El viaje que iba a durar solo una semana se había prolongado casi un mes y poco a poco lo había ido despojando de todo, de un pequeño equipaje, de sus últimos vestigios de inocencia, de su última ignorancia de la vida.
 Al final, después del avión que casi se cae, después de patrullas policiales y ríos caudalosos, tal vez en medio de una de esas eternas noches caminando, cargando un bebe de siete meses que llora desconsolado, o tirándose a rastrojos oscuros para esconderse de un carro que con sus luces anuncia que se acerca, tal vez durante la tormenta cruzando la represa, o en el momento de aprenderse el nombre que le permitía pasar la última barrera, o tal vez en ese mismo instante, esperando en vano a su familia en el aeropuerto, las fuerzas lo abandonaron por completo y el viaje lo continuo una extraña obsesión  de persistir, un afán de llegar, sin saber muy bien que haría después que llegara.
Ahí.  En ese muelle de aeropuerto infinito, tratando infructuosamente de marcar un teléfono  -porque la vocecita grabada daba las instrucciones en inglés– sintiendo el insuficiente alivio de hablar con el aseador  del restaurante  –un hispano que lo tranquilizó y le dijo que se sentara a esperar porque si él salía a buscarlos tal vez nunca se encontraran-,  temiendo que cada persona que lo miraba era un agente de inmigración, transcurrieron tres largas horas en las que Roberto Ramírez se dejó alcanzar por su cansancio, por su tristeza y por un miedo que lo hacía temblar  al tomar cada sorbo de café frio.
“¿Y si me cogen?”, pensaba. “¿Pasar por esa odisea para que me cojan cuando llegue?, la vida no puede ser tan absurda”.
Y las posibilidades de que lo “cogieran” aumentaban con el paso de las horas. Y más personas se fijaban en él, en su aspecto de recién llegado que no se decide a abandonar el aeropuerto.
Y el miedo nubló la mirada de Roberto.



II.             En la Unidad Médica
Más de cien personas vio morir en el hospital para ancianos, al norte de Nueva York. Durante dos años trabajo en ese lugar.
Poco después de su accidentado viaje Roberto había obtenido un primer trabajo  sin tener los documentos. Debía hacerle mantenimiento a los apartamentos que administraba una agencia de arrendamientos.  Conoció la nieve paleándola y muriéndose de frío.
 Más tarde resultó el empleo en la ciudadela de ancianos. Era un trabajo suave. Las horas transcurrían descansadas aseando los doce  cuartos a su cargo en la Unidad Médica.
La ciudadela era un enorme edificio en una zona semicampestre, 80 millas al norte de Nueva York.  En los pisos superiores había 250 apartamentos. Cada apartamento tenía sala, comedor y dos alcobas.
Allí llegaban cansados, arrugados y generalmente enojados, los hombres y mujeres  que habían sido los dueños de un país que empezaba a quedar en otras manos.
Los ancianos vivían amplios y cómodos, solos o en parejas, cuidadosamente atendidos por un numeroso personal. Hasta que la muerte empezaba a llamarlos a gritos y se debilitaban y llegaban, tratando de ser optimistas, a su último peldaño, a la Unidad Médica: de donde pocos salían, donde un descansado Roberto Ramírez seguía aprendiendo de la vida.
“El primer obstáculo que uno se encuentra es el idioma, pero a medida que se va relacionando uno adquiere ciertos conocimientos que le permiten desenvolverse”.
“Debía barrer los cuartos de los pensionados, trapear, poner todo en orden. Era un trabajo realmente descansado. La remuneración,  comparada con lo que uno podría ganarse en Colombia equivalía, para ese momento, a igualar el sueldo de un gerente de banco con el sueldo de un aseador de inodoros”.
“Entré devengando 280 dólares a la semana, pero si trabajaba festivos o tiempo extra (“Overtime”), podía tener 350, 400 dólares semanales, lo que equivalía aproximadamente a un millón de pesos al mes”.
“A algunos de los ancianos los trate más tiempo que a otros. Unos entraban y duraban ocho o quince días, otros podían durar un año”.
“Durante el período que estuve puede decirse que todo el personal se renovó más de una  vez. En la Unidad Médica había 59 piezas, pero generalmente se mantenía copada. Allí tenían una sala de recreación, aunque a la mayoría los movían las enfermeras en sillas de ruedas”.
“Yo charlaba con todos ellos. A pesar del  poco inglés que hablaba, ellos me entendían. Les lleve fotografías de Colombia y les hablé de mi país”.
“Muchas veces me preguntaron: ‘¿you like this country?, y yo les respondía: ‘Si, pero quiero más al mejor país del mundo’ ”.
“Y ellos entendían y llegaron a convencerse, los que más tiempo estuvieron en comunicación conmigo, de que yo añoraba regresar a mi país”.

III.  El guía
Todo empezaba en Colombia.
Roberto Ramírez había sido profesor del Sena en Medellín y en un momento de su vida tuvo un futuro brillante.
Luego, inconstante y rebelde, había errado de puesto en puesto, se había aventurado en muchas partes, llevado solamente por el afán de vivir.
Estuvo ilegal en Venezuela, trabajó de topógrafo en Cerromatoso,  fue profesor de la escuela pública de un pueblito llamado Puerto Rico, en el Caquetá, donde a la gente la mataban por las hojas de los árboles. Vivió un tiempo en Zaragoza, caminaba entre las ruinas ostentosas que dejaron las colonias que llegaron con las fiebres de un metal.
Su misma inconstancia había enseñado a su familia a aprender a subsistir sin esperar. Su esposa y una de sus dos hijas habían sido las primeras en armarse de valor y conseguir, pagando por ellas, las visas para viajar. Ahora él las extrañaba.
Agotó el primer recurso que fue ir a la embajada en Bogotá: “pero allá solo le dan la visa al que tiene plata, al que puede ir a gastarla”.
Averiguó con los tramitadores de los alrededores de la Embajada y le cobraban un precio muy alto por una posibilidad incierta.
Quedaba solo un recurso, el del famoso hueco, un hueco que en realidad son un montón de huecos.
Preguntando en la calle dio fácilmente con una agencia de viajes por el hueco.  Le ofrecieron un cómodo y seguro plan que solo tardaría una semana para llevarlo a la meta y que iba pagando a medida que avanzaba. El plan tenía una garantía adicional: si por alguna razón lo devolvían, la empresa se comprometía a volverlo a mandar sin cobrarle un sobreprecio.
“Va a ser como si lo llevaran de la manito”, mentía tranquilizador el primero de la cadena.
Primero debía viajar a San Andrés. Llegaba  allí con su propio pasaporte y una visa para ingresar a Guatemala.
Al llegar a San Andrés buscó a la persona que desde Colombia le habían dicho que buscara. Estaba en un hotel. Era un hombre de Cali llamado Vladimir.
Roberto se sentó en una cafetería con Vladimir y empezaron a hablar generalidades: de la isla, del clima de las últimas noticias. Por fin, las preguntas de ambos empezaron a ser más curiosas, cada uno quería que el otro le dijera cuanto antes el paso que seguía.
Pronto descubrieron la verdad. Cada uno pensaba que el otro era el guía.
No había ningún guía. Nadie los llevaría “de la manito”.

IV.  Bye bye Bob
Nunca supo porqué se tomaban de la mano en el momento de la muerte. Nunca tuvo el valor de preguntarlo, y la única vez que oyó hablar de ese gesto fue en un inglés reflexivo y complejo.
Lo cierto es que, aunque hubiera estado viendo viejitos muertos cada pocos días, aunque más de una vez le hubiera tocado asistir a ese último resuello que tanto le intrigaba, este instante tenía un valor especial, una tristeza especial.
Bob se moría. El agente viajero que había llegado sonriente y efusivo a la Unidad Médica, se marchaba.
            Durante varios meses vio apagarse su entusiasmo. Al final Bob sólo fue un rostro apesadumbrado. Ya no le daba palmadas en el brazo para llamar su atención y saludarlo, ya no le decía “Hi” con una voz que presumía de saludable.
Se iba ese niño malicioso de 91 años que algunas veces le anunciaba con los ojos que iba a jugar de nuevo, que iba a intentar escapar del hospital en la silla de ruedas, para luego ser alcanzado y regresado por enfermeras agitadas.
Se iban sus preguntas sobre patrias y amores.
Se apagaba esa llamita mientras en otro lugar otra llama se encendía.
Dejaba de sufrir el exagente viajero, en un círculo de manos aferradas, de manos delgaditas de enfermeras, de manos arrugadas y callosas, en un círculo de manos que le hacía menos dura la partida, la apagada.

V.   Ojalá se caiga este avión
El avión de Sam, procedente de San Andrés, aterrizo en San José de Costa Rica a las ocho de la noche. Debía hacer una escala de pocos minutos.
Unos ticos alegres y ebrios se subieron al avión. Se hacían sentir. Uno de ellos dijo en broma: “Ojalá se caiga este avión” y sus compañeros rieron a carcajadas.
El avión despegó.  Iba rumbo a Guatemala en una noche de principios de septiembre del año 89. De pronto algo se apagó, algo dejó de sonar como venía sonando. Los pasajeros se miraban sorprendidos ante esta tenebrosa manera del silencio. Pronto,  una voz que difícilmente ocultaba su agitación, pidió tranquilidad. Dijo, de la forma menos alarmante posible, que un motor había fallado y que sobrevolaría la ciudad durante varias horas gastando el combustible.
De aterrizar llenos de combustible corrían el riesgo de estallar.
Un silencio profundo salió de las gargantas de los pasajeros, que se miraban aterrados.
Roberto Ramírez se olvidó por un momento de que podría morir y sonrió viendo la culpa en los rostros de unos ticos asustados.
       
VI.  El cementerio de las maletas
Nadie los esperaba en Guatemala.  Buscaron un hotel en el centro. Un teléfono que les dieron en Colombia los puso en contacto con Gabriel.
Les dijo que pasaría al día siguiente por ellos y  mientras tanto recorrieron el centro de la ciudad.
“Guatemala contrasta mucho con Costa Rica. Entrar a la capital de Guatemala,  es llegar a cualquier mercado público de nuestro país y encontrarse con todas las vivencias de las clases media y baja de las ciudades latinoamericanas: el desorden,  la suciedad,  la inseguridad, el afán de lucro, la intolerancia, la lucha de supervivencia,  que no ponen límites morales ni religiosos. Es una amalgama donde se lucha por la supervivencia: así es Guatemala”.
“En Guatemala, como en Medellín, como en Bogotá, como en Cartagena, como en todas partes, se encuentra el mercado negro de los dólares. La oferta de llevarlo al otro país existe igual que en Colombia; salvo que,  por estar más cerca a la frontera, es más evidente: ‘¿Lo pasamos?, ¿pa’ dónde va? ¿Va para México? A la cuadra del palacio de Gobierno prolifera la prostitución, el mercado negro de la moneda, la droga, los atracos”.
“Al día siguiente llegó Gabriel al hotel, un tipo joven con pinta de ejecutivo en un carro último modelo.  Nos llevo a su casa en un barrio residencial de Guatemala y nos alojó aproximadamente tres días.
“En su casa había un ama de llaves que nos atendía en lo que necesitáramos. Teníamos servicio de teléfono para llamar a Colombia. Todas las comodidades”.
Uno de los cuartos de la casa llamó la atención de Roberto. Estaba repleto de maletas. Una noche, hablando con Gabriel mientras tomaban unos tragos, le preguntó por qué había tantas maletas.
“Gabriel (un exrepresentante de ventas que había cambiado su profesión por la de “coyote” o “pollero” y al parecer triunfaba) le contó que muchos de los que se decidían a pasar por el hueco llegaban hasta allí cargados de maletas. Pero cuando comprendían, o les hacían comprender, que en adelante tendrían que seguir a pie durante varias noches, entendían que resultaba imposible llevar el equipaje, que corrían el riesgo de dejarlo tirado en cualquier parte.
Gabriel los tranquilizaba y les decía que después podían volver a buscarlo si lo dejaban en esa casa.  También debían dejar allí, o enviarlos a sus ciudades de origen, todos sus documentos.  En adelante serían ilegales, no tendrían ni identidad, ni nacionalidad, si alguien preguntaba debían decir que eran salvadoreños.  Más tarde fueron mexicanos.
Gabriel lo llevó al cuarto con las maletas.  Le habló de las esperanzas que empiezan a resignarse al dejar esas bolsas en las que aún hay vestigios de hogar. Le hizo ver el lujo de algunas de ellas, la modesta humildad de las otras.
Se alejó diciéndole que las abriera, que escogiera  dentro de ellas lo que necesitara.
Roberto tomo unas toallas.

VII.  El desequilibrio
“Si aquí abrieran las puertas para que saliera con libertad  todo el que quisiera abandonar el país, no por abandonar el país, sino por la necesidad, más de la mitad de Colombia estaría afuera. Tenga la absoluta seguridad”.
“Para mí, ser ilegal no representó un conflicto personal. Conflicto, sí, frente a otras autoridades y frente a un sistema, es lógico”.
“Siendo ilegal, el que delinquía no era yo. Para ese Estado yo era un delincuente, pero para mí era delincuente mi Estado que me obligaba a escudarme allá. No hablo de patria, hablo de sistema, hablo de Gobierno”.
“La patria es el abrigo del alma. Está hecho de recuerdos, de vivencias, de sueños, de ilusiones, de legado de hogar, de calor, de cariño, de cosas que se van perdiendo a medida que el medio las ahoga”.
“De una cosa me pude dar cuenta allá, de que cuando llega una persona joven se adapta más fácil al nivel de vida y olvida su país, algunos hasta reniegan de él”.
“Pensaba que tal vez era consecuencia de las mismas injusticias que se vivían aquí y que si uno, de una edad avanzada, entiende pero no acepta,  los jóvenes ni entienden ni aceptan que haya ese desequilibrio, que es quizá una de las razones que explican la violencia en el país y la indiferencia por el sentido de patria de los que se van”.

VIII.  My Baby
Nadie visitaba a Mrs. Smith. Tenía ciento un años y un cáncer en la nariz.
A pesar de que no estaba en uno de los cuartos que Roberto debía limpiar, él entraba siempre a saludarla.
Durante los dos años, nunca vio que la visitaran. Fuera de las enfermeras que estaban obligadas a atenderla o del médico, cuando las cosas se agravaban, solo él se acercaba hasta su cama.
Le gustaba estrechar la manito pequeñita y arrugada de esa anciana que sentía revivir con la descarga de energía que él le daba.
Cada vez que él entraba a su cuarto, la anciana señora Smith encontraba una razón para vivir.  Levantaba una mano temblorosa y la pasaba por su pelo mientras decía “My baby” y sus breves ojos grises se mojaban como nieve pisoteada.
Las veces que olvidó entrar a saludarla y siguió de largo por el pasillo, pudo escuchar su grito centenario, su llamado de niño abandonado:
-Mister… Mister… -salía a perseguirlo la vocecita de Mrs. Smith.
-Señor…Señor… -gritaba en un mal español.
-Monsieur… Monsieur… -ensayaba como último recurso, para luego sentir que volvía a la vida al ver que Roberto atendía el llamado y entraba sonriendo por la puerta de su cuarto.


IX.     “El Paso del Diablo”
Cincuenta metros de agua enfurecida los separaban de México. Era la noche de un miércoles. Habían salido de Mesillas a las seis y media de la tarde, tras mucho insistirle al guía, que se negaba a partir porque la lluvia no amainaba.
“Mesillas era un caserío como los pueblos de frontera de aquí, como Puerto Santander o como Acandí”.
“De la casa de Gabriel en Guatemala salimos un domingo a las seis de la mañana por una carretera destapada. Viajamos de ocho de la mañana a seis de la tarde en bus intermunicipal”.
“En el camino se veían pueblitos indígenas,  con el mercado normal de un domingo. En cada uno de ellos el bus hacia estación”.
Allí empezaron a sentir que el viaje no era expreso. Empezaron a entender que tendrían que estirar más y más la paciencia, cada vez que el bus se detenía en la plaza de un nuevo pueblo y se acercaban vendedores y se apagaba el motor.
“El camino estaba lleno de maizales a lado y lado.  El pueblo que más maíz produce tal vez es Guatemala”.
Al salir de la casa de Gabriel,  el grupo de Vladimir y Roberto había aumentado. Ahora viajaban con ellos una mujer llamada Margarita con su hijo Diego, como de doce años, una señora con una niña de siete meses, un hombre llamado Javier y un muchacho de Buenaventura llamado Omar.
“En ese viaje nos acompañó un coyote guatemalteco, joven, como de 28 años, que tenía pinta de indígena. Conocía todo el trayecto y, cerca a la frontera, donde había un retén, se bajó, pagó algo al comandante de la guardia y seguimos. Al llegar a Mesillas nos metieron en una casona en las afueras, en la salida hacia la frontera”.
“Allí había otro coyote, se llamaba Crispín. Era un hombre como de 55 años, respetable y muy callado. Él debía llevarnos al primer pueblo mejicano”.
 “En la casa del coyote teníamos la alimentación y todos los servicios pero, eso sí, no podíamos salir al pueblo, a pesar de que la Policía de Inmigración iba a conversar con los coyotes y a cobrar la cuota por el paso. Los policías entraban la patrulla hasta el rancho y nos contaban para saber exactamente cuánto tenían que pagarles”.
“Ahí estuvimos como cuatro días porque estábamos esperando otro grupo de ilegales que debía pasar con nosotros y, además, porque el invierno, que estaba en toda la verraquera, no permitía que arrancáramos.  Había que cruzar un río y se necesitaba buen tiempo para pasar a pie sin peligro”.
“Cuando estábamos en Mesillas, como a los tres días, apareció Gabriel a darnos las últimas instrucciones”.
Antes de regresar a Guatemala, al día siguiente, Gabriel se despidió de Roberto. Le dijo: “no llegue a un hotel malo, o de dos o una estrella. Llegue a un hotel de cuatro o cinco estrellas. Váyase en México para  Holyday Inn, para el  Hilton o el Costabrava, que es donde no hay batidas”.
Gabriel se quedó con sus documentos. Luego, cuando llegara, Roberto lo llamaría para decirle a qué dirección debía enviárselos.
Ese mismo día por la tarde la gente empezaba a impacientarse. El grupo había aumentado ahora a once. Allí mismo se les habían sumado varios jóvenes, entre ellos unos de Itagüí que habían sido devueltos de México a Guatemala y los coyotes cumplían con el compromiso de volver a intentar pasarlos.
A pesar de que no dejaba de llover, entre todos obligaron al guía a llevarlos hasta el cruce del rio. Hasta ese momento el viaje se había prolongado más de lo previsto y, por lo que hablaban los que ya conocían el trayecto que seguía, aún faltaba la parte más difícil: un largo recorrido de varios días de camino que llamaban el “Paso del Diablo”.
Al salir de Mesillas le pidieron a Crispín que llevara cuerdas para atravesar el río. Caminaron cuatro horas bajo la lluvia. A pesar de que la policía guatemalteca de la frontera sabía que ellos intentarían pasar, el recorrido debía hacerse de noche para que los policías pudieran justificar  su descuido en caso de ser descubiertos.
Al llegar frente al rugido del agua en la oscuridad, el guía trató de devolverse. Pero ellos lo obligaron a continuar.
Omar, un negro fuerte y grande de Buenaventura, pasó el río nadando y ató la cuerda al otro lado.  Uno a uno fueron cruzando ese torrente que trataba de arrastrarlos.
Además de la cuerda amarrada por Omar, cada uno era atado a otra cuerda por la cintura, y sostenido por  los demás desde la orilla. En caso de soltarse de la primera cuerda, antes de morir quedaba la esperanza de la segunda cuerda.
Al final, del lado de Guatemala sólo quedaban Roberto, el coyote y la bebé de siete meses, cuya madre ya había pasado. Omar volvió desde la otra orilla, les pidió que le ataran a la niña a la espalda  y se metió al agua.
Iluminando con linternas era posible ver la lucha de Omar con el río. Con angustia que parecía durar horas, veían que el agua los cubría y pasaba por sobre ellos como por sobre rocas. Más de una vez llegaron a pensar que la niña había muerto ahogada.
Luego pasó Roberto.
Tal vez allí, barrido por las aguas furiosas de un río perdido de Centroamérica  –que quizá vio distraído en algún mapa cuando niño, sin saber que tendría que cruzarlo-, sintió la desolada convicción de que el hombre está solo, cruzando siempre un río caudaloso, aferrado a una cuerda, alentado simplemente por una extraña obsesión de persistir, un afán de llegar, sin saber muy bien qué hará después de haber llegado.
El último fue el guía. Lo pensó mucho, antes de arrojarse al agua. Vio a los “mojados” en la otra orilla, pensó que aún no había recibido ningún dinero por pasarlos.  Los imaginó perdidos y a oscuras si se decidían a seguir sin él. Se preguntó por qué tanta obstinación en esos colombianos,  por qué tanta premura por abandonar su tierra, y, luego de un suspiro, se metió al agua, y la corriente lo hizo soltarse de la primera cuerda, y otra cuerda, tirada por la esperanza, lo fue pasando despacio, poco a poco, lo trajo de río abajo, venció la fuerza del agua y lo llevó al otro lado.

X.  Mister Tigre
Le costaba trabajo recordar su nombre.  Para él era sólo Mister Tigre.
Juntando noticias entre el personal de la Unidad Médica, logró saber que se trataba de un pintor eminente que había enseñado muchos años en la Universidad de Yale.
Su rostro era huraño y amargo.
Cuando Roberto llegaba a arreglar su cuarto lo recibía con un gruñido.
A veces, cuando se distraía barriendo o trapeando, era regresado a la realidad por ese ruido lleno de rencor, por esa mirada diabólica, por esas manos grandes y crispadas como garras.
            Mister Tigre odiaba a los negros, a los judíos y a los hispanos. No toleraba que una enfermera negra lo atendiera. Se defendía  a las patadas.
Todos los días, incluso los domingos, recibía la visita de su hijo. Cucharada a cucharada, él mismo le daba el almuerzo. Era un hombre amable, también era profesor. Solo en los momentos de visita de su hijo era posible ver en el rostro de Mister Tigre alguna huella de humanidad.
Al verlo, Roberto pensaba que así habría sido Hitler cuando viejito.
Su única oportunidad para vengarse era en la sala de recreo. Roberto veía a Mister Tigre dormido sobre su silla de ruedas, se acercaba, conectaba lo más cercano posible la ruidosa brilladora de pisos y Mister Tigre se despertaba, gruñía, y escupía sin saliva su desgracia.

XI.     Las luces de los carros
“Ese río estaba muy hijueputa de crecido. Eran por ahí unos cincuenta metros. El último que pasó, más por compromiso económico que por solidaridad, fue el guía. Hubo que amarrarlo, él mismo se amarró y, sin embargo, el agua lo arrastró como veinte o treinta metros. Podíamos dejarlo ir, pero no nos convenía que se ahogara”.
“En media hora, más o menos, reanudamos la marcha; ya con el guía recuperado. Por momentos, nos ordenaba lanzarnos al suelo, cuando sospechaba la presencia de alguien. Aproximadamente  a la una de la mañana llegamos a las afueras de un pueblo, El Carmen, donde esperaba un camión.  Ya estábamos en territorio mexicano”.
            “Yo iba con el guía y tal vez porque éramos de la misma edad, me dijo ‘pase usted primero’. Uno a uno,  fuimos corriendo desde los árboles, como una cuadra, para subir al camión.  Había pocas casas cerca. Era la entrada o la salida, según se fuera o se viniera”.
“Una vez estuvimos todos juntos se bajó la carpa del camión y arrancamos, atravesamos el pueblo. A la salida, o a la entrada, según se va o se viene, Crispín se bajó en el retén policial. Habló con la guardia, pagó lo convenido, se quedó ahí con los policías y nosotros seguimos en el camión”.
Más adelante, en plena carretera, los hicieron bajar. El camión tomó el camino de regreso. Quedaron en medio de una carretera desolada, con enormes maizales a lado y lado, bajo la lluvia que no cesaba. Al marcharse, los hombres del camión les dieron instrucciones de esconderse  entre las matas si veían a lo lejos las luces de algún carro.
Así lo hicieron cuando volvió  el camión con otros “mojados” para proseguir el viaje.
No habían recorrido mucho, cuando una patrulla policial los alcanzó. Los policías habían sido informados de que los coyotes querían pasar, a escondidas, personas por las que no habían pagado. Largos minutos duró la discusión,  hubo insultos y amenazas. Al final, los coyotes debieron pagar una multa, ayudados por los viajeros.
Días después supieron que al soplón lo habían matado en Tuxtla.
Más adelante, el viaje en camión había terminado. Sabían que durante varias noches caminarían, pero no tenían  idea de lo que eso significaba.

XII.  Un límite de tiempo
“No sería capaz de definir la vida.  Creo que es subsistir, permanecer.  En términos filosóficos, ¿qué es la vida?  Yo diría que es la permanencia dentro de un límite de tiempo”.
“Es necesario luchar por ella. Esa permanencia para el ser humano implica un esfuerzo por sostenerse. Hay que luchar, es la ley de la supervivencia. Permanece quien lucha, perece quien se entrega”.


XIII.  Ya viene la noche
A partir de ese momento viajaron a pie.  La carretera era el punto de orientación. Caminaban separados varios metros entre sí para que algunos pudieran huir en caso de que los capturaran. Los más recelosos y desconfiados eran los tres hombres  que habían sido devueltos a Guatemala desde México.
Durante la noche, a un ritmo de marcha que parecía un trote,  se turnaron para llevar a la niña de brazos. Cada uno la cargaba más o menos media hora.  Varias veces, escondidos entre maizales, estuvieron a punto de ser delatados  por su ya afónico llanto.
Como a las seis de la mañana llegaron a un rancho camuflado en una hacienda.
Durmieron durante el día. De alimento los coyotes les dieron sardinas y gaseosas.  A las siete de la noche reemprendieron el viaje.  Caminaron toda la noche.  Durante el trayecto debieron abandonar la línea de la carretera y caminar por el monte porque había un reten militar. A las cinco estaban en Zaragoza.  Se hospedaron en un rancho a las afueras del pueblo.
Allí durmieron ese día y se quedaron hasta la noche siguiente.  Las mujeres venían muy cansadas y era preferible quedarse en el rancho  a verse obligados a suspender la marcha en pleno camino.
A la noche siguiente partieron. Dos coyotes los llevaron cruzando montañas, bajo una intensa lluvia,  hasta una represa. En un humilde rancho esperaron un momento, mientras les acondicionaban una lancha.

XIV.  Mister Black
Al empezar a trabajar le habían advertido que tuviera cuidado con los líquidos que utilizaba.   La advertencia había sido hecha en una forma tan oficial que no había entendido muy bien porque se la hacían. Supuso que era parte de la minuciosidad de los gringos.
Un día, cuando terminaba su jornada,  llegó al cuarto donde guardaba sus elementos.  Le sorprendió ver allí, de espaldas a la puerta,  a mister Blank, un hombre que siempre vivía triste y malhumorado.
Lo vio tomar una de las botellas de desinfectante. Lo vio destaparla. Tardó un instante en comprender lo que pasaba, pero alcanzó a llegar a tiempo para impedir que tomara.
Mister Blank lo miró con tristeza.  No le dijo nada.  Se volteó con el rostro agachado y salió caminando despacio,  con un balanceo de viejo muñeco al que ya las pilas se le están gastando.

XV.   Caminar
Caminar. Dar un paso primero y después dar otro, y otro y otro. Dar miles de pasos dejando al cansancio rezagado. Caminar.  Estar atento al otro que camina unos metros adelante, no perderlo de vista, fijar la mirada en esa espalda mojada y seguirla.
Seguir.  Vencer los obstáculos. Llegar. Es eso lo único que queda.  Seguir.  Sin permitirse más tiempo para pensar, para sentir miedo o nostalgia.  Seguir impulsados solamente por el afán de llegar.
Proteger a la niña. Evitar que se moje.  Cantarle en voz baja para hacerle menos duro el primer  camino duro de su vida.
Pensar en esa gente.  En un grupo de seres distintos unidos por un objetivo.  Persona fugadas, mujeres abandonadas, tal vez uno que otro sicario, algunos pensando en llegar a conseguir pronto dinero a cualquier costo,  otros deseando trabajar con honradez,  todos viajando,  unidos en esas largas caminatas,  en los largos silencios de los días en los ranchos, en la lluvia y los relámpagos, en la niña que duerme llevada por un hombre que le pide a sus pies que continúen caminando.

XVI.  De la “chamba”
Al cruzar la represa arreció la tempestad. Un fuerte oleaje sacudía la chalupa de diez metros de largo. Algunos empezaron a temer que caerían al agua.
“Creo que ahí fue cuando el amigo Javier se arrepintió de haberse metido en esa travesía. Era el que más manifestaba su temor. Gritaba,  pedía continuamente al que estaba dirigiendo la barca que se orillara. Estaba prácticamente histérico”.
A  raíz de eso le pusieron un apodo:”Aquaman”. Así lo llamaron hasta el final. A Roberto le decían “el abuelo”.
 Tardaron tres horas cruzando la represa. Llegaron a Rizos de Oro después de caminar dos horas más.  Se hospedaron en una casa de la calle principal. Allí pudieron lavar su ropa, comer, ver televisión y descansar.  La única recomendación que les hacían era no salir a la calle.
En Rizos de Oro les tocó ver la fiesta de la Independencia de México, la celebración del grito de Morelos, el 16 de septiembre. Roberto y sus compañeros vieron los desfiles  por entre los estacones que cercaban el patio de la casa.
            Ese día en la noche reanudaron la marcha.  Esta vez los acomodaron en la parte trasera de una camioneta.  En el espacio donde irían cuatro personas, viajaron 17. “Íbamos como cigarrillos y además tapados con una lona, corriendo el riesgo de asfixiarnos”.
“Teníamos que levantar un poquito la lona para poder respirar. Saliendo de Rizos de Oro a las ocho de la noche, llegamos a Tuxtla Gutiérrez  a las 4 y media de la mañana”.
En el camino los detuvo una patrulla policial. Un muchacho sacó la cabeza por encima de la lona y con acento mejicano les dijo que venían de “la chamba”. Los policías los dejaron seguir pronto, andaban detrás de una banda de un carro blanco que había hecho un asalto.
“Tuxtla es una ciudad como Sincelejo. Llegamos a las afueras, a una casa donde, por lo que pude analizar, llegaba más de un coyote con su gente. Todas las piezas estaban copadas, no en camas,  sino colchones tirados en el suelo. Tuvimos que dormir en los corredores traseros, sobre cartones. Recuerdo que Vladimir se acostó al lado mío y al apoyar la cabeza ya estaba dormido.  Todos caímos como dopados. A ninguno de nosotros le importó la lluvia que nos mojaba. Esa si fue una dormida triste”.

XVII.  Los obstáculos
“¿Miedo? No. En el viaje corría un riesgo y sabia lo que podía pasar.  Estaba consciente de que, máximo, me podían detener y regresar”.
“Nunca vi a nadie rezando. Ni siquiera a la mujer que llevaba a la niña.  Tal vez la gente no se acuerda de esas vainas por la misma tensión. Solo importa el objetivo que se fija, ese objetivo está libre de cualquier influencia externa”.
“En el camino pensé en escribir la historia, desde cuando salí. En el momento en que llegué, lo primero que hice fue tratar de recuperar y construir las imágenes de lo que había vivido; no como un instrumento para explotarlo luego, sino como una tradición para dejársela a las generaciones que me van a seguir, con el fin de que ellos se den cuenta de que nada es gratuito, que por fácil que parezca una cuestión es necesario encontrar y vencer los obstáculos que se puedan presentar”.
“No creo en los caminos limpios de obstáculos, hay que irlos enfrentando y salvando”.
“Para mí sólo puede encontrar un camino limpio y libre el que no aspira  a luchar, y el que no aspira a luchar es al que arrastran, al que lo llevan”.
“Yo creo que por eso es que los herederos del poder en este país nunca entienden a su pueblo, porque el pueblo necesita abrirse el camino, y los herederos del poder encuentran los caminos abiertos”.

XVIII.  Roberto
En Tuxtla salieron en grupos de tres o cuatro a hospedarse en hoteles. De allí partieron al día siguiente para el aeropuerto, pero el vuelo fue cancelado por el mal tiempo y debieron quedarse un día más.
“Allí surgió la necesidad de ocultar a los negros que viajaban con nosotros, Omar y otro joven, porque en México casi no hay negros. Cuando viajamos por la ciudad debían acostarse en el piso del taxi.  Al llegar al aeropuerto sabíamos que las autoridades iban a detenerlos  para simular que hacían un control, pero ya habían recibido dinero por dejarlos pasar”.
El vuelo a ciudad de México duro casi dos horas. Al salir del aeropuerto Roberto tomó un taxi, recordó los consejos de Gabriel en Guatemala y pidió que lo llevaran al hotel Costabrava. Cuando se estaba registrando vio llegar a Javier.  Le había pedido a otro taxi que lo siguiera.  A partir de ese momento nunca se le separó. Se aferró con fe ciega a Roberto, sabía que siguiéndole tenía más oportunidades de llegar.
Desde el hotel debían ponerse en contacto con otro coyote al que llamaban “El Enano”, quien les llevó al hotel unas hojas con el escudo, la bandera y el himno de México.
“Nos hizo aprender tres estrofas y el significado de los símbolos patrios: el águila y la serpiente en el escudo son la unión de la tierra con el aire dentro de la tradición azteca.  Nos explicó todo eso para que, en caso de que nos detuviera la policía, afirmáramos que éramos mexicanos, mientras nos gestionaban los documentos”.
Al día siguiente “El Enano” llevó a Roberto a Cicodito, un pueblo al norte de Ciudad de México.  Allí, en las mismas oficinas gubernamentales, le expidieron documentos oficiales como motorista. Allí recibió el nombre de Roberto.

XIX.   La pluma de Mister Parker
Era gruesa, brillante y su punta dorada era como el pico de un alcatraz.
Las pocas veces que conversaron, Mister Parker lo trató amablemente. En los pasillos o la sala de recreo lo saludaba. Cada vez que lo veía sonreía.
Era evidente que su soledad lo obligaba a ser amable.
Una tarde, conversando con Roberto, sacó de su bolsillo la hermosa estilográfica que hacían en su fábrica, destapó su pico de ave y le pidió a Roberto una hoja de papel.
Con mano temblorosa, tratando de recordar la forma de las letras,  Mister Parker escribió una breve nota en el papel.
Luego se lo entregó a Roberto y le dijo: “For my daughter. If you don’t like to work here, you have a job in my bussines”.
 Murió al día siguiente. Roberto tenía todavía en un bolsillo del uniforme su recomendación.

XX.  No olvides tu nombre
 - ¿What´s your name?
-Rebeca.
-No, señora, su nombre es María.
-My name is Rebeca.
-Ahora su nombre es María.
-¿Por qué?
-Porque ese es el nombre que figura en su pasaporte.
-Llevo setenta y siete años llamándome Rebeca.
-Ahora se llama María. No se preocupe, solo es mientras pasa, después puede volver a llamarse Rebeca.
-My name is Rebeca.
Roberto escuchaba divertido la conversación entre la viejita con su esposo y el último coyote mexicano.
Tres horas  antes había llegado a Tijuana desde México en bus.  El viaje había durado 48 horas continuas a través de veloces autopistas. Habían atravesado medio país. Una sola vez en el camino los detuvieron, pero Roberto y sus compañeros  presentaron  documentos mexicanos. Se bajaron en Mexicali,  un pueblo anterior, no en el propio Tijuana, donde la vigilancia era mayor.
Al llegar a la casa les tomaron una foto con una Polaroid. Unas horas más tardes los coyotes regresaban con pasaportes legales de pobladores de Tijuana que tenían permiso para entrar a trabajar por horas al otro país.
Algunos pasaportes eran más fáciles que otros. Se trataba de encontrar a alguien con fisonomía y edades similares a las del que viajaba.
Fue fácil encontrar un doble de Roberto. Un hombre, alto, delgado, de rostro aguileño, bigote y llegando a los cincuenta.
Al ver el pasaporte Roberto se sorprendió. “Ese hijueputa era tan parecido a mí, que yo creí que era yo”.
Tardó poco en aprenderse el nombre. Viajaban cada uno en un carro, acompañados sólo por un chofer. Al llegar a la frontera debían decirle al guardia que iban al primer pueblo a mercar, y decir el nombre del pasaporte si se lo preguntaban.  Era domingo, ese día miles de mexicanos pasan al otro país a hacer las compras.
Al salir escuchó que seguían preparando a la anciana para el paso.
- ¿Your name?
- Rebeca.
            -¡Your name is María!

XXI.   Mrs. Lovell
Mrs. Lovell tenía siete hijos adoptivos.  Eran de distintas nacionalidades.
A los noventa y dos años leía sin gafas y manejaba ella misma sus cuentas bancarias.
Frente a su cama, la pared estaba llena de fotos. Allí estaban sus hijos adoptivos y sus nietos.
En otras de las fotos en la pared, una joven y bonita Mrs. Lovell descendía de jets privados envuelta en abrigos de pieles o sonreía desde asoleadas cubiertas de cruceros.
Sólo una hija la visitaba, “la chinesse”, y ni a ella le permitía comerse las frutas que guardaba para “Mister Roberto”.
Si Roberto dejaba de ir a su cuarto durante varios días, al volver encontraba las frutas acumuladas, las manzanas y los bananos, los duraznos y las fresas que una amable Mrs. Lovell le guardaba con cariño de adoptado.

XXII.  Izquierda y derecha
Luego del paso de la frontera, el paso más sencillo de todo el viaje, Roberto y sus compañeros se reunieron en una casa en San Diego.
Allí los coyotes habían retenido a una mujer que no tenía para pagar la última parte de su viaje. Poco después, en Santa Ana, supieron que la mujer pudo seguir su viaje porque el padre de la niña de siete meses, que fue a recibir a su esposa y a su hija, pagó lo que faltaba.
En la casa de San Diego les hicieron cambiar de ropa y ponerse unos trajes con los que serían identificados en la estación del tren en Santa Ana.
Aquí las cosas eran a otro precio. Aquí las autoridades no aceptaban sobornos  y simplemente encarcelaban y deportaban. Ahora más que nunca era necesario pasar desapercibidos, confundirse con la masa fluyente de seres diversos.
Las instrucciones eran claras. Tomar el tren para Santa Ana, bajarse en la tercera estación,  tomar por el pasillo de la izquierda y luego voltear a la derecha, donde alguien haría señas.
En el tren viajaron en vagones separados. Casi ni miraron el paisaje. Estaban obsedidos por llegar. La ansiedad tenía sus nervios a punto de reventar.
Se bajaron como autómatas. Caminaron por el pasillo indicado. Roberto iba adelante, le seguían Javier y la mujer con el hijo de doce años. De un carro de una tapicería les hicieron señales. Roberto pensó que ese hombre que lo llamaba y le sonreía bien podía ser un agente de inmigración que los pescaba.
Pero como no tenía alternativa, se acerco al carro. Le hicieron subir junto con los otros a la parte cubierta de la furgoneta.
Cinco minutos esperaron a Vladimir.
Roberto sintió que nunca más volvería a saber de su amigo de viaje.
El coyote de Santa Ana no podía esperar más tiempo. Cinco minutos y no más, “el que se quedó se quedó”.
Y se quedó Vladimir. Algo en su recorrido falló, alguna instrucción olvidó.
Roberto supo que se quedaría sin conocer el destino que corrió. Siempre nos estamos despidiendo sin saberlo.



XXIII.  El llanto de Mrs. Jorman
“Con la que mejor la iba era con Mrs. Jorman. Esa señora era una ancianita como de 89 años y era muy amable conmigo”.
            “Le gustaba que charlara con ella cuando entraba a su cuarto.  Hablábamos mucho. Siempre que nos veíamos conversábamos, del clima, del mundo, de nosotros”.
 “Yo le llevé un paisaje de Colombia y lo tenía enmarcado. Era un paisaje de Cartagena”.
Era un atardecer entre rosa y naranjado, con un coche llevado por un hombre que se había volcado hacia adelante para no quedar por fuera de la foto, cubierto por el tronco de una de las palmeras. Era un extraño atardecer repleto de palmeras, de reflejos en asfaltos y de soles cabalgando sobre coches.
Cuando Roberto dijo que se marchaba, que el llamado de su tierra lo agobiaba, que se regresaba porque se regresaba, Mrs. Jorman lo miró un largo rato en silencio.
Las ganas de charlar se habían marchitado.
Un temblor empezó a sacudir levemente su cuerpo cansado y al momento sus ojos se rompieron como grandes ventanales.
Y lloró. Lloró desconsolada. Lloró como se llora cuando no hay más esperanzas, como un niño al que le quitan la alegría, como un ser al que la vida le han robado, como un sueño abandonado.
Lloró y se quejó, pero no hizo reproches. Sólo le decía que sabía que nunca más lo vería.
Y hasta la muerte lo estuvo recordando cuando miraba al jinete que se iba con el sol sobre su coche.

XXIV.  Un cielo de otoño
Ahí estaba. Como alguien a quien le llega el momento de la muerte sin saber porqué ha luchado.
Allí, cuando lo tenía todo y no tenía nada, empezó a sentir el frío delgado del otoño atravesándole el vestido.
Y sintió también miedo y cansancio y soledad.
Y hasta ganas de llorar.
Y, mirando el fondo frío de su taza, pensaba.
Pensaba en el temor. En la tardanza. Miraba el transcurrir en oleadas de la cafetería. Pasajeros llegando, personas matando su tiempo en espera del momento de abordar.
Pensó en la llamada que les hizo de San Diego, anunciándoles el vuelo en que llegaba. Pensó en la presurosa despedida, cuando cada uno se marchó en un avión distinto, el de Houston, el de New York o el de Chicago.
Miraba con creciente desconsuelo ese teléfono que no sabía  usar. El aseador que hablaba español se había marchado hacía rato.  Más de tres horas llevaba esperando.
Algo le impedía pensar en los últimos sucesos. Sentía que hasta no superar este último trance no tendría la tranquilidad para enfrentar el recuerdo.
Pensó en ese grupo de personas con quienes viajó, un grupo de seres disimiles unidos en lo adverso por el único y común deseo de llegar.
Pensó en su vida. Pasó por encima de todos sus años.
Recordó con nostalgia a su abuelo, ese hombre al que nunca olvidaba. Recordó que él también era abuelo, que en Colombia se había quedado su único nieto.
Recordó aquella frase de Gorki.
Pensaba en el regreso, cualquiera que éste fuera, cuando un hombre se acercó hasta su mesa, le preguntó su nombre y le pidió que lo siguiera.
            Su familia lo estaba esperando afuera. No habían entrado hasta el muelle porque también eran ilegales. Confundieron el nombre de la aerolínea con otro parecido y lo habían ido a esperar al lugar equivocado. Tres horas habían tardado en encontrarlo.
Roberto sentía un enojo sin fuerzas que ya no tenía sentido.
Subieron a un auto, se besaron y hablaron.
Y tomaron por una autopista muy amplia llevando a un Roberto Ramírez exhausto, dormido despierto, observando los cambios que el tiempo produjo a los suyos, recordando retazos de viaje, preguntándose cuándo sería el regreso, y viendo la gran autopista, un cielo de otoño y carros que corren veloces, que pasan fugaces.

El Universal, Dominical
Enero 31 de 1993





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