El nombre de Mary Agnes Donoghue, la directora de Paraíso, dará mucho de que hablar en los
próximos años. Esa es la sensación que queda después de ver una película que se
sale de los laberintos que ha seguido el cine de los Estados Unidos, con
historias escandalosamente parecidas que pretenden vivir del éxito de sus
predecesoras.
Atrás parece haber quedado la época en que una película daba
para cinco o seis partes (Rocky, Martes
Trece, Halloween, Pesadilla sin fin). Los “genios” de Hollywood encontraron
que era más cómodo –y la mediocridad menos evidente– si seguían la línea de
películas exitosas como Atracción fatal
y Nueve semanas y media,
reproduciendo al infinito la paranoia con los seres más cercanos y un mal
llamado erotismo, que disimula deplorables novelones.
Por eso, en un panorama tan desolador, cabe esperar que
personas capaces de hacer una película sensible y sencilla como Paraíso, alejada del vértigo engañoso de
las ciudades, capaces de volver a decir –en un tiempo de cegueras y sorderas– el
mensaje poderoso y siempre vigente de la verdadera vida, puedan seguir adelante
con la difícil tarea de mantener con vida el agonizante cine norteamericano.
Es un alivio ver una película como Paraíso. Es un alivio por el mundo que muestra y al que rara vez se
dirige la mirada, es un alivio por la frescura de su temática, por el cambio de
enfoque en la forma de mirar los problemas del adulto, es reconfortante por la
actuación de los niños que llevan el peso de la película.
Uno de los méritos de Paraíso es que a veces no parece
norteamericana, parece nutrirse de otros aires. Alegra ver una película en la
que sus momentos más intensos no son gritos o disparos, sino palmadas en los hombros
o abrazos despojados de ese sexo que los medios han terminado por convertir en
vicio.
El protagonista de Paraíso
es el miedo, pero no ese miedo que se asoma abruptamente en las esquinas con
cuchillos y miradas vidriosas; es el miedo que nos rodea y nos envuelve a lo
largo de la vida hasta terminar por convertirnos en autómatas.
Un mensaje simple pero necesario. Una película que vale
la pena ver.
El Universal, 11 de marzo
de 1992.
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