La columna de Vivir en El Poblado.
La historia comienza algún día de hace setenta años.
Donde ocurren los hechos siempre es primavera. El sol se oculta detrás del
Nutibara y “los últimos reflejos áureos tiñen el Morro de Pandeazúcar”. Suenan
las campanas de Nuestra Señora de la Candelaria. Hay un viento suave. El suelo
lo tapizan flores de guayacán. Los “cachaquitos” se agolpan en las esquinas y
las puertas de los cafés a ver pasar las muchachas. Las empleadas del comercio,
las señoritas de la aristocracia, las solteras, las solteronas y las casadas,
con su esplendor y natural coquetería se apoderan del Parque de Berrío, de las
calles Junín, Ayacucho, Boyacá y Bolívar; se toman el Ley, invaden el Astor y
La Fuente. “Unas contemplan vitrinas; otras levantan novio, y están todas
animadas con esa gracia, donaire y elegancia únicos y exclusivos de la mujer
medellinense, que, dicho sea entre paréntesis, es la más hermosa y más mujer
del mundo entero”.
Con este paisaje impresionista empieza la novela Minas, mulas y mujeres, de Bernardo
Toro, publicada en Medellín, en 1943, por la Tipografía Industrial y, para Juan
Hincapié, una novela tan mala que no me la quiso cobrar. Quizá sea mi tendencia
a llevar la contraria, pero ha sido una de las lecturas más placenteras que he
tenido en años. El encanto de este libro está en su falta de pretensiones.
Cuenta la historia de Paco Miraflores, un hombre honesto, educado, pero ingenuo
para entender las mañas de la mujer que ha decidido engatusarlo. Paco está tan
enamorado de Dolly que, aunque no le gusta bailar, es capaz de pagar por las
fiestas que ella inventa para agasajar a su corte de amigos y pretendientes. Si
el bobo de Paco no se pliega a sus caprichos, Dolly finge un enojo casi siempre
efectivo.
El destino de Paco parece sellado. A pesar de las reservas
que tiene su familia, todo indica que se casará con Dolly. Pero la Providencia
interviene para enviarlo a trabajar en unas minas. Así aparecen las otras dos
“emes” contra las que el difunto padre de Paco le aconsejaba cuidarse: las
tercas mulas —que no a todos obedecen— y las impredecibles minas —que por igual
arruinan o enriquecen.
A juzgar por el título, se podría pensar que esta novela
es parte de la milenaria tradición misógina a la que la misma Biblia pertenece.
Pero a mitad de camino en la historia se produce una curiosa transformación.
Las tres emes dan lugar a una reflexión sobre el valor pedagógico de la
experiencia y la adversidad. Al regresar a Medellín, nuestro héroe descubre que
su novia lo ha estado engañando y decide romper con ella. De nada sirven los
intentos de la coqueta para volver a enlazarlo. Tras unos pocos días de dolor,
Paco empieza a fijarse en Rocío, una chica cercana a la familia, buena, hermosa
e inteligente, a la que conocía desde niña. La novela concluye con unos
deliciosos cuadros de costumbres donde podemos apreciar en detalle las
navidades de principios de los años cuarenta.
Quizá el final feliz de esta historia le reste puntos en
un país donde preferimos las estirpes condenadas y los amores imposibles. Es
posible que el par de prólogos elogiosos produzca un efecto contrario al
deseado. Pero lo cierto es que esta obra de Bernardo Toro debería ser leída y
estudiada como una de las pioneras de nuestra novela urbana y de los géneros híbridos
entre el periodismo y la ficción. En ella abundan personajes reales de una
ciudad que hace mucho dejó de existir. Su lenguaje es fino, rescata joyas
verbales. Sus escenas son bien logradas. Si no es una obra maestra es porque
nunca se propuso serlo. Seamos justos, mi querido don Juan, comparada con la
prosa “entelerida” que hoy en día nos quieren meter por literatura, Minas,
mulas y mujeres es un verdadero clásico.
Publicado en Vivir en El Poblado en abril 16 de 2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario