jueves, 2 de abril de 2015

La tierna violencia de una flor sangrante

     Ver cinco o seis películas cada día, dormir poco, madrugar al día siguiente a llenar varias páginas del periódico, para correr a ver más cine. Aquellos marzos de los años noventa en Cartagena eran la felicidad.



   No es culpa de Almeida que en el Brasil la única película que se haya hecho últimamente sea la suya. Tampoco es su culpa que no haya sido exhibida en su país, porque con la desaparición del ente cinematográfico estatal no hay mecanismos de distribución.

  A primera vista puede parecer que a Perfume de gardenias le queda grande carga con la representación de un país con una tradición cinematográfica como la del Brasil. Pero, si se analiza con más detalle, nos encontraremos con que el problema no es de Almeida y de su película, el problema es del Brasil.

  La película de Almeida es sugestiva y en algunos momentos fascinante. En Perfume de gardenias asistimos a un homenaje al cine y sus directores. Como un Hitchcock de pelo largo, vemos al director estampando su firma con una fugaz aparición en la pantalla. Pero, más que el cine, el protagonista es la cultura de masas con sus mitos, la televisión, el amarillismo de la prensa y la radio, que hacen de la muerte un espectáculo. Es la cultura de masas sacudiendo y destruyendo la precaria armonía de un modesto hogar. Resulta memorable ese taxista de rostro amargo que insiste en acusarse, esa familia de lucha cotidiana que uno lamenta que se pierda, la profunda limpieza de esos seres manejados por fuerzas que ni siquiera comprenden.

  En la película de Almeida la ternura ha sido puesta al mismo nivel que la violencia, y el contraste produce un efecto memorable.

  Perfume de gardenias es el tipo de cine que deberíamos ver semanalmente en nuestros teatros. Observarla produce la nostalgia de saber que se trata de algo único, un asomo a lo que podría hacer de manera copiosa el cine latinoamericano. No es una obra monumental, es como debería debe ser el cine de cada día.

  En ella están los elementos de esa cotidianidad que nos une y nos identifica. Está nuestra imaginación, que llena de colorido y de magia nuestro entorno. Están nuestro humor y nuestro gusto por lo absurdo. Está el viejo tema literario del sueño. Está, en fin, el equivalente cinematográfico de esa literatura que hace ya dos o tres décadas le concedió a esa realidad, que teníamos tan subvalorada, carácter universal.

El Universal. Lunes 8 de marzo de 1993.






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