viernes, 27 de diciembre de 2019

Humberto Rodríguez Espinosa, sobre Santa María del Diablo



SANTA  MARíA  DEL  DIABLO
O
LOS DIABLOS EN SANTA MARÍA

Por Humberto Rodríguez Espinosa


Obvio es decir que la conquista de América por los europeos supuso un cataclismo para los aborígenes y para los europeos. Dos culturas, dos modos de hacer la guerra chocaron con consecuencias impredecibles. Los unos, divididos por luchas intestinas que facilitaron la labor del conquistador español, por ejemplo, en México, y los otros envenenados por una avaricia y ambición sin límites, ignoraron que también entraban en combate dioses y demonios. Resultaba pintoresco describir los nuevos animales, las nuevas alimañas, las nuevas plantas fabulosas para los aventureros navegantes, y para los indios atacados, intentar comprender qué se traían esos gigantes rubios que atacaban con perros y vomitaban fuego letal con la extensión de su brazo. Pero, tras la sorpresa inicial que desafió lo mejor de la sabiduría de chamanes y sacerdotes cristianos, se fue haciendo evidente que se trataba de algo más que encontrar oro, plata, perlas  para unos, y para otros, si no expulsar a los extraños invasores, cuando menos ponerlos al lado para contar con sus armas y sus caballos en el fortalecimiento de imperios aún no consolidados. Fue un choque que hizo estremecer la tierra. Un escribidor español, ducho en milicia, con algo de científico y mucho de fabulador, se dio a la tarea de compilar tan interesantes acaeceres y lo hizo con verborrea de novelista ya que sería autor de un libro de caballerías, anterior al Quijote, que pasa por ser la primera novela escrita, o al menos inspirada, en América. A él, Gonzalo Fernández de Oviedo, debemos casi todo lo que se sabe de Santa María la Antigua del Darién, ciudad pionera en tierra firme que surgió y se extinguió en poco menos de quince años. Por su empuje inicial y proyecciones futuras se intuyeron grandes desarrollos para todo el Darién y lo que había más al sur. Pero ¿qué aconteció para que esa inimaginada realidad de repente sucumbiera? Si bien hubo no poco amor entre conquistadores y conquistados como el que unió a Balboa con la bella nativa Anayansi, y otros casos parecidos, y abundantes exaltaciones de amistad, camaradería, alianzas entre unos y otros, lo que llegó a estremecer los enclavamientos españoles y los poblados indígenas debió de ser algo monstruoso que superó el poderío y la maldad de los aventureros y las amenazas de canibalismo y las flechas envenenadas de los invadidos. La peste de la modorra, por ejemplo, se ensañó, sin explicación, con los europeos por muchos días y puso a deambular por las afligidas callejuelas a unos seres famélicos, agonizantes, que no podían dormir y en esa larga espera de una muerte sádica y burlona se inició el despoblamiento del enclave que llegó a ser considerado tierra maldita. Setecientos españoles perecieron por no poder dormir y por no lograr explicar qué era esa peste que ponía a prueba la medicina de entonces. Miles y miles de indígenas fueron pasados a espada o destrozados por los perros y sus dioses tutelares tampoco pudieron deparar amparo. Un avezado militar, Pedrarias Dávila, también colaboró en lo de añadir tintes, tan inverosímiles que se acercaban a lo diabólico, a la cruel sucesión de barbaridades que asolaban a unos y otros. Pedrarias había estado a punto de ser enterrado vivo y en cada aniversario de su resurrección se introducía en un ataúd y se hacía oficiar un réquiem en la catedral. Fue él quien mandó ejecutar a Balboa luego de hacerlo casar con su hija en un extraño tejemaneje de odios y contentamientos. Los demonios de unas y otras huestes hacían su labor y estaban lejos de calmarse. Los nativos, llamados tuiras, podían desatar tempestades y traer en las noches horrorosos endriagos que decapitaban y desollaban a los españoles dormidos o los capturaban para luego engordarlos y consumirlos en bulliciosos festines; los otros, tan espantables como los pintan los europeos a los pies de San Miguel Arcángel, atacaban en inmensos perros sobre los cuales cabalgaban y distribuían la muerte sin miramientos. Los vencidos, acobardados, se hacían bautizar para calmar la sed de sangre de los gigantes demonios rubios. Para los indígenas llegaron a ser especialmente poderosos los demonios que se escondían en los papeles, esos misteriosos garabatos que sólo los españoles entendían y los hacían sorprenderse, asustarse, dar voces jubilosas cuando leían una carta, de modo que un correo que portaba un indígena hacía repetir al español que lo recibía lo que se había escrito a muchas leguas de distancia, en forma tan milagrosa que los indígenas que llevaban y traían cartas y documentos suponían que contenían un ánima indescifrable, un espíritu digno de respeto y veneración. Algún indígena fue instruido para preguntarle al papel que debía entregar asuntos difíciles que el papel respondería. Todos esos demonios que llegaron a destruir, hasta sus cimientos, lo que fue aventajada y prometedora urbe pueden ser percibidos en forma sobrecogedora en un libro que, basado en las crónicas de Fernández de Oviedo y otros apoyos, enumera lo que fue el escenario del choque de dos poderes maléficos. Santa María del Diablo acierta hasta en su nombre. No es una simple relación de vicisitudes y padecimientos; escarba incluso en esas tierras fértiles de donde brotó el realismo mágico. Como una minuciosa carta colmada de maravillosos detalles nos llega esa ánima misteriosa que causaba asombro e incredulidad entre los nativos que llegaban a tener un escrito cualquiera en sus manos. Sus lectores no nos cansaremos de formularle preguntas al libro. Y el libro nos responderá cada vez más estentóreamente: no debemos olvidar lo que estremeció esa tierra de Urabá donde libraron su combate dioses y demonios de dos continentes. Gracias a Gustavo Arango por hacernos sentir todo eso.






jueves, 19 de diciembre de 2019

Vivir dos veces

La columna de Vivir en El Poblado



Al principio lo hacía en hojas sueltas –y no he podido resolver ese embrollo de papeles amarillos que me sigue a todos lados. Memo Anjel me sugirió que lo hiciera en cuadernos –y así empecé un registro más o menos exhaustivo de las cosas de la vida. Hace más de treinta años estoy en eso y mi equipaje incluye ahora centenares de cuadernos. Pienso, como Albert Camus, que “escribir es vivir dos veces”.










jueves, 5 de diciembre de 2019

Los detalles del diablo

La columna de Vivir en El Poblado


diablopacto.jpg


Por supuesto que es más fácil apagar la razón y el corazón y seguir ciegamente los rumbos que marca otra persona, permitir que manipule nuestros miedos, que encienda nuestras pasiones, hacer eco sin pensar si hay justicia en lo que dice. 
Es fácil tragar entero lo que dicen los medios al servicio de don Dinero, permitir que nos adormezcan en la autocomplacencia, en la idea de que los malos son otros. La sangre es escandalosa. Es fácil reaccionar contra el crimen violento e inmediato, contra la actitud perturbadora de rutinas. Lo difícil es notar el crimen a gran escala: los despojos, las muertes –por hambre, por mala atención médica– que producen los que se roban lo que es de todos. Lo difícil es notar lo rentable que resulta para ellos la ignorancia.



sábado, 23 de noviembre de 2019

Instrucciones para comprar una cacerola

Un viejo texto de Wenceslao Triana

Publicado en El Universal, de Cartagena, el 16 de enero del 2002



Por razones que sería largo explicar, decidí que había llegado el momento de adquirir una buena cacerola. Pensé que sería cosa sencilla, un punto más que pronto iba a tachar de la lista de tareas cotidianas. Pero tardé poco en descubrir que comprar una cacerola puede ser todo un arte y que encontrar lo que se busca puede llevar días o semanas.
La primera pregunta que uno debe hacerse, cuando quiere ser propietario de una cacerola, es los usos que piensa darle a tan complejo artefacto. Podría pensarse que la respuesta solo puede ser una: preparar comidas. Pero todos sabemos que reducir una cacerola a esa trivialidad es menospreciar su valor simbólico, subutilizar el potencial que hay contenido en eso que, bien visto, parece un objeto religioso.
Uno de los atributos que hay que tener en cuenta cuando se compra una cacerola es su sonoridad. Curiosamente, mientras más melodiosas son las notas que se le arrancan al golpearla, menor es la calidad de la cacerola. Cientos de factores influyen en la extracción de esos sonidos, el objeto con que se golpea la cacerola, la intensidad del golpe, el material de la cacerola, la humedad en el aire, la armonía o el caos que se produce en la eventualidad de que otras cacerolas estén sonando.
La cacerola ideal es la que enerva con sus sonidos, la que produce estruendos hirientes que taladran y llegan a la conciencia como cuchillo en mantequilla. La cacerola ideal produce en el aire una vibración semejante a la de la fresa de un dentista, obliga a rendirse hasta al más testarudo, disuade hasta al más apegado a los bienes terrenales.
Sería una ingenuidad pensar que al comprar cacerolas solo hay que tener en cuenta su sonido. Es necesario considerar otras propiedades de manera cuidadosa. El mango, por ejemplo, es sustancial. No debe ser demasiado grande, ni su material debe afligir las manos con ampollas dolorosas: nunca se sabe cuánto tiempo será necesario blandir la cacerola. Si alguien acepta mi consejo, recomiendo no usar mangos metálicos, los de caucho son los mejores y lo ideal es que se ajusten a la mano como la empuñadura de una espada o un revólver. En caso de que la demanda obligue a comprar cacerolas con mango metálico, recomiendo forrarlo con cinta o con un trapo.
La circunferencia y la profundidad son detalles que no hay que tomar a la ligera. Además de tener influencia en el sonido, son los responsables de la maniobrabilidad de la cacerola. Si se tiene familia numerosa y los impuestos y servicios públicos y los asaltos oficiales y extraoficiales han dejado para comprar comida se recomienda comprar una cacerola grande. Pero estando como estamos, dudo que alguien necesite darse ese lujo. Una cacerola pequeña, que se mueva sin fricciones en el aire, puede ser suficiente para los tiempos que se avecinan (por cierto, ¿alguien ha visto por ahí una gallina con intenciones de poner un huevo?).
Podría creerse que el color de la cacerola es un aspecto secundario, pero hay que tener cuidado con tomarse ese asunto a la ligera. Por más que hay bonitas cacerolas de color verde montaña o blanco paz en su tumba, lo mejor es elegir el neutral color aluminio. No hay que desaprovechar el hecho de que las cacerolas también pueden ser espejos y quizá el reflejo de lo que son consiga espantar a unos cuantos demonios.
La tarea fue difícil, pero no imposible. Después de mucho recorrer y cavilar encontré lo que buscaba. Ahora duermo más tranquilo y espero a que llegue la hora de emplear mi cacerola. En las noches abrazo la almohada, siento el borde frío acompañándome en el sueño y sonrío cuando pienso entredormido que la hora de estrenarla se aproxima. Me parece ya que asoma en la distancia.











jueves, 21 de noviembre de 2019

Cuento de hadas para todas las edades

La columna de Vivir en El Poblado

Ilustración de Anna y Elena Balbusso, para 
"The Last Banquet of Temporal Confections", novela de Tina Conolly


En un país remoto, lejos de casi todo, vivía un joven valiente, de brillante inteligencia y muy buenos sentimientos. Había quedado huérfano muy niño, pero tuvo la suerte de que un hombre muy sabio lo acogiera en su casa y lo educara, a cambio de su ayuda en las tareas de la casa. Una tarde de junio, después de algunos años, su anciano maestro le dijo que ni él ni sus libros tenían nada más para enseñarle.

–De ahora en adelante tu escuela será el mundo.

  Luego le dio un abrazo y puso en sus manos una cajita gris metálica (un poco más pequeña que un mazo de cartas) y le dijo en secreto:

–Espera la señal, antes de abrirla. Allí está la respuesta a todas tus preguntas













jueves, 7 de noviembre de 2019

Tiempo de borrar

La columna de Vivir en El Poblado

@New Statesman


Un par de hechos violentos –que ya he referido–, la muerte de algunos conocidos y la lectura de las cartas de Séneca lograron despertar una curiosa claridad que encontré y que perdí hace más de media vida. Es posible pasar vidas enteras tratando de olvidar verdades intolerables. Es posible distraerse con tareas, aumentarles la estatura, u ocuparse en distracciones, con tal de no aceptar lo que supimos al principio: las cifras del destino, nuestro nombre más secreto y verdadero.









jueves, 24 de octubre de 2019

La muerte del padre

La columna de Vivir en El Poblado


Llegó con Dios en la boca. Era casi media noche cuando llamó a mi puerta. Era negro, delgado, de gestos amables. Tendría unos treinta años y venía con dos chicos de la mitad de su edad. Había visto el aviso de alquiler en el apartamento del primer piso y quería que lo ayudara.
Le dije que no metiera a Dios en el asunto. Era un grupo desigual. Uno de los chicos era alto, de cabello rubio y rostro inexpresivo. El otro tenía rasgos hispanos. Su cabello ensortijado me recordó al adolescente que fui hace muchos años. Me dijo que eran sus amigos y que, para ellos, él era como un guía, como un hermano mayor. Dijo que el apartamento era solo para él. Luego me habló de su situación.







domingo, 20 de octubre de 2019

Quiero estar en el mar



Un fragmento de Criatura perdida
en el suplemento Generación 




—¿POR QUÉ?
La noche era vieja cuando ella interrumpió el monólogo del viento. Una brisa que arreciaba a ratos, zarandeándolos, y después se apaciguaba, los había acompañado desde la tarde. Estaban sentados frente a la oscuridad, Eric envolviéndola y ella recordando poco a poco, sin precisarla, una remota y perdida ternura en la que le gustaba refugiarse.
Eric venció con esfuerzo la quietud. A pesar de que no había conseguido fundirse con la piedra —porque la presencia de ella lo mantenía alerta—, el largo silencio en el que cayeron lo había conducido hacia un júbilo extático, hacia un regocijo tranqui­lo por haber encontrado a ese ser sosegado y capaz de callar a su lado.
Corina no se apresuró a exigir respuesta. Tam­bién allá, donde otro alguien la envolvía, eran pocas las palabras, casi ninguna, y no había nada incómodo en eso. Pero cuando recordó que el tiem­po transcurría, cuando pensó en el regreso —ese regreso que, después de esa noche, tendría que es­tar lleno de desasosiego— comprendió que ese ahora vertiginoso era la única esperanza y la única opción que tenía frente a la rutina (porque era solo rutina lo que poblaba la opulencia de sus días en la casona de la playa).
—¿Qué?
Corina imaginó que esa pregunta era arrastrada por la brisa, se estrellaba contra la cara de Eric, se escurría por las mejillas, atravesaba las ruinas desiertas, ascendía la breve colina y caía, minutos más tarde, dispersa, en calles y parques y estatuas y techos, irrecuperable, nunca más esa misma pre­gunta compacta.
 La tarde y la noche se habían deslizado hasta la quietud y hasta ese moroso regreso al movi­mien­to, como de quelonios que se desperezan. Era tan agradable la tibieza en medio del frío de la brisa. Era tan triste, también, pensar que esa breve se­cuencia de instantes concluiría al día siguiente, saber que resultaba improrrogable, impo­­si­ble de perpetuar sin violentar, sin engañar, también sin traicionar. Sentir todo eso irrepetible junto ablandó a la mujer hasta el punto de querer compartir con Eric un sueño: esa historia pulida y retocada a lo largo de los años, cada vez más nítida y viva a medida que se hacía más improbable, esa ensoña­ción recurrente en la que varias genera­cio­nes de una familia numerosa giraban en torno a ella con insólita armonía.
Pero justo cuando se arrojaba a confesarse, Eric agregó:
—No sé.
Corina pensó —como tantas veces en su vida en circunstancias similares o distintas— que esa opor­tu­na interrupción era una señal de Dios, que le pedía que callara, que le concedía un instante más para pensar que no era ni recomendable ni opor­tuno hablar aquella noche de su sueño, por­que era muy posible que el hombre que la envolvía viera una insinuación poco disimulada, un burdo intento de transacción después de unas horas agradables y gratuitas, antes de cumplir una pro­me­­sa que siempre estuvo implícita. En ese instante volvió a comprender cuánto detestaba que la gente estuvie­ra todo el tiempo regida por tran­sac­ciones, por tácitos convenios, por trueques y extorsiones y solo muy pocas veces por impulsos generosos y espon­táneos.
—¿Y no te cansas?
—Al comienzo sentí una mezcla de exasperación y de cansancio. Después de una inspección superficial pensé que no había aquí nada que cuidar. En medio de los días y las noches repetidas pensé que Pianetti se burlaba de mí y que invertía unos cuantos pesos para divertirse haciéndome creer que trabajaba. Pero pasaron los días.
La voz de Eric era un susurro cercano a su oído, firme y tranquilo, una brisa que se enfren­taba a la brisa durante un instante y luego era arrastrada.
—Ahora lo difícil es estar en Élice. Suceden tantas cosas allá, la gente tiene tantos gestos, dice tantas palabras, hay tantas cosas moviéndose al mismo tiempo que resulta imposible ir hasta el fondo de los pensamientos y —lo que es todavía más difícil— dejar de pensar. Siempre hay alguien que te habla, siempre hay alguien que pregunta, siempre hay alguien que te obliga a elegir un lado de la acera, siempre hay alguien intentando adivi­narte en tu ropa o en tu aspecto, siempre hay alguien desfogando su furia en el que pasa, odian­do para aliviarse, cobrando en otro alguien una afrenta imprecisable.
Corina cerró los ojos y empezó a arrullarse con las palabras de Eric.
—Aquí, en cambio, he aprendido a percibir los matices. Cuando llegué estaba aturdido, miraba hacia dentro, traía conmigo un zumbido que tardé varios días en callar. Ahora lo simple está poblado de sentidos: el mar nunca se repite, las formas que dibujan la luz y las nubes son siempre distintas, la brisa y las aves tienen su voz propia —dicen al fin cosas inteligibles—, y la piedra recuerda, poco a poco, sin orden y sin tiempo, los ecos y las sombras que le han sido confiados.
Corina se incorporó, gateó por el merlón hasta la tronera, alargó el brazo para tomar la botella, pero no pudo alcanzarla, tuvo que bajar por ella. Dentro de la tronera tuvo la visión fugaz y estruendosa de un disparo de cañón, pero al instante siguiente solo había viento y noche. Al regresar junto a Eric venía jadeando.
—Ufff —dijo, de pie, zarandeada por la brisa, contenta, tratando de mantener el cabello alejado de su rostro, sonriendo a Eric y ofreciendo la bote­lla.
Eric también tenía un sueño. Era un sueño en el que siempre estaba con una mujer, en un planeta desierto, lejos de las opiniones y murmu­llos y ma­ni­pu­laciones y sutiles y evidentes gobier­nos del resto de la gente; un mundo donde dos seres em­prendieran sin tropiezos la labor de conocerse. Y al recordar su sueño sintió que en ese instante amaba a Corina como no había amado a nadie. Amó su cabello recortado a la altura de la nuca, cubriendo a ratos su cara. Amó el dibujo difuso de su cuerpo contra la oscuridad, delineado por la brisa que golpeaba contra su vestido. Amó su manera natural de aceptarlo. Amó incluso, sin culpa, esa extraña zona de su ser en la que no era ella sino un recuer­do de otro ser, impreciso pero a la vez indispen­sable. Inundado de presente, llegó a preguntarse si el papel de esa otra que también la habitaba no habría sido acaso el de constituir frente a él, esa noche, una Corina más plena de significados.
—Qué tan alta es aquí la pared —preguntó Corina asomada al vacío.
—Mejor no lo intentes —Eric decidió levantarse. Lamentó que se hubiera terminado la quietud del abrazo. Pero también sintió la paradójica alegría, el vértigo que ataca a quien vuelve a meterse en el flujo del tiempo.
Tomó a Corina por la cintura, la pegó contra su cuerpo y le dijo al oído: “Ten cuidado”.
Corina se volvió hacia él, lo besó, lo envolvió en sus brazos y le dijo: “Quiero estar en el mar”.


                                                                                                            

El fragmento en la voz de Gabriela Agüero

* * *

“Siento el galope y el trueno”
Allí, tomados de la mano frente a la noche de agua, de nuevo unidos por debajo de cualquier pala­bra, sintió las olas y su corazón despierto y pen­só que eran ecos de un mismo galopar.
“Siento que la sangre se derrama por conductos extraños”.
Pensó que a través de las manos unidas se ten­dían puentes mucho más secretos, de nervios, de venas, de fibras aun más sutiles.
“Y es un galopar tranquilo”.
Un viento fuerte los había sacudido durante la peripecia entre las ruinas. Pero al llegar a la breve franja de arena y piedras, el aire y las aguas esta­ban en calma.
Eric pensó que era como haber llegado a otra historia, a otro tiempo, a otro espacio, a otros seres incluso, diferentes por completo a los de hacía nos segundos, allá arriba. Le costaba entenderlo y explicárselo, pero allí, aferrado a la mano de Cori­na, tenía la misma sensación que se tiene cuando se cambia de sueño, la doble incerti­dumbre que significa saber que se acaba de abandonar una his­toria que sigue transcurriendo en algún lado y, al mismo tiempo, que se acaba de llegar a otra histo­ria que había estado cumplién­dose desde muchísi­mo antes de nuestra abrupta llegada.
Pensó en decirle a Corina que tenía miedo, que una vez más, como siempre desde todos los tiem­pos que tenía al alcance de la memoria, se sentía perdido, desligado de algo irrecordable, de una par­te de sí mismo que en ese instante lo buscaba en otro lado, quizá con las mismas dudas, la misma incertidumbre y falta de convicción con que él sentía a veces estarla buscando.
Pero Corina estaba eufórica. En su rostro brilla­ba una mezcla de sudor y partículas de mar. Se despojó de sus zapatos y corrió hacia el estruendo de las olas. Cuando el agua mojó por primera vez sus pies y sus tobillos, se volvió a mirar a Eric con un gesto encogido de frío, pero siguió caminando. Al hundirse hasta las rodillas, su vestido empezó a desplegarse a los lados como una medusa. Eric empezó a hablarse en voz baja para evitar ser arras­trado hasta otro sueño.
“Me llamo Eric. Mi nombre es Eric. Vivo solo en esta isla, pero hoy tengo una visita. Su nombre es Corina y juega con las olas. Mi nombre es Eric, me llamo Eric y no debo temer. Corina me invita a internarme en las sombras y el agua y no temo. La voz de Corina conjura peligros y me abre las puertas del mar”.
El llamado de Corina volvió a arrastrarlo hacia las olas. Con gritos y gestos lo invitó a acercarse, lo obligó a mirar con atención en el agua, empezó a mostrarle una prueba suprema de su magia.
—¿Ves?
Eric no dijo nada. Siguió maravillado los movi­mien­tos de esas manos delgadas dentro y fuera del agua, tuvo el impulso de darle una explicación racional a aquellas luces, pero ella lo invitó a resi­dir un rato más en la credulidad y la sorpresa: “¿No es hermoso? Mira, también salen de ti”.
Eric vio que también sus movimientos en el agua iban dejando una estela luminosa, una efíme­ra galaxia que a veces persistía unos segun­dos. Apoyados en la oscuridad arenosa, sus pies, encen­dían unas chispas intensas, azules y blan­cas. A medida que se internaba en el agua, iba dejan­do un rastro de luz como la cola de un come­ta. Todo su cuerpo poseía esa desconocida propiedad. Al levantar los brazos, el agua que caía era como una lluvia de minúsculas bombillas. Eric rio, gritó, em­pezó a zambullirse en el agua imitan­do los saltos de un delfín y después se detuvo a mirar fascinado el reguero de luces como una cristalería rota, las chispas minúsculas que se negaban a apagarse, que parecían nadar enloque­cidas de alegría ante el descubrimiento sorpresivo de la vida.
Después de un rato recordó a Corina y, a pesar de que estaba muy cerca, tardó en encontrarla. Eric la vio llegar, hundida hasta el cuello aunque el agua era poco profunda; la imaginó en cuclillas, como reptando para evitar asomarse al frío de la noche, tratando de mantenerse tibia bajo el agua, y vio en su rostro un chorreante y luminoso de­sam­paro.
Eric se hundió también hasta los hombros y la envolvió con sus brazos, pero había una trabazón de rodillas que solo era posible eliminar adentrán­dose en el mar. La respiración del agua fue lleván­dolos, con saltitos ingrávidos, hasta una profun­didad donde las piernas pudieron estirarse y re­nun­ciar a ratos, en una liviandad acompasada, al piso en tinieblas con plantas acuáticas. Allí jun­taron sus cuerpos y encendieron una breve tibieza que solo era posible sostener si no se separaban. Besaron sus bocas saladas, cerraron los ojos y se dejaron llevar por el movimiento de las olas. Con lentitud ansiosa, evitando romper la proximidad, fueron eliminando las distancias hasta entrar en un sueño de ser y no ser, de estar y no estar, de hundirse, invadirse y dejarse llevar, dictado por la voluntad del mar.
A veces —muy pocas veces—, uno de los dos abandonaba esa oscilante unidad de calamar y era de nuevo un ser frente a otro ser, sorprendido, halagado por los círculos de luz que rodeaban el abrazo como una música de fondo. Pero de nuevo era disuelto por ese extraño fuego que ardía bajo el agua.
Antes de perderse por completo, Eric volvió a ser Eric para ver el rostro abandonado de Corina, el gesto extraviado, los ojos cerrados y viajando por oscuros recovecos. Pero el ímpetu lo arrastró de nuevo hasta el centro encendido, poblado de rui­dos, de explosiones de agua, de vientos terri­bles, de espuma y de impulsos agónicos.
Y al sueño siguiente una quietud sin tiempo, un largo instante eterno (allí estaba, en la nada de nada, ni siquiera podría decir que era negra, ni siquiera podría decir que era algo), una serenidad vertiginosa y prolongada.
Y más tarde, milenios más tarde en un recinto oscuro, una ansiedad frenética, una avidez deses­perada que lo obligó a respirar, a inundar sus pulmones de agua y de sal.

* * *

Un ser aturdido que sube por una escalera de olas, una pobre criatura perdida que tose y vomita en un raro paraje, como si fuera a desdoblarse, hasta caer vencida entre sus aguas, entre sus frías babas de monstruo agonizante.
















jueves, 10 de octubre de 2019

Los amenazados

La columna de Vivir en El Poblado



Es miércoles por la tarde y te preparas para la clase que más te gusta. Hay con el grupo una empatía especial. Hablarán de “Los olvidados” de Buñuel, analizarán unas escenas y verán el documental sobre García Márquez y el cine. Al salir de la oficina una llamaba telefónica: todo indica que hay alguien en el campus dispuesto a disparar contra la gente.

La puerta del salón está cerrada. Cuando abres, tus estudiantes gritan y buscan refugio. Debes tranquilizarlos. Preguntas por los que faltan. Sales a un pasillo desierto. Hay tensión en el ambiente. Solo tú y tus estudiantes quedan en el primer piso del edificio. Por las ventanas de otros salones ves gente afuera que corre. Esperas. Te preguntas qué harás si te encuentras frente a frente con el asesino.















lunes, 30 de septiembre de 2019

jueves, 26 de septiembre de 2019

Tibieza evocada

La columna de Vivir en El Poblado



   El frío empieza a acomodarse en mi Siberia. Invita al estudio, al trabajo, a las actividades recogidas. En cuestión de semanas viviremos bajo cero. Con los años, el cuerpo se ha habituado a esas temperaturas que congelan las orejas y las yemas de los dedos, que convierten las palabras en nubes de vapor. La experiencia ha enseñado que la soledad y los anocheceres cada vez más tempranos resultan llevaderos si uno trae consigo el calor de lugares y seres queridos.






lunes, 16 de septiembre de 2019

Esas alegrías que alientan


Bienvenido, André

Un viejo texto de Wenceslao Triana, 
publicado en Cartagena en Línea
en septiembre de 2006



La vida está llena de ironías, de circunstancias absurdas que nos obligan a tragarnos nuestras palabras, a digerirlas y rumiarlas, aún después de que nos hemos olvidado de haberlas pronunciado.
Las palabras en general están sobrevaloradas, en especial las escritas, pues tienen la capacidad de hacer perdurables estados de ánimo que duran instantes, confusiones de segundos, malestares pasajeros. Es por eso que casi no me gusta leer diarios personales. La gente suele escribir cuando está aburrida o preocupada y, rara vez, cuando está feliz. Al final el resultado es siempre sombrío y uno queda con la sensación de que Virginia Woolf jamás sonrió y que Kafka nunca llegó a retorcerse de la risa.
Hace poco leí una biografía de Samuel Beckett donde la autora se refería al carácter engañoso de lo escrito y citaba una anécdota que ilustraba perfectamente esa idea. Un día cualquiera de su vida Beckett dedicó la tarde a escribir cartas a sus amigos. En una carta le decía a alguien que se sentía miserable, que esa vida que llevaba no era vida. Otra carta, escrita esa misma tarde, decía lo contrario: Beckett se sentía contento, lleno de vida y de proyectos.
Un mal biógrafo, uno que no se hubiera tomado el tiempo de buscar y confrontar esas dos cartas, se habría quedado con una impresión general y parcial, habría concluido que ese día, o que en ese período de su vida, Beckett fue feliz o miserable, una de dos o de dos una.
Cuando uno piensa en esa anécdota no le queda otro remedio que recordar el viejísimo dictum de Heráclito: “Las opiniones de los hombres son juegos de niños”, y agregar de paso que, cuando se expresan por escrito, las opiniones se convierten en juegos de manos, esos juegos de villanos que siempre terminan con alguien lastimado.
He hecho este larguísimo preámbulo para referirme a una opinión que he expresado con más frecuencia de la que habría debido. Me refiero a mi rechazo al aparato de televisión, a esa caja embobadora que se la pasa diciéndonos lo que debemos pensar.
Mi opinión estaría incompleta si no digo que también a esa cosa le debo buena parte de mis experiencias, de mis miradas al mundo, de mi vida en general. Siempre que he visitado a Colombia he quedado con la sensación de que los colombianos están envueltos en una adicción terrible a la televisión, pero he tardado en comprender que yo también lo estoy, que mi vida sería demasiado simple y plana si no pudiera encender el aparato y tener la sensación de estar participando en las cosas que pasan.
Este descubrimiento, sin embargo, no me hace perder las proporciones, ni me lleva a abrazar sin criterio todo lo que la televisión ofrece. Sigo pensando que muy pocas películas y series se salvan, sigo pensando que lo único de verdad valioso que se puede hallar allí son los espectáculos en vivo.
Esta semana, por ejemplo, me tocó ser testigo de un espectáculo maravilloso: la despedida de André Agassi, en el abierto de tenis de los Estados Unidos, el final de su carrera, su llanto y su alegría.
Seguí con emoción ese partido que prolongó el suspenso hasta el último servicio. Siempre estuvo viva la ilusión de que Agassi ganara un título más, a los treinta y seis años de edad, veintiún años después de haber emprendido la aventura de las canchas. Pero los años pesaban, eran crueles, despóticos, y hacían que este descendiente de iraníes y franceses aprendiera una de las lecciones más fuertes que debe aprender el ser humano: la de la decadencia, la del envejecimiento, la de la entrada en el último trayecto de la vida.
Todo en aquellos minutos fue bello, trascen­dente: el llanto que Agassi fue incapaz de contener cuando terminó el partido, el tributo del público, la incomprensión de sus hijos pequeños, quizá preguntándose por qué su padre estaba llorando, si era sólo un partido.
Me emocionaron hasta las lágrimas sus palabras de gratitud, el momento en que dijo que llevaría por el resto de su vida el recuerdo del cariño recibido. También me horrorizó la muerte implícita en esa afirmación, lo injusta que es la vida con los deportistas, lo pronto que los obliga a aprender la lección definitiva.
Mirando esas imágenes de adiós recordé aquel cuento prodigioso de Onetti, "Bienvenido Bob", ese cruel homenaje al envejecimiento que todo joven debería leer en el momento de la plenitud, para entender lo valioso y fugaz de los tiempos que vive, también lo inevitable de la decadencia.
Pero, de todos los instantes de aquella despedida, me quedo con uno en particular. No fue el llanto abierto, mezcla de tristeza y deber cumplido. No fue la ovación general y prolongada, ni las palabras certeras del hombre que se marchaba. Ahora guardo, como un recuerdo propio, como si fuera un instante de mi vida, el momento en que Agassi se disponía a recibir el último servicio.
En ese momento creía que sus gestos no eran vistos. Se sentía a solas en su juego y en el mundo. Trató de ser optimista y pensar que podría remontar el marcador, hacer un acto heroico y ganar. Pero de repente supo, con una certeza abrumadora, que perdería ese juego, que sólo unos segundos lo alejaban del vacío.
Allí, esperando la última bola de su vida, Agassi entendió que ese juego y su carrera eran historia, sintió la vejez apoderarse de sus células, sus ojos se inundaron de tristeza y se supo concluido.



jueves, 12 de septiembre de 2019

El aire y las almas

La columna de Vivir en El Poblado




El sur de España tiene un encanto especial. Su historia no está libre de crueldades, pero esas mezquitas convertidas en catedrales, esas ruinas romanas, esas infaltables juderías, esas plazas y calles estrechas y coloridas nos recuerdan que el hombre se hace mejor cuando las culturas aprenden unas de otras.
Por razones que parecen obvias, el turismo prefiere a Sevilla y a Granada. Pero la joya verdadera es Córdoba, ese territorio mágico a orillas de un incipiente Guadalquivir y recostado a las faldas de la Sierra Morena. En Córdoba había estado de paso y, ya que estaba en Madrid, decidí visitarla. Un bus de veinte euros y un cuarto barato en el centro me volvieron cordobés por unos días.




martes, 3 de septiembre de 2019

Una tesis de grado


Una tesis de grado, sobre "El país de los árboles locos",  en Rider University.
Perdonen que chicanee, pero si uno mismo no cacarea nadie se entera...