Pasajeros de un planeta perdido
A las siete de la
noche los buses parecen depósitos de cadáveres.
A las siete de la
noche la gente se arremolina junto a la India Catalina, el Camellón de los
Mártires y el Parque del Centenario.
En la mente de
muchos sólo está el recorrido hasta la casa, un recorrido que el cansancio
alarga, una meta infinitamente aplazada, inalcanzable.
Muchos tienen el
dinero del pasaje en el puño cerrado, muchos tienen bolsas grandes y pesadas
con cosas que se necesitan en la casa,
muchos se imaginan cada uno de los pasos hasta subirse, hasta ubicarse, hasta bajarse, hasta el camino final hasta la casa, hasta la
silla, hasta la cama, hasta el lugar donde por fin podrán abandonarse.
Todo es aparatoso,
todo es apresurado, todo tiene cierto aire de agonía.
Trabajar cansa y,
como a las siete de la noche, luego de un día de trabajo, se tiene hambre, el
cuerpo está sudado y agrietado y todo uno se siente cansado, fatigado,
exhausto, mamado.
Cuando se tiene
suerte o cien pesos más en el bolsillo, uno puede subirse a un bus ejecutivo y
dejarse llevar, olvidarse de todo, poner la mente en blanco, pensar sin comprometerse con lo que se
piensa, estar lo mínimamente alerta para no dormirse, para no pasar de largo
por el sitio en que se debe pedir parada gritando o timbrando y bajarse.
Hace como quince
días, a las siete de la noche, a un bus ejecutivo subió un hombre flaco y
triste que ponía una exagerada cara de bondad.
Se detuvo al
comienzo del pasillo, miró a los hambrientos y adormilados pasajeros, contó una
historia lo suficientemente trágica y conmovedora, habló de su incapacidad para
robar y delinquir y con voz áspera, lastimera e impostada se puso a cantar.
Cada día es más
frecuente que la gente cante en los buses, ya no de alegría sino de pura
necesidad. A cada nota adolorida del hombre que canta, las tripas nos duelen
más, taladra cada vez más hondo el hambre.
En medio de eso,
en medio de ese ambiente de súplica, un hombre que viajaba en una de las bancas
traseras gritó: “¡Qué cante el ñato!”. Su petición fue acompañada por una
aprobación casi unánime de los pasajeros del bus, la mayoría sonreía y parecía
orgullosa de saber quién era el ñato.
El ñato, que
estaba sentado en una de las bancas de adelante, mimetizado entre la multitud,
se paró, como picado por una serpiente, se volteó, miró algunos rostros,
ninguno de los cuales parecía ser el de quien gritó y dijo, a todos y a
ninguno: “¿Qué?, ¿me vas a dar plata tú a mí?” , y se volvió a sentar.
El hombre que
cantaba estaba asustado. Temía que esa disputa entre no se sabe quién y el ñato
pudiera robarle la atención que se posaba sobre él. Siguió cantando, tímido, ignorando la ira del
ñato y pasó luego por los puestos para recoger algo de dinero del que se
desprendían los hambrientos pasajeros.
Entonces el ñato
se volvió a parar. A muchos nos causó estupor ver su resucitamiento.
El ñato dijo:
“Pues sí, voy a cantar. Pero la plata
que ustedes crean que me merezco se la dan a él”, dijo señalando al apabullado
artista que había originado la discusión.
Y entonces el ñato
se dejó ir con su canción, y su voz se posó cálida y amorosa como una luna
llena en medio de la noche cansada de los que regresaban de trabajar.
El ñato conmovió,
reconfortó y resucitó a su auditorio con una canción en la que les decía que
cuidaran mucho a sus viejitas que las madres son un tesoro, un tesoro que no
engaña y que no sabe de traición.
Al mediodía el sol
parece una enorme y pesada roca de luz.
Debajo de esa roca
trabaja el ñato. Cuida carros en la plazoleta de Telecom y el sol es para él
como un sombrero.
El ñato cuida los
carros, limpia los carros y los vidrios de los carros, arranca el polvo de las
llantas y las latas de los carros, vigila que nadie les haga nada, ni les quite
ni les ponga.
El ñato también es
como un sicólogo de las personas que conducen los carros. Es padre, madre, hijo
y amigo dicharachero.
Para cada uno
tiene un trato. A cada uno le dice algo más de lo necesario.
Allí no es sólo el
ñato. También es “el cantante” y”el
mexicano”. Sucesivamente ha ido adquiriendo apodos, conforme a las modas (ahora
los apodos se sacan de la televisión). Le han llamado el cuervo, porque imitaba el chillido que se oía al comienzo de
un dramatizado que se llamaba “Los cuervos” y que fue muy popular hace algunos
años.
También le dicen
Mánimal y eso él lo dice medio divertido. Lo que sí no parece perdonar es que
le digan ñato. Él como que aún no se acostumbra a ese apodo. Por eso dice To-ña,
invirtiendo las sílabas e insinuando el siguiente tema de la conversación.
Antonio Aguilar
vino a Cartagena hace como 20 años. Vino con su gloria y su color, como milagro
salido de las pantallas de cine mexicano que en esa época abundaban.
Un asiduo de esas
películas era el ñato, quien, como ahora, se la pasaba rodando entre el trabajo
y la falta de trabajo.
Por eso, cuando
vino a Cartagena Antonio Aguilar (Toni Aguilar, To-ñaguilar) el ñato estaba
entre la deslumbrada multitud que asistió al Teatro Padilla y, sin saber muy
bien cómo ni por qué, terminó cantando en el escenario.
Subió porque Nando
Barrios, que había sido invitado a alternar con Toni Aguilar, se moría de pena
y de miedo y no quiso salir.
Hubo un momento en
que Aguilar pidió a alguien del auditorio que lo acompañara y, luego de un
breve silencio en la sala, el ñato, un joven flaco y tímido de dieciséis años,
se paró como años después en un bus ejecutivo y caminó hasta el escenario, tomó
el micrófono que afablemente Toni Aguilar le ofrecía y se puso a cantar “La
negra cruz”, tranquilo, emocionado pero no asustado, seguro de su voz y de su
sentimiento.
“Ya no llores corazón, no seas cobarde.
Hay que ver lo que me haces padecer. Ya no llores corazón que ya es muy tarde,
pues a los dos nos tocó la de perder”.
“Yo me muero y tú me pierdes para
siempre. Y te quedas en el mundo a navegar. Ten cuidado, pisa bien y no
resbales. Mas, no seas tonta, no te dejes engañar”.
“Ahora quieres con tu llanto
regresarme, de aquel camino que tú misma me enseñaste y en el vaso tú pusiste
el veneno, aquel veneno que para mí preparaste”.
“Que en mi niño yo te dejé mi retrato.
En él tienes el camino que te di. Cuando crezca le platicas de su padre. Mas no
le digas que me traicionaste a mí”.
“Y en la tumba pon la cruz que yo te
diga. Y que sea negra, no la quiero de color. Porque negra todo el tiempo fue
mi suerte. Mujer traidora ahí te dejo mi perdón”.
El ñato se queda
con la mirada en el suelo. Pensativo. Con los labios apretados. Lejos del ir y
venir apresurado del parqueadero.
“Cantar con
Antonio Aguilar es una alegría grande para mí. Creo que está vivo todavía. No
creo que haya muerto”.
“Toni Aguilar me
dijo que por qué no me iba de aquí, que
progresara la voz, que si quería él me ayudaba para viajar a México para
perfeccionarme y ser cantante”.
Le dije que iba a
hablar con mi mamá, pero ella no aceptó. Dijo que yo estaba muy pelado y me
tuve que quedar aquí”.
“No le guardo
rencor. Ella obró como madre”.
Pero, ¿quién es el
ñato? Es un hombre opaco de piel dura y calcinada. Es un ser vulnerable que
finge dureza. Es una máscara a la que se
asoma la sentimentalidad por los ojos, por la mirada roja al borde del llanto y
se lamenta de su suerte, de su mala estrella, y baja la cabeza y suspira y ve
cómo uno de los carros que cuidaba se aleja sin pagar.
“Estrellas y estrellados”
Una vez ganó un
concurso de canto. Fue en el programa “Estrellas y estrellados” que dirigía el
famoso locutor Víctor “Piropero” Castro.
“En ese tiempo estaba
yo varao. Me encontré con un muchacho
que me oyó cantar y me dijo que en la Voz de la Heroica había un programa así y
así, que por qué no me inscribía. Tenía que ir un jueves a entrenar y al
domingo participé por primera vez. Gané durante tres domingos seguidos”.
Tan exitosa era su
carrera, tan directo era su camino hacia la fama, que muy pronto el conductor
del programa le dijo que sería el representante de Cartagena en un concurso en
Barranquilla.
“Este puesto a ti
no te lo quita ninguno”, le había dicho el Piropero.
“Ese día salí
feliz hacia mi casa, que quedaba en el barrio la Candelaria, pero allí me
encontré con un problema, tuve que rajarle la cabeza a uno por una discusión
por un chance de cinco pesos (¡mira que hace tiempo!) y me tuve que ir de la
ciudad varios meses para donde una de mis tías”.
Ni modo de volver
a participar después en “Estrellas y estrellados”. Se sentía, algo así, como
una estrella estrellada. Por lo menos se había caído desde bajito.
Entonces no volvió
a intentar cantar. Al menos no ya buscando la fama.
Algunos sabían que
el ñato cantaba y le pedían que lo hiciera y a veces le pagaban; pero no era
nada profesional.
En los barrios a
la salida de Cartagena era popular. En el puente frente al estadio de fútbol
había ganado varias batallas musicales. Muchos se habían quedado silenciados al
enfrentarse con su talento.
Pero era más bien
desconocido. Nunca había podido ser un verdadero cantante.
Tito Cortés está ahí adentro
Otro artista al
que conoció fue a Tito Cortés.
Él ñato trabajaba
como portero de un cabaret en Tesca y Cortés actuó varias noches allí.
En esa ocasión no
cantó. No quiso medirse con él. Empezaba a dudar que su destino tuviera que ver
con el mundo de la canción.
Hace como tres
años le robaron todo de la casa. Allí se fueron sus recortes de periódicos,
muchos libros de vaqueros y espionaje y su diario.
“Era un cuaderno
como así”, dice el ñato poniendo las palmas de las manos como si entre ellas
tuviera un libro como de mil páginas, “en el que escribía las cosas importantes
que me sucedían en la vida”.
Lo primero lo
escribió después de la noche gloriosa en que cantó al lado de Toni Aguilar.
Luego la gloria fue decayendo en esas páginas y empezaron a llegar historias
sórdidas, amores que traicionan, amigos que dicen ser amigos.
Allí quedó
consignada la historia de una mujer que lo abandonó y lo dejó con un niño de un
año.
Allí escribió el
ñato hasta hace como tres años. ¿Dónde está ese valioso manuscrito?
Están escritas las
crónicas de su arrancia, los avatares de su arrastrar de estrella apabullada.
Está la obra tristemente irónica de su vida de cantante fracasado.
Porque la palabra
fracaso es la que primero salta cuando ese hombre canta ante auditorios
ocasionales o invisibles con su voz poderosa de Rolando Laserie dedicado a las
rancheras, cuando retumba esa caja de resonancia que a veces él ejercita
mientras limpia carros, cuida carros y estira una mano hacia las ventanillas de
los carros.
Al oírlo cantar,
algunos se detienen a escucharlo.
Sonríen con algo de sorna, pero a la vez con respeto. El ñato está
cantando. Le está demostrando a un periodista que sabe improvisar y está
haciendo una canción sobre la forma como él y el periodista se conocieron en un
bus, cómo el periodista le preguntó dónde podía hablar con él, cómo él
respondió de inmediato que en el parqueadero de la Mantuna y cómo, al día
siguiente, él había recordado el episodio y pensado que a ese periodista ya
nunca más lo volvería a ver.
El ñato corre tras
un carro que se marcha y concluye su canción improvisada con las frases: “…ésta
es mi profesión, cantar y cantar, a aquel que me quiera oír”.
“Tengo mis hijos.
Tres varones y una hembra, cada uno de distinta mujer”.
“El que más me
necesita es el menor, el que abandonó la mamá”.
“Por ellos estoy
aquí”, dice el ñato levantando los ojos a ese sol que parece reírse de él. “Si
no, no estuviera aquí”.
“A veces también
me gano algo cantando. Paso por ahí y me dicen: cántese una ranchera”.
“Me han dicho que
por qué no voy a Bocagrande y me integro a un conjunto, pero no tengo la
conexión. Si me hubiera dedicado, tal vez sería un gran cantante”.
Hay gente que me
dice que todavía puedo, he querido salir adelante pero no tengo ayuda. Una
señora me dijo que iba a hablar con no sé quién. Me gustaría tanto poder ser
cantante: pero me he encontrado con esa mala estrella. “Tengo, como dicen por
ahí, la comida, pero no tengo dónde hacerla. No tengo la olla”.
He creído ver un oasis en la distancia
“Algún día
quisiera poder conocer a México”.
“Lo que sé de ese
país es porque lo vi en las películas o por las canciones”.
“He estado en
Venezuela, en Nicaragua, pero en México no”.
“Ojalá pudiera
pisar esa tierra. Significa la salvación del resto de mi vida…ser otro”.
“¿Una canción que
resuma mi vida?...”. El ñato piensa un momento. No parece haberse hecho nunca
esa pregunta. Luego responde: “El ausente, de Antonio Aguilar”. Y de inmediato,
como en las películas mexicanas, en las
que cualquier excusa es buena para cantar,
el ñato despierta su vozarrón obstinado y sin prisa, y dejando salir
virtuosamente cada frase, se pone a considerar “qué triste se encuentra el hombre cuando anda ausente, cuando anda
ausente, muy lejos de su patria. Mayormente si se acuerda de sus padres y su
chata. Ay qué destiiino, para ponerse a llorar”.
“Paso del Norteeeee, qué lejos se va
quedando. Sus divisioneees, de mí se están alejando”.
Los pobres de mis hermanos de mí se
están acordando. Ay cruel destinoooo, para ponerse a llorar… Porque tanto
tiempo he estado ausente y porque me encuentro triste a cada rato”, dice el
ñato con una voz que flaquea de tristeza.
Las voces de mis enemigos
“Muchas veces sí
he pensado en matarme. Pero me detuvo la cobardía: es cobardía quitarse la
vida… o lo haría después de matar a dos enemigos que a mí me están trabajando,
pero antes quiero saber quiénes son”.
“He tenido ganas
de ir donde un sicólogo mental para que me diga quién me está trabajando”.
“Cada rato oigo
ruidos sin que haya nadie, oigo golpes en los calderos y voces que me dicen que
me voy a volver marica”.
“Lo que cojo se me
vuelve nada. Si me gusta una muchacha que se llama Beatriz la voz me dice que
por qué voy por allá, que ella tiene tres hijos”.
“El día que no
pueda más voy a cometer una barbaridad. Si voy a pasar el resto del tiempo
preso, así será”.
Entonces, bajo ese
sol, viéndolo ir y venir como pez entre lava, recibiendo el mal humor de
algunos empleados oficiales (“todo lo que quieren resolver con la ley, pero yo
no me le quedo callado a ninguno”, dice el hombre que no se le quedó callado a
Toni Aguilar), viéndolo cantar, hablar de su vida con ojos a veces al borde del
llanto, uno termina por pensar que el ñato es espectacular.
Algunos
conductores, intrigados porque alguien que anda con él toma nota en una
libreta, se detienen, lo ocupan, le piden
el favor de que les limpie el vidrio trasero, le piden un poquito de agua para
el radiador, le preguntan si todo está bien, y el ñato los atiende obediente y
diligente. Hace su labor sonriendo por saberse finalmente importante, a lo
mejor se le ocurre que finalmente es un gran artista y que el sol es un
reflector que ilumina su escenario, recibe las monedas que le alargan desde el
carro y vuelve, manejando con maestría unos gastados zapatos blancos convertidos
en chanclas porque tienen el contrafuerte pisado, regresa, sonriendo
tímidamente, ensayando la sonrisa que pondría si hubiera sido lo que nació para
no poder ser, camina con su trapo rojo
en el hombro y un balanceo carente de naturalidad, pensando qué más puede
contarle al periodista, qué más puede agregarle a esa historia de alguien que
se vio obligado a decirle que no a todas las oportunidades que la vida le
mostró, se vio condenado al fracaso, a la nostalgia, al delirio oyendo voces y
recordando noches del pasado que parecen soñadas, que vuelven cada vez más
diluidas en su memoria, despojadas de fechas, esquivas, imposibles de mirar
directamente a causa del resplandor infame que cae día a día, especialmente al
mediodía, sobre la plazoleta de Telecom.
El Universal, Dominical
Marzo 1 de 1992