Son
muchos los que han hablado de las virtudes de la relectura. Los argumentos
suelen ser los mismos: la primera lectura invierte demasiada energía en hacerse
una imagen completa de lo leído, en familiarizarse con espacios o personajes,
en adaptarse a las maneras del autor. Sólo las lecturas subsecuentes empiezan a
entregarnos los frutos más preciosos que los textos contienen.
Algunos
han recordado a Heráclito para explicarnos que, cada vez que vamos a bañarnos
en el río del libro, ni nosotros ni el río somos los mismos. Mi amigo Juan
Yepes decía que cada cual recoge agua de la fuente divina según el tamaño de la
vasija. Podríamos decir lo mismo de la lectura. La vasija con que vamos a la
fuente de los libros aumenta o disminuye con el paso de los años, con las
experiencias que nos hacen crecer o nos encogen. Como los textos también son
espejos, lo que cambia con cada relectura es nuestra mirada y en cada ocasión
la agudeza, los intereses, la empatía frente a las situaciones, son siempre
distintas.
Algunos
llegaron al extremo de decir que, en el curso de una vida, sólo se pueden
llegar a leer con verdadera profundidad cinco libros. Mucha gente podría decir
que se encuentra cerca de la meta. Pero entiendo que aquí se habla de cinco
libros releídos hasta la saciedad, hasta destrozarles los lomos, hasta tenerlos
impresos en el corazón, y no de los cinco libros mal leídos en el bachillerato.
Releyendo
un cuento de Hans Christian Andersen he llegado a pensar que, incluso, hablar
de libros puede ser exagerado. Llegar al fondo de cinco historias, de cinco
cuentos cortos, puede tomarnos toda la vida.
Creo
haberles contado, a mis dos o tres lectores, que hay un grupo de cuentos que
informa mi estructura moral. Alguna vez he contado la historia de los ciegos y
el elefante. Otra más he hablado del viejo, el niño y el burro. Estoy seguro de
haberles recontado la historia del traje nuevo del emperador. Nunca he
desaprovechado una oportunidad para volver a contar esas historias, siempre
cambiando los detalles, adaptándolas a mi auditorio, llamando a veces
"reyecito" al emperador, poniéndoles nombres a los sastres, alargando
la historia según el entusiasmo.
Si hace
unas semanas alguien me hubiera preguntado en cuáles relatos me consideraba un
experto, habría mencionado el cuento de Andersen. Hoy no estoy tan seguro de
eso.
Mi
edición de los cuentos completos de Andersen tiene una extraña propiedad: se
desaparece en mi biblioteca y sólo se deja encontrar cuando le viene en gana.
Mi desorden ordenado está siempre bajo control y soy capaz de encontrar con los
ojos cerrados cualquier libro que necesite. Pero el de Andersen no. He pasado
noches enteras mirando estante por estante en mi apartamento, en busca de ese
libro, pero he sido incapaz de encontrarlo. Luego, cuando menos lo espero, lo
veo asomarse, llamarme con una sonrisa burlona. He llegado a pensar que el
libro aparece cuando necesito leerlo, pero nunca cuando quiero.
Así que
el amigo Andersen se dignó llamarme hace unos días y me dio por
rerrerrerrerre…releer "El traje nuevo del emperador", con la lentitud
y el goce de quien vuelve a visitar a un ser querido. Todo iba bien y
tranquilo: los sastres hacían su pantomima, la gente de la corte la creía, los
hilos de oro se perdían de vista, el reyecito se probaba el traje inexistente y
lo aprobaba con deleite, el niño notaba la tontería, hasta que llegué al
párrafo final.
¿Saben
ustedes cómo termina el cuento? Todavía no salgo de la sorpresa.
Pasé la
vida creyendo que la historia de Andersen estaba destinada a denunciar las
tonterías que la gente es capaz de hacer por temor al desprestigio. Todos en la
corte fingieron ver el traje que, aparentemente, sólo los inteligentes podían
ver, por temor a que pensaran que no eran inteligentes. Los pícaros sastres los
habían engatusado apelando a una de las más comunes debilidades humanas: el
temor al ridículo, llevándolos de paso a un ridículo más grande. La voz del
niño sincero, aquel que dijo que el rey estaba desnudo, es como una presencia
purificadora en medio de las mentiras de la corte. Siempre pensé que el final
de esa historia era esperanzador.
Pero no.
Ocurre algo tremendo después de que todos se hacen conscientes de la patraña en
la que están envueltos. La gente empieza a quitarse la ropa y se instaura la
moda de andar desnudos.
Si de
algo me he envanecido en esta vida es de ser un buen lector. Ahora el libro de
Andersen ha venido a decirme que no sólo no lo era, sino que estaba equivocado
sobre el tema de una de mis historias más queridas.
"El
traje nuevo del emperador" no es una historia sobre el cuidado de las
apariencias. Es un cuento político sobre la manera como una sociedad asimila,
trivializa y olvida su propia estupidez.
Publicado en Cartagena en Línea, en mayo de 2007.
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