Es
natural que nadie me pida opinión sobre García Usta, pues la idea es que todos
hablen maravillas. Ya hasta proponen hacer una estatua encaramada en un alto
pedestal. Todo el mundo lo exalta: el cronista de Indias que en público lo
elogia y en privado censuraba sus métodos, la red de apóstoles que todavía se
pelean por llevarle el maletín, la ristra de instituciones que consiguió
agarrar por el cogote y poner al servicio de su visión mesiánica.
García
Usta era un tipo estudioso, dedicado, trabajaba más que nadie. Como poeta era
inspirado, como cronista era terrígeno, como ensayista era engolado, como gestor
gestaba en una tierra donde la gente suele hacerle siesta a la digestión de un
mango.
Se sabía
mortal porque su padre murió también temprano. Por eso iba apurado. Era práctico
y tenía un duelo personal contra lo virreinal de la ciudad que quiso
conquistar.
Sabía que
una manera de reinar era alentando talentos incipientes, poniéndole alas a todo
pichón de algo que encontrara. La única condición que le imponía al que
ayudaba –sin palabras, por supuesto, de
esas cosas no se habla– era que no le hicieran sombra, que no lo obnubilaran.
Recuerdo
algunas cosas: que alguna vez lo hice reír hasta las lágrimas cuando hablábamos
de Gustavo Tatis, que su hijo lo sorprendió alguna mañana con la idea de que
quería ser Gustavo Arango, que fue capaz de apreciar mis escritos cuando muy
poca gente me apreciaba.
Éramos amigos
y nos admirábamos. Yo admiraba su pasión por lo que hacía. Sé que él admiraba
mi manera demente e inspirada de jugar al fútbol.
La amistad
se acabó cuando no pudo tolerar que yo escribiera sobre asuntos que él creía de
su absoluta propiedad. Usó magia para desaparecer la edición casi completa de
un libro de cuentos míos que él mismo había ayudado a publicar. Gestionó que
las puertas de la ciudad de los virreyes me fueran cerradas en la nariz. Me la
puso tan difícil que no me dejó otra alternativa que marcharme. Puedo decir con
agradecimiento y con orgullo que fui el primer recipiente de la beca que
llevaría su nombre.
Cuando la
enemistad era ya un hecho, ocurrieron cosas chistosas. Recuerdo una vez que nos
cruzamos en la calle y los dos tuvimos que contener la alegría que nos dio
volver a vernos. Sé que escribí muchas cosas con la intención de irritarlo. Sé
que fue la persona que más releyó mi libro sobre García Márquez, buscando de manera infructuosa alguna sombra
de plagio, y eso le dañó el genio.
Cuando lo
llamé enano, casi nadie entendió la ironía. Al hacerlo era un burro diciéndole
a otro orejón. Admitía que lo feo que veía en el otro también lo reconocía en
lo que soy. Los argentinos dicen que todo petiso es agrandado. En eso
coincidíamos: los dos éramos criaturas recortaditas con sueños de grandeza.
Soñé su
soledad y su tristeza la noche antes de que la noticia de su muerte me llegara.
Algo me dice que durante mi “período Cartagena” García Usta fue el único que de veras me
entendió.
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