La columna de Vivir en El Poblado
Pocos piensan que allí pueda vivir gente. Estamos en el
fondo de un hueco sombrío y, al comienzo de la historia, la mirada se eleva en
busca de luz. Contra una de las paredes de aquel hueco hay una casa. El techo
enclenque hace pensar que es un lugar abandonado. Un par de chicos que pasan
por allí piensan que aquello es un basural y arrojan residuos de verduras.
Luego vemos el interior de la casa.
Es invierno y el viento silba y se cuela por las ventanas
rotas. Adentró hay una multitud aletargada. Todos habitan en el mismo espacio.
Una pareja que vende dulces y se dispone a salir a trabajar. Un hombre que se
obstina en limpiar la herrumbre de un caldero. Una mujer que tose y se aferra
ya sin fuerzas a la vida. Un viejo actor hundido en la ebriedad. Una prostituta
soñadora. Un samurái decadente y sin espada. Un tahúr lleno de rabia y de
cinismo. Suciedad y miseria. Frío y desolación.
La historia es tan terrible que uno decide olvidarse de
ella por unos días, sin saber si tendrá el valor de regresar. Pero al final
regresa. Los personajes se van desarrollando. Hay también un ladrón joven y
apuesto, enredado en un triángulo amoroso: fue amante de la mujer del casero,
pero la llegada de la hermana menor de la mujer ha cambiado las cosas. Por
esos días llega un anciano sonriente y apacible que se sorprende con la
imposibilidad de todos para encontrar una salida a su situación.
El anciano no los juzga, los entiende. A la mujer que
tose la ayuda a morir con tranquilidad. Siembra en el actor la idea de viajar a
un templo cercano para escapar del alcohol. Escucha paciente los recuerdos
alterados de la prostituta, la exaltación fantasiosa de un tiempo en que
alguien la miró con amor. Es claro que la paz de aquel anciano fue conquistada
con esfuerzo. Cuando habla revela que no siempre fue un buen hombre, que
también él estuvo atrapado entre temores y pasiones.
El anciano no puede evitar meterse en problemas. Le
aconseja al ladrón que se escape con la mujer que ama, que huya lejos de las
amenazas y chantajes de la casera; pero el muchacho y la chica están atados con
cadenas invisibles. La ira de la mujer es explosiva y el anciano comprende que
ha llegado la hora de marcharse. El final de la historia es oscuro y complejo.
Entre las pocas dichas que ofrecen estos tiempos tan
peyes se encuentra el acceso que tenemos a libros y películas que hace solo
unos años habrían sido inalcanzables. Pienso en lo felices que serían Borges o
Luis Alberto Álvarez si hubieran tenido acceso a lo que ahora se nos ofrece.
Llevo varias semanas inmerso en el cine temprano de Akira Kurosawa. He visto
hermosas historias de caída y redención (Escándalo,
Un domingo extraordinario), he visto
historias donde la corrupción tiene rostros humanos (Alto y bajo, Los malos
duermen bien), he disfrutado de sus dramas juguetones de samuráis (La fortaleza escondida, Sanjuro, Yojimbo); pero con todo y lo fascinantes que han sido esas
historias, ninguna me ha estremecido como Los
bajos fondos. Uno tiene la secreta sospecha de que en aquellas vidas está
su propia vida y la sensación puede ser intolerable.
No sé si contarles el final. Quizá sería estropearles la
experiencia. La historia está basada en un drama de Gorky. La visita del
anciano le da un toque budista. Pero la liberación que propone el budismo no
tiene aquí la última palabra. Después de ver la película he leído reseñas; casi
todas sugieren que en la historia triunfa la desolación. Me parece que en ese
horror final hay un extraño brillo de esperanza.
Publicado en Vivir en El Poblado el 4 de junio de 2015.
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