Palabras de agradecimiento y lectura de Rómulo Bustos Aguirre,
durante la presentación de la novela Criatura perdida,
el 17 de mayo de 2001, en la Casa Museo Rafael Núñez de Cartagena.
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Los
rumbos mágicos
Hace un poco más de medio siglo, el parque situado frente a esta casa era el escenario de las tertulias trasnochadas de tres amigos a quienes los unía la pasión por la literatura.
Gustavo, Gabriel y Héctor
solían quedarse en el parque hasta la madrugada, hablando de libros, de la
historia de la casa, del mar y las murallas, del misterio del viento o de los árboles.
Una noche discutieron, hasta
quedar exhaustos, las posibilidades de un verso antiguo que decía: “Y ella sus
rumbos mágicos entabla”.
¿Quién era ella? ¿Una mujer?
¿La misma vida? ¿Tal vez una divinidad? Y esos rumbos mágicos de que habla el
verso, ¿qué clase de rumbos son?, ¿se refieren a las direcciones de un viaje?,
¿al destino de los seres humanos?
Esa noche ocurrió un episodio
inexplicable. Los tres amigos se quedaron mirando el patio de una casa frente
al parque –quizá el patio donde ahora mismo estamos– y sintieron la presencia
muda y misteriosa de algo que parecía hipnotizarlos sin palabras.
Sólo uno de los tres recuerda
hoy ese episodio. Para Gustavo Ibarra Merlano, aquello que veían era una manifestación
de lo cerca que estaban de Dios cuando hablaban de literatura.
He querido recordar esa
anécdota y ese verso, “Y ella sus rumbos mágicos entabla”, para tratar de
transmitir todo el sentido, mágico, trascendental, religioso que tiene para mí
presentar mi primera novela en esta ciudad, en esta casa, frente a estos
rostros amigos.
Vine a vivir a Cartagena en
1989. La ciudad y su mar me habían seducido desde niño. Vine convencido de que
aquí podría escribir. Sabía que aquí se está más cerca de los misterios de la
vida, de esa oscuridad enorme de donde sale la literatura. Desde entonces no he
parado de escribir y la ciudad no ha dejado de alentarme.
Mis maestros me han enseñado
que un escritor no debe hablar demasiado, que lo que no dicen los libros es inútil
tratar de decirlo de otro modo. Por eso sólo quiero expresar mis gratitudes.
En primer lugar, quiero
agradecer al Instituto Internacional de Estudios del Caribe y a la Facultad de
Ciencias Humanas de la Universidad de Cartagena, por todo el cariño y el
entusiasmo que le han puesto a la organización de este acto, por creer en la
literatura como expresión de un compromiso con la vida.
Al doctor Hector Hernández Ayazo,
por la generosidad sin límites con que me ha ayudado a encontrar el camino.
Al periódico El Universal, mi casa, a los amigos
periodistas que han asumido como propia
la tarea de llevar esta novela a los lectores.
A Omaira Aristizábal, expresión
de amistad incomparable.
Si quisiera ser justo, la
lista de gratitudes se prolongaría por el resto de la noche. Sólo quiero
agregar algo más. Hoy en la mañana debía estar en la Universidad de Rutgers, en
en New Jersey, para recibir el diploma que me acredita como maestro de artes.
He creído que la mejor manera de celebrar ese logro es estar aquí presentando
mi novela en la ciudad y los espacios de los que se nutrió.
Por eso quiero agradecer muy
especialmente a ustedes, a quienes han venido, a quienes están aquí de corazón
o pensamiento, por tener la sensibilidad y el espíritu necesarios para que ella
entable sus rumbos mágicos.
Una
reflexión sombría, compasiva y lúcida
Por Rómulo
Bustos Aguirre
Algo que salta a la vista en este
reciente trabajo de Gustavo Arango es que no es un texto que se entregue fácil.
Su fragmentación y ambivalencia ponen exigencias al lector, que comenzará desde
la primera página a internarse en un mundo movedizo, en permanente declive y
disolución.
disolución.
Tal vez la clave de ello (y uno de
los aspectos más seductores de esta novela) esté en el hecho de que hacen
simultánea presencia en sus páginas dos elementos que están en los extremos de
la evolución del género épico a la novela, según ha sido analizado por algunos
estudiosos: el viaje del héroe por el mundo para explorarlo y transformarlo y
la imposibilidad de este viaje, es decir: la parálisis del héroe (su
imposibilidad anímica), baste pensar en la obra de Kafka; el resultado es, si
se quiere, una novela de aventuras imaginarias que se despliegan a través del
mecanismo de una ilusoria conversación; el clima de vértigo queda de manifiesto
cuando el lector descubre que ni siquiera hay “viaje” de la palabra, pues
hablante y oyente, de algún modo son el mismo ser en dos instancias temporales,
siendo que recíprocamente una es invención de la otra.
A través de esta vertiginosa
confesión el personaje construye/reconstruye su vida constituida por una serie
de ovillamientos y de desovillamientos, de contracciones y expansiones en una
suerte de parábola de la derrota y el fracaso de toda vida humana en que se
hace inevitable evocar al maestro del horror existencial: Juan Carlos Onetti.
Esa especie de agujero negro que
dibuja la novela a este nivel que hemos señalado es una expresión de una de las
ambiguas obsesiones del personaje: la fascinación y el terror de lo abismal: la
nada o el enigma final, su imposible o posible solución; en este sentido
resulta muy significativo el pasaje siguiente:
“ —¿Entraste en la gruta? Eric pensó
en confesar lo que había significado para él ese reducto que lo acogió en el
momento de mayor estupor. Hubiera querido ser capaz de explicar esa mezcla de
consuelo y de horror que le inspiró cuando el instinto lo obligó a guarecerse
en lo profundo, acurrucado contra el musgo y el fango, bañado todavía con sus
aguas. Acobardado por el resplandor de esa noche incomprensible, por la
insistencia rutinaria de un mar que se negaba a devolverle el recuerdo de sí
mismo [...]” ( p.124)
Una vez más el mar como imagen del
abismo, de la nada y la disolución, pero también contenedor de todas las
claves y avaro de las mismas, aquí lo tenemos: “Un mar que se negaba a
devolverle el recuerdo de sí mismo”. La amnesia que padece el personaje
(Wenceslao Triana o Smith o Eric, pues se trata de avatares de un mismo ser)
adquiere aquí un valor significativo: más allá de su referencia patológica
quiere ser una imagen de la ignorancia, del desconocimiento esencial, del
triunfo del enigma que permanecerá violento y huidizo; entonces a falta del
recuerdo esencial se construyen recuerdos pasados o futuros, siempre
fantasmales, vicarios, en una especie de ironización de la teoría platónica del
conocimiento como recuerdo. Pero qué es lo que “mueve” a este personaje, que
instiga sus sucesivas —o tal vez se trata de una continua y única— muertes y
resurrecciones, qué impulsa sus “viajes” abandonando sus refugios temporales,
sus “casas”, sus máscaras, siempre con su perro fiel: la maleta cargada de
escritos y naderías. Ya lo dijimos: el recuerdo de sí, la explicación, el origen,
de allí la búsqueda del padre como pretexto de sus “movimientos”; pero también,
simultáneamente, la búsqueda de la mujer. Una mujer que poco a poco va siendo
recordada, es decir inventada, a partir de una obsesión o un sueño ajeno. ¿Qué
clase de mujer es esta?, una mujer que al parecer muere de agua, en una bañera
o acaso en el mar, una mujer que en algún momento la describe el personaje como
alguien “cuya belleza anula otra forma de belleza”, y el narrador como “una
mujer que estaba hecha de muchas mujeres muertas”.
En la página final el personaje se
apresta a su más reciente huida con su insobornable maleta, es un paisaje
crepuscular, de agua, flotando en una frágil canoa y entonces el diálogo o
monólogo con la mujer inasible, buscada; algo de compasivo y materno en las
únicas palabras que parecen provenir de ella: “No has tenido un buen día”, y
luego la placidez y promesa de la línea final: “Cuando cayó la noche, el sol
aún brillaba detrás de sus párpados”.
Toda la concurrencia de este
simbolismo parece apuntar a la imagen de que la mujer buscada y ¿finalmente
hallada?, es la muerte misma; la nada, el abismo, ahora esplendente y benévolo,
acompañándolo, como una bella parca, como la poesía misma, a lo que tal vez sea
su último viaje. Estaríamos así ante un viejo tópico romántico incorporado a
una obra de clara textura existencial.
Toda esta imaginería tiene como
escenario el Caribe, el mar, el acantilado, la atmósfera de salitre y
calcinación, los símbolos de estatismo y derrota que propicia: “Sed./La sed
infinita del mar./ Desierto de sal mimetizada que tortura mi garganta./ Agua
desmesurada en la que me consumo, me calcino me disuelvo./ Lento, insistente y
voraz, el sol quema mis quemaduras, hurga la piel sangrante con sus astillas de
fuego hasta la ceguera a través de la traslúcida cortina de mis párpados”,
escribe en alguno de sus cuadernos el protagonista.
En esta novela Gustavo Arango ha
tirado su red en nuestra geografía y la ha extraído plena de imágenes para la
construcción de una sombría, compasiva y lúcida reflexión sobre la enigmática
aventura del hombre sobre la tierra.
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