Para equilibrar las cargas, después de la reseña indignada de ayer, aquí van las palabras de presentación de El origen del mundo, en el Queens Museum of Arts, el 16 de abril de 2011, en el marco de la Semana del Inmigrante en Nueva York.
La mano paciente del orfebre
Miguel
Falquez-Certain
La nueva novela de Gustavo Arango es, en primer
lugar, “una compleja fantasía sobre un hombre que encontraba su placer en
escribir sobre mujeres escribiendo”, como su narrador la define en sus últimas
páginas. Pero es mucho más que eso: es el placer de la escritura, la alegría de
leer, el mundo explicado desde una perspectiva única, ejemplar, original y
auténtica, los juegos literarios para aprender a desbordar la fantasía, el ojo
fantasma del demiurgo de Victor Hugo observando con deleite el mapa femenino,
una clase veraniega de creación literaria en la Universidad de Rutgers, la vida
rutinaria de su protagonista, Magnífico Delgado, profesor de la Universidad de
Syracuse, repartida entre su habitación desordenada y sus trabajos alternativos
de repartidor de periódicos, mal consejero espiritual de un amigo improbable,
fantasías sexuales, detective privado, recuerdos de la infancia y de la
adolescencia y, sobre todo, regodeo en la creación de una literatura rítmica,
sonora y perdurable.
El título de la novela, El origen del mundo, se
deriva de una pintura de Courbet que encuadra a una mujer desnuda, donde sólo
son visibles el seno derecho, la vagina poblada de vellos púbicos, el inicio de
sus nalgas en las entrepiernas y unos muslos generosos explayados que se
ofrecen al espectador con insolencia. En 1866 fue un escándalo y aún hoy lo
sigue siendo. Facebook censuró la imagen recientemente. La han tildado de
pornográfica porque la mujer descabezada se convierte en objeto de lujuria.
Sin embargo, al igual que en el Placer del
texto de Roland Barthes, el verdadero protagonista es la escritura misma,
el placer incomparable de crear un mundo con palabras donde antes nada había.
La anatomía femenina se convierte en paradigma del placer exquisito de la
creación. Así lo afirma el narrador: “En el agua ha jugado a recorrer su
cuerpo. Ha sido al mismo tiempo el amante y la amada, la textura y la mano: la
caricia completa”. La narración se desenvuelve deliciosa y rebosante como
aquella cinta de Möbius con una sola cara y un solo borde, con la propiedad
matemática de ser un objeto no orientable que avanza y retrocede y retorna y
fluye ineluctablemente ad infinitum en donde la palabra es el hilo
conductor que hace posible la multidimensionalidad y coetaneidad del suceso.
Por consiguiente, la novela nunca cesa de existir, no termina en el sentido
tradicional sino que más bien se abre en múltiples direcciones y hace del
lector su cómplice en la construcción de sus significados.
Si bien la metaficción y la autoreferencialidad
coexisten en la construcción novelística, es decir, la ficción que se construye
al lado del narrador con la anuencia del novelista, por un lado, y la constante
recreación de la labor del escritor como eje fundamental del proceso con obvios
tintes autobiográficos, por el otro, es por la forma de engarzar sus palabras y
de ejercer diversos estilos, a cual más de ricos e innovadores, que colocan a
esta novela en un lugar de privilegio. Aun cuando el escritor y el narrador
sean eruditos el resultado dista de ser petulante. Las alusiones literarias
flotan con elegancia y se incorporan a la narración sin ser forzadas. Cuando
habla de un escritor que alguna vez dijo al momento de morir “luz, más luz” no
es necesario que sepamos que se refiere a Goethe, pues el contexto es lo
importante. Tampoco es preciso conocer ni recordar el poema “Ítaca” de Cavafis
ni “Lisboa revisitada” de Pessoa para regocijarnos con su afirmación que “donde
fuera uno la ciudad iría con él”.
El solo capítulo “Confieso que he matado”
justificaría la existencia de esta novela. En menos de treinta páginas, el
mundo del personaje, que bien puede ser el recuento de la infancia y de la
adolescencia en el país de origen del protagonista, el profesor Magnífico
Delgado (ese oxímoron que brinda múltiples interpretaciones), tiene un estilo
de narrar diferente a los otros que se encuentran en este libro. Treinta años
de novelitas amarillistas que han explotado el tema del narcotráfico quedan mal
paradas ante esta elocuencia desnuda de un huérfano producto de la violencia
que desangra a nuestro común país de origen. Y es porque el tema no es la
violencia en sí ni el tráfico de drogas, sino la condición humana con toda su
riqueza de esplendores y miserias.
El narrador nos dice que “desde los veinte años,
su vida ha sido un diálogo constante con la muerte”. Sabe que tiene poco tiempo
para brindar su testimonio. En su fiebre pantagruélica de dejar su huella,
intuimos que en el acto de crear encuentra finalmente la razón de su sino.
Casi todos conocemos las famosas anécdotas de
Flaubert en que afirmaba pulir hasta el cansancio siempre en pos de la palabra
exacta y aquélla de que Madame Bovary en realidad era él mismo. También
recuerdo la preciosa novela de Gesualdo Bufalino, Diceria dell’untore,
cuya elaboración le tomó treinta años, desde su concepción, realización y
constantes revisiones, para ver la luz finalmente cuando el autor tenía sesenta
y dos años. Si bien creo reconocer ecos de Cortázar y de Borges, sobre todo en
la forma de enfrentar el estilo, en la forma de narrar y de concebir sus tramas
(por ejemplo, dice el narrador que “Él mismo no era más que tres historias, un
refrán y varias líneas de un poema” y que ha visto el mundo como lo hace Borges
en el Áleph desde un punto de vista privilegiado), creo que es en las obras de
Alain Robbe-Grillet, particularmente en La casa de citas, que puedo
encontrar un paralelo paradigmático en la exquisitez con que Gustavo Arango ha
logrado plasmar el ritmo cantarino de sus espléndidas palabras. Y junto con
ecos proustianos, en aquel plan de trabajo para su próxima novela en que
propone que “permitiera que estuviera siempre terminado, por si la muerte
llegaba de manera accidental o provocada. Escribiría el principio y el final de
aquel periplo en el que todo el universo quedaría contenido y luego dedicaría
el tiempo que tuviera para llenar el espacio entre los dos extremos”,
justamente lo que se trazó Proust en la elaboración de En busca del tiempo
perdido. A cuarenta y cuatro años de publicada Cien años de soledad,
me complace haber leído con deleite una novela que nada le debe al mal llamado
“realismo mágico”. Pero, lo que es más importante, El origen del mundo
se inscribe por derecho propio como iniciadora de una nueva y excelente
producción que ofrece insospechadas posibilidades.
Nos dice el narrador que “incluso con la pugna que
el placer desencadena, todo puede seguir, el goce puede andar sin detenerse,
puede moverse en pos de virtuosismos y de cimas más altas, si evita utilizar la
familia de palabras que todo lo interrumpe, que todo lo congela”. Gustavo
Arango no sólo tiene voz y estilos propios, sino también un mundo rico y
enriquecedor que observa con precisión de entomólogo y que ha logrado plasmar
con mano paciente de orfebre, una visión auténtica que marca un hito en la
producción novelística latinoamericana.
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