lunes, 26 de junio de 2017

Un crítico indignado

Una reseña de El origen del mundo, publicada en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República: Vol. 48. Número 85 (2014)


La novela de un voyerista

Por Rodrigo Zuleta

La reciente novela de Gustavo Arango, El origen del mundo, puede considerarse una novela sobre la creación literaria, es decir, estamos ante literatura sobre literatura. La incursión en este género implica un doble riesgo. De un lado, éste se apunta a lectores normalmente más exigentes que el lector medio. Además, y eso es lo más arriesgado, el autor se expone a la comparación con Borges, de la que casi nadie puede salir bien librado.
En un acto de misericordia, tal vez sea recomendable ahorrarle a Arango la comparación con Borges. También es legítimo pasar por alto la posibilidad de leer su novela dentro de la tradición de la llamada novela de artista ya que, aunque gran parte de la obra gira en torno a un hombre que escribe una novela, en ella falta el motivo clásico del conflicto del artista con la sociedad.
Acaso sea más justo empezar una lectura desde ceros y decir que se trata de una novela sobre un profesor de literatura hispanoamericana y de escritura creativa en una universidad norteamericana que tiene una obsesión erótica platónica con sus estudiantes mujeres a las que le encanta ver escribiendo.
Una de las características de la novela de Arango es que tiende a partir de elementos que parecen un anuncio de algo que apunta hacia lo sublime y que luego se desinflan en banalidades. El título mismo hace pensar en diversas cosmogonías, y que en realidad se refiere a un cuadro de Courbet, no queda justificado por la historia que se cuenta.
La novela se abre con la imagen de una mujer que empieza a ejecutar una extraña danza en la mitad de una calle, como si hubiera entrado en trance. Al final sabemos que sólo estaba tratando de espantar una abeja que la había hecho entrar en un estado de pánico.
La escena sólo tiene sentido si logra leerse en clave de caricatura. Lo mismo ocurre con lo grandilocuente que hay en el personaje principal. Máximo Delgado, célibe atormentado por deseos eróticos insatisfechos, digno a ratos de una mala imitación de alguna película de Woody Allen, que se consuela mirando a sus alumnas mientras resuelven los ejercicios que él les pone en la clase de escritura creativa como escribir diez minutos sin parar, desarrollar un texto a partir de una frase como “alguien está sentado” o sacar palabras de una palabra determinada jugando con sus letras.
El placer de ver mujeres escribiendo le había sido revelado a delgado años antes a la escena que da comienzo a la novela por una mujer llamada Aimée, a quien le había dado clases de español y quien le había regalado un argumento para una historia al contarle un sueño en el que alguien la buscaba para matarla y lo único que tenía para reconocerla eran los trazos de su escritura a mano. Delgado termina poniéndole ejercicios de escritura y al final descubre la satisfacción que le da ese curioso placer voyerista.
Si la novela de Arango fuera una novela lograda, al lado de una permanente ironía, tendría que tener una permanente tensión erótica. Es difícil sentirla, aunque en algún momento –chiste demasiado evidente para mi gusto– Delgado quiera decir “texto” y termine diciendo “sexo”. En cierto pasaje de la novela se habla de un proyecto para escribir una versión del Quijote en la que Alonso Quijano no se enloquezca por leer libros de caballería, sino por leer literatura pornográfica. La idea, que también suena a Woody Allen, no se desarrolla en ninguna parte (pág. 120).
La historia de la abeja no finaliza en el descubrimiento de que la presunta danza de Regina no es el resultado de alguna posesión extraña –que debería estrellar a Delgado contra la realidad–, sino termina llevándolo a hacer una serie de elucubraciones librescas sobre las abejas y la sexualidad femenina. “Virgilio –escribe– vivió en tiempos en que se creía que las abejas eran asexuadas y les dio una explicación moral a los ataques. Aristóteles decía que las mujeres, después de estar con un hombre, emanaban un olor almizclado que atraía y excitaba a las abejas”(pág. 78).
El desenlace de esa escena apunta a una posible caricatura de un erudito, incapaz de aproximarse a las mujeres que desea, lo que lo lleva a resignarse al voyerismo y a las especulaciones librescas. Sin embargo, la tensión entre esos dos mundos es algo que sólo se explota a medias. Además, hay muchas desviaciones de ese eje narrativo que son difícilmente justificables y que al menos, en una ocasión, termina convirtiéndose en un cuento aparte que puede leerse de manera independiente. Me estoy refiriendo al tercer capítulo, titulado “Confieso que he matado” y que deja abierta la pregunta acerca del papel que tiene en el marco de la totalidad de la novela. Son casi setenta páginas. Tal vez pueda plantearse la hipótesis de que es parte de una trilogía planeada por Delgado, cuya tercera parte debía llevar como título precisamente “El origen del mundo”, obra que en el capítulo cuarto define como “un nuevo intento, tal vez el último, de escribir algo que fuera mucho más que variaciones, torpemente disfrazadas, del simple patetismo de su vida”(pág. 80).
En el mismo capítulo se da cuenta también de algunos datos de la historia del cuadro de Courbet. Al inicio fue propiedad de un diplomático turco cuya colección fue rematada después de su muerte, lo que hizo que el cuadro pasara después por muchos propietarios y por muchos sitios, incluyendo un burdel. En 1935 se le da el nombre de “El origen del mundo”. Los nazis quisieron destrozarlo, pero sobrevivió a la guerra y los soviéticos vieron en el mismo una especie de alegoría de “la alegría de la mujer en un mundo socialista”(pág. 85). En 1955 fue adquirido por Jacques Lacan y su esposa Sylvia Bataille y, cuando ellos fallecieron, pasó a ser propiedad del Estado Francés.
La historia del cuadro que, apócrifa o no, resulta interesante se interrumpe de pronto y Delgado vuelve a sus estudiantes a quienes les propone un ejercicio con el adjetivo “viscoso”, lo que da otra vez para un juego con los dobles sentidos. El quinto capítulo es otro relato aparte –de 35 páginas– que resulta bastante insoportable.
En el sexto sabemos cosas de la infancia de Delgado. De un lado está la muerte de sus padres y su hermana por la explosión de una bomba en un centro comercial. Es algo que no tiene una conexión clara con el resto de la narración: se podría pensar que Delgado, más que con sexo, debería estar obsesionado con la violencia. Y, por otro lado, tenemos noticia de la torpeza sexual de su adolescencia que en cierta manera anticipa la vida del profesor voyerista.
En ese capítulo, a más tardar, queda claro algo que tal vez explique cierto desagrado que se siente al leer la mayor parte de la novela. Delgado es un personaje grotesco –incluso en un extremo inverosímil– desde niño. Baste con pensar en un pasaje en el que se dice (pág. 119) que a los quince años no sabía qué era la masturbación y que cuando lo supo, tardó “varios meses en entender y aplicar el mecanismo”.
No obstante, pese a que se trata de un personaje grotesco, Arango lo toma demasiado en serio y a ratos narra en un tono claramente patético. Ese patetismo conduce a la novela, a mi modo de ver, al fracaso narrativo.







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