Una reseña de El origen del mundo, publicada en el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República: Vol. 48. Número 85 (2014)
La novela de un voyerista
Por Rodrigo Zuleta
La reciente novela de Gustavo
Arango, El origen del mundo, puede
considerarse una novela sobre la creación literaria, es decir, estamos ante
literatura sobre literatura. La incursión en este género implica un doble
riesgo. De un lado, éste se apunta a lectores normalmente más exigentes que el
lector medio. Además, y eso es lo más arriesgado, el autor se expone a la
comparación con Borges, de la que casi nadie puede salir bien librado.
En un acto de misericordia,
tal vez sea recomendable ahorrarle a Arango la comparación con Borges. También
es legítimo pasar por alto la posibilidad de leer su novela dentro de la
tradición de la llamada novela de artista ya que, aunque gran parte de la obra
gira en torno a un hombre que escribe una novela, en ella falta el motivo
clásico del conflicto del artista con la sociedad.
Acaso sea más justo empezar
una lectura desde ceros y decir que se trata de una novela sobre un profesor de
literatura hispanoamericana y de escritura creativa en una universidad norteamericana
que tiene una obsesión erótica platónica con sus estudiantes mujeres a las que
le encanta ver escribiendo.
Una de las características de
la novela de Arango es que tiende a partir de elementos que parecen un anuncio
de algo que apunta hacia lo sublime y que luego se desinflan en banalidades. El
título mismo hace pensar en diversas cosmogonías, y que en realidad se refiere
a un cuadro de Courbet, no queda justificado por la historia que se cuenta.
La novela se abre con la
imagen de una mujer que empieza a ejecutar una extraña danza en la mitad de una
calle, como si hubiera entrado en trance. Al final sabemos que sólo estaba
tratando de espantar una abeja que la había hecho entrar en un estado de
pánico.
La escena sólo tiene sentido
si logra leerse en clave de caricatura. Lo mismo ocurre con lo grandilocuente
que hay en el personaje principal. Máximo Delgado, célibe atormentado por
deseos eróticos insatisfechos, digno a ratos de una mala imitación de alguna
película de Woody Allen, que se consuela mirando a sus alumnas mientras
resuelven los ejercicios que él les pone en la clase de escritura creativa como
escribir diez minutos sin parar, desarrollar un texto a partir de una frase
como “alguien está sentado” o sacar palabras de una palabra determinada jugando
con sus letras.
El placer de ver mujeres
escribiendo le había sido revelado a delgado años antes a la escena que da
comienzo a la novela por una mujer llamada Aimée, a quien le había dado clases
de español y quien le había regalado un argumento para una historia al contarle
un sueño en el que alguien la buscaba para matarla y lo único que tenía para
reconocerla eran los trazos de su escritura a mano. Delgado termina poniéndole
ejercicios de escritura y al final descubre la satisfacción que le da ese
curioso placer voyerista.
Si la novela de Arango fuera
una novela lograda, al lado de una permanente ironía, tendría que tener una
permanente tensión erótica. Es difícil sentirla, aunque en algún momento
–chiste demasiado evidente para mi gusto– Delgado quiera decir “texto” y
termine diciendo “sexo”. En cierto pasaje de la novela se habla de un proyecto
para escribir una versión del Quijote en la que Alonso Quijano no se enloquezca
por leer libros de caballería, sino por leer literatura pornográfica. La idea,
que también suena a Woody Allen, no se desarrolla en ninguna parte (pág. 120).
La historia de la abeja no
finaliza en el descubrimiento de que la presunta danza de Regina no es el
resultado de alguna posesión extraña –que debería estrellar a Delgado contra la
realidad–, sino termina llevándolo a hacer una serie de elucubraciones
librescas sobre las abejas y la sexualidad femenina. “Virgilio –escribe– vivió
en tiempos en que se creía que las abejas eran asexuadas y les dio una
explicación moral a los ataques. Aristóteles decía que las mujeres, después de
estar con un hombre, emanaban un olor almizclado que atraía y excitaba a las
abejas”(pág. 78).
El desenlace de esa escena
apunta a una posible caricatura de un erudito, incapaz de aproximarse a las mujeres
que desea, lo que lo lleva a resignarse al voyerismo y a las especulaciones
librescas. Sin embargo, la tensión entre esos dos mundos es algo que sólo se
explota a medias. Además, hay muchas desviaciones de ese eje narrativo que son
difícilmente justificables y que al menos, en una ocasión, termina
convirtiéndose en un cuento aparte que puede leerse de manera independiente. Me
estoy refiriendo al tercer capítulo, titulado “Confieso que he matado” y que
deja abierta la pregunta acerca del papel que tiene en el marco de la totalidad
de la novela. Son casi setenta páginas. Tal vez pueda plantearse la hipótesis
de que es parte de una trilogía planeada por Delgado, cuya tercera parte debía
llevar como título precisamente “El origen del mundo”, obra que en el capítulo cuarto
define como “un nuevo intento, tal vez el último, de escribir algo que fuera
mucho más que variaciones, torpemente disfrazadas, del simple patetismo de su
vida”(pág. 80).
En el mismo capítulo se da
cuenta también de algunos datos de la historia del cuadro de Courbet. Al inicio
fue propiedad de un diplomático turco cuya colección fue rematada después de su
muerte, lo que hizo que el cuadro pasara después por muchos propietarios y por
muchos sitios, incluyendo un burdel. En 1935 se le da el nombre de “El origen
del mundo”. Los nazis quisieron destrozarlo, pero sobrevivió a la guerra y los
soviéticos vieron en el mismo una especie de alegoría de “la alegría de la
mujer en un mundo socialista”(pág. 85). En 1955 fue adquirido por Jacques Lacan
y su esposa Sylvia Bataille y, cuando ellos fallecieron, pasó a ser propiedad
del Estado Francés.
La historia del cuadro que,
apócrifa o no, resulta interesante se interrumpe de pronto y Delgado vuelve a sus
estudiantes a quienes les propone un ejercicio con el adjetivo “viscoso”, lo
que da otra vez para un juego con los dobles sentidos. El quinto capítulo es
otro relato aparte –de 35 páginas– que resulta bastante insoportable.
En el sexto sabemos cosas de
la infancia de Delgado. De un lado está la muerte de sus padres y su hermana
por la explosión de una bomba en un centro comercial. Es algo que no tiene una
conexión clara con el resto de la narración: se podría pensar que Delgado, más
que con sexo, debería estar obsesionado con la violencia. Y, por otro lado,
tenemos noticia de la torpeza sexual de su adolescencia que en cierta manera
anticipa la vida del profesor voyerista.
En ese capítulo, a más
tardar, queda claro algo que tal vez explique cierto desagrado que se siente al
leer la mayor parte de la novela. Delgado es un personaje grotesco –incluso en
un extremo inverosímil– desde niño. Baste con pensar en un pasaje en el que se
dice (pág. 119) que a los quince años no sabía qué era la masturbación y que
cuando lo supo, tardó “varios meses en entender y aplicar el mecanismo”.
No obstante, pese a que se
trata de un personaje grotesco, Arango lo toma demasiado en serio y a ratos
narra en un tono claramente patético. Ese patetismo conduce a la novela, a mi
modo de ver, al fracaso narrativo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario