Texto publicado en El Colombiano Dominical, el 28 de octubre de 1990. .
De la literatura urbana y Gustavo
Arango
Por José Guillermo Anjel[1]
La ciudad cambia (los amores
se enternecen) mientras llueve y es distinta cuando hace sol (los amores se
aceleran). La ciudad (de noche está habitada por toda clase de genios, con
botella o en la botella) con sus espacios públicos repletos de vendedores
ambulantes y de fantasmas perdidos, esta montonera de casa añosas y de
edificios sin identificación, de calles intrincadas y faldudas, avenidas
atestadas de caras a punto de la primera palabrota(o después de ella, por el
descanso que se nota) y de peatones ensimismados en sus pequeños problemas
(enloquecedores porque parecen dolores de muela), también cambia de acuerdo a
la literatura y a la lotería: varía según el cuento, según la poesía, según el
testimonio, según la novela. La ciudad es una muchacha que se viste acorde a
sus amores, a sus bailes, a sus rincones. Y entre la contaminación y el
desespero producido por el ruido, siguiendo las huellas de las señoras que
salen a la calle esperanzadas en que alguno se las robe, aparece Gustavo
Arango, un escritor (muy tímido de estudiante) que apenas empieza o se
acuartela (como se quiera) en la vida de esta ciudad donde hay una poliexplotación
morbosa de la violencia que no permite ver otras formas de caminar que no sean
las que están bajo el cañón de una pistola
o la hoja filuda de una navaja. Pero, así y todo, hay gente que plantea lo que
sucede al interior de las casas y los ojos, las tripas y lo que queda del corazón.
Y, claro, aparece un librito con un duende escritor en la carátula, que se
llama Bajas pasiones[2],
segundo texto de Gustavo Arango (el primero fue su tesis de grado, publicada
bajo el nombre de Un tal Cortázar[3]),
donde el nombre no tiene nada que ver con lo escrito, a no ser (y tal vez esta
fue la intención de Arango)que la rutina y la cotidianidad se tomen como algo
que atenta contra el desorden establecido: bien podría ser, a tales puntos
hemos llegado y la señora de la esquina, aterrorizada (eso dice ella), no se
atreve ni a salir al balcón por miedo a que se le vuelen los sueños o a que la
señalen por la cara de felicidad que tiene, con la colaboración del marido (se
supone).
Este libro, de 109 páginas
escritas en renglón estrecho, tiene encima el sambenito de la edición pobre,
hecha a punto de ahorros y de sueños, de rabias y de pesadillas (también de
insomnios) por el mismo escritor. Y este es también su mayor encanto, pues la
buena literatura en este país (que no sale de las grandes editoriales) rueda de
mano en mano como si fuera una bomba a punto de estallar, en medio del
clandestinaje de los 500 o mil ejemplares, apenas, y uno aprovecha cada letra y
(Con el sabor de lo prohibido) la deglute lentamente, lujuriosamente,
tercamente aferrado a la historia que avanza y se mete con nuestras intimidades
hasta convertirse en un personaje más que , al igual que en cine, se sienta y
se pierde en la pantalla, haciendo de hombre invisible o de espíritu burlón.
Una edición simple, amorosa, rabiosa, sudada, vivenciada, clara como las
historias que cuenta, llenas de esos pequeños terrores de todos los días,
repleta de preguntas con las mismas supuestas respuestas, angustiosas, secas,
duendosas, convencionalizadas, eso, que lo que Gustavo Arango hace es meternos
en el mundo que a cada uno le toca con sus pasioncitas torpes, con sus
detallitos risibles, con sus ansiedades por una talla menos o algunos gramos más
(donde se necesiten), mirá que me estoy secando y me da miedo que acabe
chuzando. Perdoname, Alberto, pero no sigo tomando formol, creo que me estás
secando para venderme embalsamada. No hagás caso de eso, os es que ya no me
querés, lindura. Tan mentiroso, me decís eso pa’ que no te cobre el arriendo.
A Gustavo Arango lo conocí en la Universidad. No
tenía cara de nada (la falta de pose le había borrado la cara, pasa en ciertos
momentos) y era nervioso, un tanto cetrino y vivía en Envigado. No sabía aún
que tenía esa capacidad increible para crear pequeños monstruos que se
trasnochaban esperando al papá o escribiendo frases de castigo en los tableros.
Sólo después de conocer su tesis (yo había sido su profesor), supe de su
habilidad para burlarse de todo, fabricando un humor negro muy propio, como el
copete (la mota) del duende que aparece en su libro, que parece uno de esos Apetitosos[4] de
los que hala el poeta Carlos Ossa en su poema sobre la tribu de los pobres,
donde uno no sabe si reír o llorar, tales son las desgracias y las epopeyas,
las alegrías cortas (cortísimas) y la capacidad de ansiar infiernos nuevos(por
aquello de que a medida que pasa el tiempo las cosas ya no son las mismas) de
estas pobrecías que sólo miran hacia arriba en las tormentas, pero que acabarán
estando presentes ene l día de la tierra, cuando ya los burgueses no tengamos
que comer y ellos (los pobres), risueños, nos miren hacer gestos de asco y de agradecimiento,
que uno se enseña. Y de pequeñas burguesías son los relatos de Bajas pasiones, como usted, como yo, todos
encerrados en nuestros munditos, encogidos como si estuviéramos en cerrados en
un huevo, como si hubiéramos sido condenados a ser puestos cada amanecer por
una gallina que amenaza con sentarse sobre la cáscara y ahí sí, no te digo: de
nada valió rezar.
Sustos, premoniciones
falladas, sobrevivencias, apartados aéreos cambiados, esquivando noticias sobre
los que No nacimos pa’ semilla[5],
esos habitantes de las balaceras y el No futuro, de las comunas olvidadas donde
morir y nacer es un acto de amor y de ocio, de protesta y de sumisión, donde el
infierno fue cambiado pro otra galaxia y la muerte se atemoriza de pasar por
ciertas calles. Estómagos fríos cuando oyen los relatos de Alfonso Salazar, porque
de alguna manera rompen con la rutina maquinal de los que convivimos con nuestras
bajas pasiones y hemos sido
retratados por Arango, con todas nuestras endiosaditas y bajadas torpes, con nuestros
amores a créditos y nuestras inseguridades de piel y brillos en la mirada. Pero
así y todo, ahí seguimos por fuera de lo que pasa, evadiendo responsabilidades,
más preocupados por el blanco de los dientes que por darle la cara a la
realidad. Y muy ulcerosos, claro.
[1] El Colombiano, Dominical.
28 de octubre de 1990.
[2] Arango T., Gustavo.
Bajas pasiones. Ediciones El Guarro.
Medellín, 1990.
[3] Arango T., Gustavo.
Un tal Cortázar. Colección mensajes.
Editorial Universidad pontificia Bolivariana. Medellín, 1987.
[4] Ossa, Carlos. Apetitosos. Hojas fotocopiadas.
[5] Salazar J., Alonso.
No nacimos pa’ semilla. Ediciones CINEP.
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