Una entrevista con John Jairo Junieles Acosta, a propósito de la publicación de la edición colombiana de El país de los árboles locos.
La entrevista fue publicada en el suplemento Dominical, de El Universal de Cartagena,
La entrevista fue publicada en el suplemento Dominical, de El Universal de Cartagena,
el 13 de noviembre de 2005.
"Cuando quiero novedades
las busco en el pasado"
Por John Jairo Junieles
Hay plantas que crecen en lugares inhóspitos,
como en los tejados de las casas, donde precisan sólo de una reducida sombra de
polvo para seguir insistiendo. Más extrañas aún son las que vemos colgando de
los cables de luz eléctrica, y que sobreviven de los nutrientes del aire, o de
lo que lleva el viento a su paso.
Es posible imaginarse que esas plantas han
aprendido a vivir con poco, hasta el punto de que ese poco, llega el día en que
parece demasiado para ellas.
Algún día esas plantas fueron de la
tierra, y la tierra de ellas, pero su curiosidad, o fuerzas incomprensibles
operaron sobre ellas, e impusieron, o despertaron, una necesidad de búsqueda.
Imagino –tal vez sin acierto–, que
los escritores en el exilio, como estas plantas aéreas, ejercen una nostalgia
de orígenes, que es dolor y alimento. Exilio, esa palabra extraña, hija de los
aeropuertos y estaciones de autobuses y trenes, que se duerme con la canción de
cuna de las sirenas de los barcos.
Pero hay formas imperceptibles de
exilio: abrir un libro y transportarse a la Florencia de Boccacio, cerrar los
ojos mientras se escucha la música de esferas de Bach, o ese mongol que fatiga
la estepa en su caballo (casi olemos el sudor del animal) frente a la
fotografía que los eterniza a ambos. Cruzar las fronteras de la imaginación es
también, sobre todo, un ejercicio de exilio (y de estilo, diría jugando Cabrera
Infante).
Gustavo Arango es un exiliado en muchos
sentidos (vive hace mucho años en Estados Unidos, actualmente es profesor de
Oneonta College, de la State University of New York) pero hay un tipo de exilio
que causa más curiosidad todavía: es un exiliado de los "temas
hamburguesa" de la literatura colombiana (y latinoamericana) de hoy, sus
novelas y cuentos todavía no han sido empacados y etiquetados por las
editoriales masivas.
Arango es autor de Un tal
Cortázar (reportaje), Bajas pasiones (cuentos), Su última palabra
fue silencio (cuentos), Retratos (reportajes), Un ramo de
Nomeolvides (reportaje sobre las vivencias y aprendizaje de García Márquez
en el diario El Universal de Cartagena), La risa del muerto (Premio
Internacional de Novela de la Casa Dominicana de Nueva York), y Criatura
perdida (novela).
Hace poco en Francia apareció la Antología
de cuentos colombianos del siglo XX, de la escritora y crítica literaria
Christiane Laffite, Maitre de Conferences en la Universidad de París Sorbona.
En esa antología hay un cuento suyo, El intruso.
Todo escritor funda gran parte de su
literatura en la autobiografía, toda obra es una reescritura, o un deja vu
distorsionado de la memoria. Gustavo Arango no escapa a esto, sin embargo, hay
un pudor y un silencio natural que busca arropar el origen biográfico de sus
invenciones.
Esta entrevista que nos ha
concedido, es una invitación a volver del exilio de las fronteras inútiles, y
del universo personal del creador.
Usted hace parte de la denominada
diáspora de escritores colombianos, ¿en qué medida esa situación condiciona o
influye en su trabajo? ¿El exilio ha modificado su percepción creadora?
— La palabra exilio se ha llenado
con el tiempo de sentidos nuevos. En cierto modo ha perdido la connotación de
castigo que solía tener y, hoy en día, podría decirse que es un privilegio.
Muchos de los que estamos fuera de Colombia hemos salido impulsados por
fenómenos económicos o sociales que no se parecen en nada a los destierros a la
manera de Ovidio o, para no ir muy lejos, de los escritores latinoamericanos de
los años setenta. En tiempos en que la mayor parte de la población de un país
quiere o necesita marcharse, el exiliado es algo así como el sobreviviente de
un naufragio.
No quiero decir que no haya amenazas
detrás de quienes abandonamos el país. Las amenazas existen, muchas veces he
pensado que de no haber salido primero de Medellín y luego de Colombia, las
probabilidades de estar muerto serían mucho mayores, pero es más significativa
la sensación de haber conquistado nuevas perspectivas, cierta independencia y, en
cuanto a la creación literaria, una mayor libertad creativa.
Cuando vivía en Colombia me sentía
en cierta forma un exiliado interior. Ninguno de los textos literarios que
escribí allá (una novela, dos libros de cuentos) están situados en espacios
colombianos. Rara vez los lugares donde transcurren mis historias tienen un
nombre. Vivir fuera de Colombia me ha servido para corroborar que la
nacionalidad puede ser otra forma de la alienación.
¿Cuáles han sido sus recientes
descubrimientos personales como lector, no sólo en materia literaria, y por qué
su interés y valoración?
— Cuando quiero novedades las busco
en el pasado. Creo, como dice el Eclesiastés, que no hay nada nuevo bajo el
sol. Soy un convencido de que la gran mayoría de las innovaciones en literatura
pueden ser halladas en épocas como el siglo de oro español.
Nada de lo que se ofreció como nuevo
en las últimas décadas ha sido de verdad tan nuevo. Mucho de lo que hoy en día
aparece promovido por la prensa está muy por debajo de lo que se hizo en
literatura siglos atrás. Como decía el inevitable Borges: "Ochenta años de
olvido equivalen, tal vez, a la novedad".
Por eso mis hallazgos literarios
suelen parecerse al descubrimiento del agua tibia. Llevo varios años fascinado
con una escritora mexicana del siglo XVII, llamada Juana de Asbaje. Plutarco
puede ser suficiente lectura para muchos años. Siempre me gusta escarbar en
tiendas de libros de segunda y anticuarios, allí es donde suelo hacer los
mejores hallazgos. Pero si me obligaran a mencionar un contemporáneo, hablaría
de David Markson, el autor de Wittgestein’s Mistress y Vanishing
Point, para los amantes de los chismes literarios sus obras son manjares.
En relación con lo anterior, ¿cuáles
han sido las lecturas que han sobrevivido al tiempo, y cuya relectura se ha
convertido en una necesidad?
— Hay un libro que necesito leer
cada cierto tiempo, se trata de Ortodoxia de Gilbert K. Chesterton.
Pienso que sigue siendo un libro válido para entender nuestro mundo actual y
para identificar las mentiras que lo constituyen, también para descubrir que
casi nunca aquello que parece rebeldía constituye una verdadera rebeldía.
Tampoco me canso de leer a Juan
Carlos Onetti, especialmente El astillero. Siempre que leo ese libro
pienso que estoy frente a una obra que durará siglos. La razón parece obvia:
dura más la ruina que el edificio. Otro libro de poesía que me reconforta es Cosmos,
de Carl Sagan.
La literatura colombiana de hoy
tiene varias corrientes temáticas o expresivas reconocibles, a veces por sus influencias.
¿Cuál es su opinión sobre esas tendencias, ha identificado alguna, o algunas,
desde su perspectiva?
— Debo confesar que no leo mucha
literatura contemporánea, aunque sí me entero a veces de los ires y venires de
los escritores, de sus asociaciones y rivalidades.
Otra ventaja del exilio es que uno
no tiene que sumarse a ningún bando ni pedir demasiados permisos para escribir
sus tonterías. A pesar de que enseño literatura latinoamericana, he tenido la
suerte de trabajar con períodos en los que ya las pasiones se han sosegado.
Mi impresión general es que hoy en
día en Colombia son más los herederos de Andrés Caicedo que los de García
Márquez. Sé que hay una corriente exitosa que emplea los personajes y
situaciones de la violencia contemporánea: los narcotraficantes, los sicarios,
los guerrilleros, los paramilitares. Supongo que esa corriente es heredera del
realismo social y que, como su antecesor, no tiene un lugar preciso entre la
denuncia y la apología.
Por mi parte pienso que no hay que
rendirles tanta pleitesía a los criminales. Un matón no es un héroe, es una
enfermedad.
Sé también que Colombia ha entrado
en la moda de fabricar escritores como figuras del espectáculo, donde interesa
más la pose que lo escrito. Todo eso es entretenido y no veo que sea demasiado
reprochable. Un país teleadicto como el nuestro necesita ese tipo de
celebridades. Por la calidad de la literatura no hay que preocuparse, muchas
obras buenas ya fueron escritas y la vida no nos va a alcanzar para leerlas.
¿Qué temas o preocupaciones cree que
son una constante en su obra creativa, y qué raíces u orígenes intuye o
reconoce?
— Puedo hacer una breve lista de
temas que me obsesionan y están en todo lo que escribo: la soledad, el
silencio, la brevedad de la vida frente a la inmensidad de la nada, la
incapacidad que tenemos para entender el universo, el absurdo y el sinsentido.
Creo que el origen de todo eso está
en haber tenido desde niño una vida muy al margen de las relaciones personales.
Las estrellas eran más importantes que los vecinos.
Por eso mis historias son casi
siempre vagas, imprecisas, abstractas, tratando de agarrar al mismo tiempo el
instante y la eternidad. Mi primera novela, Criatura perdida, habla de
un hombre que viaja de ciudad en ciudad y todos los lugares a los que llega se
van quedando desiertos, la gente desaparece hasta que él se queda solo.
La risa del muerto, mi segunda novela, habla de las
huellas que las personas dejan después de morir, del paulatino borrarse de
nuestros gestos y nuestras obras. Cada libro ha sido una experiencia distinta. Criatura
perdida me tomó cinco años de escritura muy dificultosa, llena de
interrupciones, de obligaciones que me alejaban. Fue una obsesión que se
mantuvo viva por mucho tiempo. A veces me impuse la tarea de transcribir a mano
lo que llevaba escrito para recuperar el tono del libro.
Con La risa del muerto
ocurrió algo distinto. Un día me puse a revisar los cuadernos que he venido
llenando desde hace veinte años y descubrí que allí estaba la novela casi
lista. Me tomó mes y medio organizar los textos y darle una forma final al
libro. Para mí ha sido una cosa rara que la novela ganara un premio aquí en
Nueva York.
Comparto la opinión de mi madre
cuando la leyó: "No me explico que le vio el jurado a eso tan
enredado".
Nunca he creído que mis libros
lleguen a ser populares. Pero confío en que circularán por un tiempo de mano en
mano.
¿Cuál ha sido la semilla, o el
detonante, de alguno de sus libros?
— En los últimos años mi manera de
escribir ha cambiado. Antes me preocupaba si pasaba mucho tiempo sin escribir,
pensaba que algo andaba mal. Ahora sé que pueden transcurrir meses y años, que
puedo leer y hacer otras cosas, porque cuando llegue un tema que de verdad me
apasione me sentaré a escribir con todas las ganas. Así he escrito las últimas
cuatro novelas. Tres de ellas las he reunido en un libro que he titulado Tríptico
de la tristeza. Están inéditas y espero que un editor o algún jurado se
"equivoquen".
Una de ellas, Confieso que he
matado, surgió a partir de una obsesión con el poema de Sor Juana, Primero
sueño. Otra, Oscuridad variable, es un relato construido a partir de
seis fotografías. La tercera, El origen del mundo, tiene su origen en el
cuadro de Courbet con ese título.
¿Qué puede comentarles a los
lectores sobre El país de los árboles locos, su último trabajo?
— El país de los árboles locos
es una novela corta que también podría considerarse un reportaje. De hecho, al
final del libro hay un reconocimiento a todos los autores de los que se nutre
el relato. Las fuentes son muy diversas. Al lado de Plinio el viejo, José
Asunción Silva o Robert R. Ripley (el de Aunque usted no lo crea),
aparecen mis amigos Juan Carlos Pérez y Gustavo Colorado. Es otra historia de
viaje. En cierto modo es un homenaje a Julio Verne, uno de mis autores
preferidos cuando niño. Pero también es una historia de amor.
El país de los árboles locos es la historia de un hombre que
está buscando a su amada, pero no sabe o no recuerda quién es ella. La única
manera de saber o recordar es viajando hasta ese país legendario que ni
siquiera es seguro que exista. El libro narra las aventuras del viaje, de la
búsqueda, y al mismo tiempo reflexiona sobre la forma como cada uno de nosotros
le da sentido a su vida a medida que la vive.
Creo que de todos los libros que he
escrito éste es el que tiene más posibilidades de llegarles a muchos lectores.
Después de nueve libros empiezo a escribir desenredado.
El cine y la televisión son factores
influyentes a la hora de estudiar posibilidades creativas en los creadores
actuales. ¿Qué significa para usted lo audiovisual?
— Muchas de mis influencias
creativas son audiovisuales. Soy tan heredero de Cortázar o de Borges, como de
la serie Dimensión desconocida.
El absurdo lo aprendí tanto de
Beckett como del Superagente 86. Por cierto, me parecieron fascinantes los
efectos que produjo en Colombia la muerte del protagonista de esa serie. Creo
que en ningún otro país del mundo la noticia ocupó tantas primeras páginas de
periódicos y hasta comentarios editoriales. Eso revela más de los colombianos
como nación que cualquier estudio sociológico.
Como les sucede a muchos, mi vida
está marcada por las películas o series de televisión que he ido viendo a
medida que vivía. La película más hermosa que he visto es Cartas de un hombre
muerto (también está en la bibliografía de El país de los árboles locos).
Ahora no me pierdo un capítulo de la serie Monk, pienso que esa serie es
una celebración de los actos de leer e interpretar.
Todas esas influencias aparecen
tarde o temprano reflejadas en la literatura que uno hace. Pero las influencias
pueden venir de cualquier lugar. De un amigo o pariente. De algo que nos llama
la atención. Personalmente creo que mi estilo literario tiene alguna influencia
del estilo futbolístico de Carlos Valderrama. Inmodestia aparte, creo que
algunos de mis escritos participan de esa condición engañosa, inesperada y
sorpresiva que tenía el estilo de juego del Pibe.
***
Ese es Gustavo Arango. Sus
personajes son como un pianista que regresa de la guerra, entra a un café y se
acerca a un piano para tocar las teclas con sus muñones.
Buena parte de la belleza o verdad
de una obra, está en los lectores que la completan. Arango, a través de sus
cuentos y novelas, a la manera de Velásquez y su aposento lleno de reflejos, ha
hecho posible que vislumbremos dimensiones escondidas de nuestra realidad.
En un juego de espejos, el escritor
usa sus palabras como reflejo para mostrarnos el lado oculto de nuestra cabeza,
como espejos en manos de un peluquero. Historias e ideas que intentan hacer las
preguntas centrales, y cuyas respuestas deben ser de la misma naturaleza del
alimento de las plantas aéreas. Un intento por deshojar la cebolla desde
adentro, o trazar los planos para edificar una ciudad en un grano de arroz.
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