Sobre Serendipity, Un tal Cortázar, Un ramo de nomeolvides y un nuevo libro para el 2014. Una conversación con Juan José García posada y Natalia Uribe Angarita, en El Coloquio de los libros de Radio Bolivariana.
sábado, 30 de noviembre de 2013
jueves, 21 de noviembre de 2013
La chica que amaba los insectos
Al lado de la mujer que amaba las mariposas vivía un
inspector de provincia cuya hija tenía costumbres muy raras. “Yo no me explico
por qué la gente admira tanto las mariposas”, decía la chica, “mientras
desprecia lo que da origen a lo que admira”. La chica tenía fama de descuidada:
no depilaba sus cejas, no ennegrecía sus dientes, su vestuario era simple y
desaliñado. Tenía gran afición por animales que la gente considera repugnantes.
Su favorito era la oruga. Se la ponía en la palma de la mano, contemplaba su
abrigo peludo, sonreía con sus extraños dientes blancos.
Aquella chica no tenía amigas. Su compañía eran los
niños más indómitos del barrio, que eran como sus súbditos. A uno le decía
saltamontes. A otro, lagartija. Al más pequeño lo llamaba “mi hormiguita”. La
gente miraba a la chica con gestos que oscilaban entre la burla y la
repugnancia. Pero ella no se inmutaba. Si alguien la criticaba, elevaba las
cejas alborotadas y lanzaba una mirada furibunda.
Las respuestas de la chica se hicieron legendarias.
A un muchacho que trató de asustarla con una serpiente de juguete, la chica le
escribió un poema sobre la reencarnación. El pobre se sintió abrumado por su
inteligencia y decidió alejarse. Los padres de la chica vivían desconcertados.
Le pedían que tratara de ser como todo el mundo. Pero ella señalaba la oruga y
les decía: “¿Qué puede haber más hermoso? Frente a la oruga, una mariposa es
sólo un despojo. La oruga es más amable y mejor acompañante. La mariposa se
escapa y el polvo de sus alas a veces es mortal. Además, con mi oruga estoy más
cerca de entender el origen de las cosas”. Los padres de la chica se quedaban
sin palabras.
A oídos de un capitán de caballería llegaron
noticias de la chica que amaba los insectos, y decidió conocerla. Un día de
finales del verano se asomó a su jardín y la vio acompañada por los niños,
quienes buscaban —en la tierra y en los árboles— insectos para ella. Uno de los
niños vio al hombre junto a la puerta y corrió a avisarle. Pero ella siguió
jugando sin inmutarse. En aquel tiempo, en el Japón, se consideraba una
indecencia que una mujer se dejara ver por un extraño. Pero a la chica las convenciones la tenían sin cuidado.
Al final, una criada consiguió convencerla para que
se ocultara. Cuando se levantó para marcharse, el capitán pudo verla mejor.
Lamentó el mal aspecto de la chica y pensó que quizá con un poco de cuidado
sería presentable. Como los japoneses de hace ocho siglos también eran adictos
a los mensajes de texto, el capitán le escribió a la chica: “Perdone que me
haya detenido a la puerta de su jardín, pero no podía quitar los ojos del
peludo animalito”. Una de las criadas
reconoció la caligrafía de un hombre de alto rango y lamentó que hubiera visto
el desarreglo de la chica y su asquerosa corte de insectos. Pero la chica dijo
que la apariencia de las cosas carece de importancia cuando uno piensa en la
fugacidad de la existencia.
La chica no tenía intención de responderle al
capitán, pero cedió a la insistencia de las criadas; le agradeció en un poema
que la llamara peludo animalito. El capitán replicó: “Me temo que en el mundo
no haya un hombre a la altura de tan finísima pelambre”. El anónimo autor de
este clásico nipón dice que el capitán se alejó riendo a carcajadas y que los
hechos posteriores se relatan en el capítulo dos. Pero el capítulo en mención
nunca fue escrito o no ha sido encontrado.
Publicado en Vivir en El Poblado el 21 de noviembre de 2013.
martes, 19 de noviembre de 2013
La muerte del filósofo
Por Wenceslao Triana
He pasado los últimos días leyendo una
biografía que parece una novela de ficción. Es la historia de uno de los
filósofos más grandes que ha habido en este mundo, un hombre en cuya cabeza
parecía caber el universo. Pensaba decir el más grande, pero no faltará el que
venga a contradecirnos y a sacar las estadísticas en el campeonato mundial de
sabios. Además, el personaje del que hablo se habría sentido incómodo con un
título tan vistoso, en especial porque su modestia tenía una grandeza
proporcional a la de su sabiduría. En lugar de vanagloriarse con lo que había
entendido, solía llenarse de humildad ante la inmensidad de lo que ignoraba.
domingo, 17 de noviembre de 2013
Las dos irlandesas
El poema favorito de Óscar de la Espriella.
Por Héctor Pedro Blomberg
Aquí estoy con los chinos y las dos irlandesas
que llegaron a bordo del "Jamaica Marú";
Maggie, la mayor, tiene ojos como turquesas
y bebe gin en este viejo bar del Dock Sur.
Nancy, la menor de ellas, parece una gitana,
pero nació en el barrio más pobre de Dublin;
arde en sus ojos negros una pasión lejana
y en su pálida frente hay una cicatriz.
¿De dónde las trajeron los chinos taciturnos?
Maggie me habló al oído: los conocí en Shanghai
(En el bar se movían los murmullos nocturnos
y en los labios de Nancy se apagaba un cantar)...
El "Marú" había partido con rumbo a Yokohama
Maggie me amó en las noches siniestras de Dock Sur;
me hablaba de su vida errante y una llama
de pasión palpitaba en su mirada azul.
Nancy junto a nosotros cantaba dulcemente,
canciones misteriosas de la china y del mar
¿quién las llevó de Irlanda al infierno de Ordiente,
y por qué las trajeron los chinos de Shanghai?
Pero yo amaba a Nancy, la irlandesa morena;
los chinos silenciosos, miraban a las dos;
las casuchas dormían bajo la luna llena
en los negros navíos temblaba un resplandor.
¡Nancy! ¡Nancy! Una noche su canción quedó trunca
los chinos dormitaban borrachos de chandú...
¡Pobre Maggie! esa noche bebió más gin que nunca,
y se lanzó a las aguas oscuras del Dock Sur.
viernes, 15 de noviembre de 2013
CARTA A UNA JOVEN ESCRITORA
Texto incluido en Recuerde el alma dormida: reflexiones sobre la creación escrita.
Ediciones El pozo. Oneonta (New York), marzo de 2013.
CARTA A UNA JOVEN ESCRITORA
Hola, Lisa.
Aquí está tu regalo.
Espero que te ayude a conseguir lo que
quieres.
Está lleno de espacios en blanco para
que tú los llenes. También de reflexiones y ejercicios.
Más de una vez he notado en tus
mensajes el deseo que tienes de escribir. Tengo también la sensación de que
quieres orientación para lograrlo.
Puede ser un error de apreciación.
Tal vez este cuaderno nos ayude a
saberlo.
jueves, 14 de noviembre de 2013
La novela total
La primera edición completa de Moby-Dick; or, The Whale fue publicada el 14 de noviembre de 1851, por Harper and Brothers.
Por Wenceslao Triana
Hace un
par de semanas me vi atrapado en medio de una excursión a un centro comercial.
Creo haberles contado que una de las pocas diversiones que tiene la gente en el
País del Sueño, aparte de ver películas con finales previsibles, es la de ir a
hacer compras después de haber trabajado como pollos en granja durante la
semana.
Aquel
día yo estaba con el corazón deshecho y pensé que dejarme arrastrar a aquellas
multitudes consumientes disiparía mis pensamientos. Pero pronto me cansé de
perseguir niños antojados de juguetes, jóvenes moviéndose eufóricos entre
etiquetas adheridas a ropa, y adultos eligiendo zapatos o equipos de audio o de
video.
miércoles, 13 de noviembre de 2013
Penitencia
No debo
abusar de mis profesoras. Mil veces. No
debo abusar de mis profesoras. Es injusto. No debo abusar de mis profesoras. Está bien que hice mal. No debo abusar de mis profesoras.
Tampoco soy un inconsciente que no sabe cuándo obra mal. No debo abusar de mis profesoras. Pero, ¿mil veces...No debo abusar de mis profesoras? Es el
colmo. No debo abusar de mis profesoras.
Con cincuenta habría sido más que suficiente. No debo abusar de mis profesoras. ¿Pero mil? No debo abusar de mis profesoras. Al fin y al cabo la culpa no es
del todo mía. No debo abusar de mis
profesoras. A ellas también les cabe cierta responsabilidad. No debo abusar de mis profesoras. Bueno,
les cabe mucho de todo. No debo abusar de
mis profesoras. Especialmente a Beatriz, la de ética y moral. No debo abusar de mis profesoras. Quién
lo creyera.
martes, 12 de noviembre de 2013
Uribe, Uribe, Uribe.. Una vieja columna de Centrópolis
Ya me tienen de Uribe hasta la coronilla, hasta el
cogote, hasta donde se encuentre el límite de la paciencia humana. Todo es
Uribe. Uribe Uribe Uribe. Por dónde uno se vuelve a mirar se habla de Uribe;
que Uribe esto, que Uribe aquello, que Uribe lo de aquí, lo de allá, lo de más
allá. Uribe Uribe Uribe Uribe Uribe. Lo
único que ocurre en el país de los colombios es Uribe. El tiempo se detuvo
entre la U y la E y nos hemos quedado como Aquiles tras la tortuga. Que Uribe
dijo, que Uribe no dijo, que Uribe quiso decir pero no dijo, que Uribe no quiso
decir pero dijo, que Uribe dio la orden, que no la dio, pero sus hombres son
capaces de leer sus pensamientos, que Uribe Uribe Uribe Uribe Uribe.
La cosa me recuerda los mil jesuses; esa extraña
ceremonia con crucifijo y velas, granos de no me acuerdo qué, notitas en
papeles que luego quemábamos con aire de pitonisos: “Yo renuncio a hacer la
paz, conmigo no contarás, porque el día de las elecciones dije mil veces Uribe…
Uribe
Uribe Uribe Uribe Uribe Uribe Uribe… Uribe mío. Misericordia.”
A Uribe me lo encuentro hasta en la sopa. ¿Han notado que
las sopas de letras ya no traen todo el alfabeto? Uribe regañando a todo el que
hace algo mal, porque él todo lo hace bien. Uribe ayudando a las víctimas de
Haití, que son más gente que las del terremoto social que sacude a su país.
Uribe dándoles pan a los que tienen dientes. Uribe estigmatizando al que lo
critica. Uribe invirtiendo descomunales recursos para quedarse donde está.
Uribe convenciendo a Vicente para que vaya para donde va la gente. Uribe
diciendo a través de sus medios para dónde va la gente. Uribe Uribe Uribe Uribe
Uribe Uribe. Uribe a, ante, bajo, con, contra, de, desde, hasta, hacia….Uribe
para, por, según, sin, sobre, tras.
Uribe clonándose en descendientes y en Uribitos, asegurándose de que el tiempo
de la eternidad sea para siempre. Uribe Uribe Uribe Uribe Uribe Uribe.
Por supuesto que no quiero que me tomen por antiuribista,
no faltaba más. No soy uno de esos pesimistas que sólo ven el vaso vacío. Me
parece, por ejemplo, exagerado el escándalo de los opositores a la propuesta de
que los estudiantes se vuelvan “espías”. Reaccionar así es como si un equipo de
fútbol, que va perdiendo quince a cero, se enojara porque le metieron un gol
más. Uno de las primeras cosas que hizo Uribe, por allá lejos, hace siglos,
cuando no sabíamos en lo que nos metíamos, fue institucionalizar la sapería. ¿De
dónde creen que vienen los falsos positivos? De facilitar la manera como las
personas se deshacen de quienes les estorban. Por eso rechazo las críticas que
le hacen. Él sólo está refinando el “sálvese quien pueda” en que hemos vivido.
Pienso que yo mismo exagero cuando digo que estoy cansado
de que se hable de Uribe por todos lados. Las cosas pudieron ser peores.
Imagínense si nuestro presidente vitalicio tuviera un apellido más difícil de
pronunciar. ¿Cómo sería la vida si en lugar de llamarse Uribe se llamara
Arteaga, Echeverría, Vengoechea? Vengoechea Vengoechea Vengoechea. Tenemos que
darnos por bien servidos. Además pienso que el problema no es Uribe, sino todos
los que se empeñan en repetir su nombre. Yo estaría a punto de enloquecerme si
la gente repitiera mi nombre a toda hora, para toda clase de mentiras: elogios
injustificados, imputaciones falsamente positivas. Arango Arango Arango Arango…
Después de tres semanas estaría a punto de lanzarme; no para presidente, sino
desde una azotea.
Nueva York, Febrero de 2010.
lunes, 11 de noviembre de 2013
La otra vida
Ayer,
después de mucho tiempo, volví a ver a papá. Yo miraba distraído el reinado de
belleza que colmaba la atención de millones de televidentes. Raquel, junto a
mí, se dejaba vencer sin resistencia por el sueño. De pronto, durante el show
central: una tanda de canciones de un simpático cantante, mis oídos
descubrieron una voz que resultaba familiar.
Abandoné
de inmediato mi obsesiva preocupación por el despiadado transcurrir del tiempo,
me dediqué a desempolvar viejos recuerdos y tardé poco en comprobar que la voz
del televisor se parecía extraordinariamente a la hacía mucho no escuchada voz
de papá.
Después
de la voz, fue su rostro lo que confirmó la revelación: el artista principal de
la velada de coronación, debajo de los trajes osados y estruendosos —que papá
nunca se habría atrevido a usar—, debajo de ese insólito peinado y la
desinhibición de los gestos —que papá sólo mostraba en lugares y momentos de
mucha confianza, usualmente motivado con licor— era, y debe ser aún en algún
cuarto de hotel, nada más y nada menos que papá.
Entonces
recordé el sueño con múltiples variantes, que al principio vino cada noche y
luego empezó a ausentarse de manera paulatina: siempre él, siempre sonriente,
explicando lo inexplicable, borrando lo sucedido, contando los pormenores de la
farsa, la representación teatral para convencer a todo el mundo de su muerte,
el maniquí en el cajón, la vida a escondidas a partir de ese día.
Al
amanecer de la última noche que tuve ese sueño, incapaz ya de resistir una
nueva decepción, me dije sin titubeos que papá estaba muerto, que no debía
seguir haciéndome ilusiones.
Por eso
anoche me costó tanto vencer la incredulidad con las pruebas rotundas de lo que
ya no era un sueño. Era papá. Tal vez uno de los papás que menos nos gustaba,
el que bailaba y reía bordeando peligrosamente el ridículo, el que se
comportaba como un niño, en todo caso no el papá que sólo ahora sé que le
obligamos a ser, no ese papel de hombre serio y moderado que le impusimos.
Por un
momento pensé en hacer lo que debía hacer: poner el grito en el cielo, explicar
apresuradamente a Raquel mientras telefoneaba ansioso a mamá, preguntar por
mamá, preguntar a mamá si veía la televisión, preguntarle qué veía, quitarle la
venda y mostrarle que ese desmesurado artista que amenizaba el reinado era
papá, el buenazo de papá, que aparecía cuando ya estábamos completamente
convencidos de su muerte, confiando sin duda en que no lo reconoceríamos, en
que no iniciaríamos los alocados trámites para ponernos en contacto con él,
para pedirle explicaciones, para perdonarlo y traerlo de regreso a su casa y a
su forma de ser.
Pero no
lo hice. Seguí inmóvil en el sofá de la sala, sintiendo a Raquel dormida sobre
mi hombro. La presentación de papá había terminado y le siguieron mensajes
comerciales. No hice nada y no me arrepiento, se veía feliz y tan lleno de
vida.
Ya la
primera de las candidatas iniciaba el desfile en traje de baño y me entretuve
buscando qué rostro ponerle esa noche a Raquel.
Del libro de cuentos "Bajas pasiones".
domingo, 10 de noviembre de 2013
Riñón de vaca - Un fragmento de "Confesiones de un príncipe azul"
"Decía Ingrid Mac Laine –y que conste que la cita
era ya un reproche de una mujer que empezaba a aburrirse conmigo– que cuando
una mujer se casa deja de recibir halagos y palabras bellas de muchos hombres, para recibir el desprecio y el maltrato de uno solo".
Lo dijo Ingrid Bergman o Liv Ulman, la
verdad no recuerdo con exactitud quién fue y no estamos para ponernos a
confirmarlo porque lo pudo haber dicho cualquiera de ellas o millones de
mujeres en todos los rincones del planeta. Me lo dijo una mujer que empezaba a
fastidiarse con mi creciente desinterés, con mi indisciplina para mantenerme en
el papel de enamorado servicial y detallista, por mi incapacidad para ser ese
príncipe abnegado que se postra, y al hacerlo se dignifica, a los pies de su
amada.
Liv Ulman, estoy seguro.… creo. Tengo
la sensación de que era una nórdica filósofa, una mujer bella y pálida que
alguna vez fue famosa por sus actuaciones en películas, pero que con la llegada
de la edad madura y la disminución de las ofertas de papeles principales fue
ganando una profundidad en la mirada que le permitió escribir un libro de
memorias. ¿Será Shirley MacLaine? Cuando era joven era divina. Me encanta
Shirley MacLaine cuando era joven. Irma LaDouce, qué belleza, por Dios. “The rain in Spain stays mainly in
the plain”. That guy, no recuerdo el nombre, es un
tremendo actor; parecía dejar el alma a pedazos en esos papeles. Pocas veces he
visto un comediante tan divertido que al mismo tiempo me doliera tanto. Pero
divago y aunque parecemos tener todo el tiempo del mundo, no lo tenemos, eso me
queda claro. La divagación es la peste de la novela moderna. Con razón a muy
pocos les gustó Moby Dick. Cuando la ballena apareció ya todos, menos Achab,
habían dejado de esperarla. Decía Ingrid Mac Laine –y que conste que la cita
era ya un reproche de una mujer que empezaba a aburrirse conmigo– que cuando
una mujer se casa deja de recibir halagos y palabras bellas de muchos hombres
para recibir el desprecio y el maltrato de uno solo.
Yo me quedé pensando en el asunto y me
pareció cierto. Alguna vez estuve casado y no sólo llegué a despreciar a la
mujer con quien estaba casado, fue tan difícil la separación, estuvo tan llena
de amenazas y chantajes, de pobres criaturas usadas como rehenes, que antes de
poder librarme ya esa mujer era la persona que más odiaría en toda mi vida. He
tenido enemigos, personas que me han odiado con furia visceral, no muchos, uno
o dos nada más (y, de paso, es preciso notar la importancia de los enemigos en
nuestro crecimiento; nada nos ayuda a conocernos tanto como un buen enemigo),
pero por esas personas he sentido compasión. Por aquella mujer, por el
contrario, el odio era genuino, aun reaparece en medio de la lástima.
Me pareció cierto, aquello que esa
otra mujer aburrida dijo que había dicho Lil Bergman, pero me pareció
incompleto. En general siempre me han parecido incompletas las quejas de las
mujeres cuando se refieren a los hombres. Reconozco que la mayoría de los
hombres somos unos animales lamentables. Los hombres somos la prueba de que
errar no sólo es humano, sino también divino. Pero, con todo y eso, muchas de
las quejas de las mujeres se derivan de expectativas equivocadas (creen querer
príncipes, sementales, hombres cobija) y de una incapacidad bastante extendida
para ponerse en los pantalones del otro, con todo y los temperamentales
colgandejos que abriga el pantalón.
Cuando por fin tuve una respuesta para
darle a esa mujer, ya habíamos terminado. Espero que ella haya sentido el
alivió que sentí yo, porque la verdad nos estábamos embarcando en un equívoco
en el que podríamos habernos enredado el resto de nuestras vidas. Pasa a veces.
La gente se enreda de tal modo que no encuentra en una vida la manera de poder
desenredarse. Una de las historias que
tengo se refiere a eso, a una mujer incapaz de salir de una trampa en la que se
había metido. Pero antes quiero decirle la respuesta que se me ocurrió decirle
a la mujer que me reprochaba: “Cuando un hombre se casa deja de hacer felices a
muchas mujeres, para hacer infeliz a una sola”.
Porque desde que por fin me divorcié,
bendito sea ese día, con todo y lo difícil que ha sido la vida, he tenido la
fortuna de hacer felices a muchas mujeres y de alejarme cuando empezaba a
sentir que le estaba agregando amargura a sus vidas… o a la mía, for that
matter.
Usted perdone que le agregue
expresiones en otra lengua a mi discurso. Sucede a veces, cuando uno ha estado
dando vueltas por el mundo, que uno regresa con marcas del viaje, tatuajes,
expresiones, cicatrices, blenorragias. Uno de los grandes errores de las
mujeres es que esperan un marinero trajinado, cargado de experiencia, capaz de
hacer feliz a una mujer, pero lo esperan rico, limpiecito, genéticamente
impecable (lo llaman sangre azul) y de preferencia virginal. Es como querer
meterse al agua pero no querer mojarse. Buena parte de las infelicidades de
este mundo se derivan de maneras de pensar como ésa, de no saber nombrar lo que
se quiere, de buscarlo en el extremo opuesto del espectro.
Voy a usar una analogía para explicarme.
Es como si pusieran a nuestra disposición una mesa llena de platillos
deliciosos. Hay uno en particular que nos gusta, pero no es un platillo
reputado, es casi un símbolo de vulgaridad. Hay también en la mesa platos
convencionales, platos sofisticados, caviares, porquerías de esas. Si sabemos
que nuestra elección tendrá un efecto notable en la imagen que los demás se
hagan de nosotros, es bastante probable que la mayoría elijan los platos
reputados, o algún seguro plato convencional, con la esperanza de hallar en
ellos algún vestigio del sabor secretamente deseado. Supongamos que ese sabor
sea riñones de vaca. No creo que los riñones de vaca sean reputados. Si me
equivoco les agradezco que me lo informen. Pero supongamos una mesa con riñones
de vaca, carnes y pescados populares y seguros, y rarezas culinarias asociadas
al status. Supongamos que la persona que ponen a elegir ama los riñones de
vaca, pero no quiere pasar por la vergüenza de elegirlos, cuando tiene opciones
mucho más valoradas por su grupo social. Me atrevo a afirmar que la mayoría se
irán por el caviar o por un plato intermedio que de algún modo haga ver que
tienen criterio, pero muy pocos tendrán el valor para agarrar su plato de
riñones de vaca e irse a un rincón a disfrutarlos. Pasa lo mismo con la
elección de pareja. El príncipe azul tiene la apariencia del caviar, un buen
marido parece un plato más o menos aceptado, pero lo que muchas tienen en mente
es un riñón de vaca y esa apetencia no la reconocen ni a solas con ellas
mismas. Entonces se dedican a imaginar que lo que comen sabe a riñón de vaca y
hasta se enojan cuando descubren que el caviar que están comiendo las hostiga y
el plato que eligieron las deja ni fu ni fa. Quieren que las quieran sin
falsedad, quieren que el hombre las considere y las vuelva parte integral de
sus vidas, quieren que el hombre lea sus pensamientos y mantenga un contacto
permanente con su alma, que se acerque a su cuerpo con reverencia y hambre
legítima. Pero suelen terminar eligiendo a alguien que no las entiende, que no
sabe o no quiere leerlas o, lo peor, alguien que se siente más que ellas y las
desprecia. Algunas desisten pronto. Otras se quedan tratando de que el caviar
se transforme algún día en riñón de vaca.
Pero bueno, divago. Lo que quiero
decir es que he tenido el privilegio de hacer felices a algunas mujeres, de
mostrarles el camino de la felicidad, y de ese
modo he llegado a sentirme instrumento divino. Pero, antes de empezar a
contar algunas de esas historias, es preciso que deje algo muy claro. Ofrezco
con orgullo estas historias, no porque
me enorgullezca meterme entre parejas de casados y ser el tercero en cuestión.
Ya le hablaré del nivel de indignidad que envuelve esa posición. Ofrezco estas
credenciales porque creo que sólo aquel que ha sido amante de una mujer casada
conoce de veras las causas y el origen de toda su frustración.
viernes, 8 de noviembre de 2013
Volar
El muchacho que reparte el correo le dejó un sobre blanco en su escritorio.
Él lo miró sorprendido. No decía nada por fuera. Extrajo una hoja que desdobló,
leyó, volvió a doblar y volvió a desdoblar y volvió a leer.
Luego alzó la mirada, buscó nuestros ojos y dijo:
—Estoy despedido.
Sonrió. Rió. Volvió a decir: "Estoy despedido", y azorado y alegre pasó por
los escritorios mostrándonos la carta.
Se veía contento cuando dijo "soy libre" y salió por la
ventana.
De Historias del sexto sentido.
jueves, 7 de noviembre de 2013
La invasión de los escribas
Hace un poco más de medio siglo, Cortázar escribió una
curiosa fabulita apocalíptica que parece haberse cumplido. En “Fin del mundo
del fin”, un profeta de voz neutra nos dice que en el futuro aumentarán los
escribas y que los pocos lectores se volverán también escribas. Anuncia que un
día las bibliotecas desbordarán las casas y, en vista de la emergencia, será
preciso ocupar más espacios —parques, teatros, hospitales y cantinas— para
almacenar lo que produzcan los escribas.
Con el tiempo, el fenómeno se vuelve incontrolable: “Los
pobres aprovechan los libros como ladrillos, los pegan con cemento y hacen
paredes de libros y viven en cabañas de libros. Los libros rebasan las ciudades
y entran en los campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol,
apenas si la dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas
entre dos altísimas paredes de libros”. La situación llega al extremo de
obligar a que se arrojen los libros al mar. “Esto permite a los escribas
aumentar su producción, porque en la tierra vuelve a haber espacio para
almacenar sus libros”. Al final, los mares se desbordan, los libros lo invaden
todo y la labor de los escribas se pierde en la insignificancia.
He vuelto a recordar esta historia de Cortázar al leer en
estos días que Islandia es el país del mundo con más escritores per cápita. En
el país de Björk, una de cada diez personas se dedica a las letras. Hay tantos
escritores en Islandia que, en algunas familias, han empezado a asignar turnos
para publicar los libros. La cosa no pasaría de ser una anécdota simpática si
ese mismo fenómeno no empezara a percibirse en otros lados. Los que más
atención reciben ya empiezan a quejarse. En los últimos meses leí comentarios
de Junot Díaz y de Jonathan Franzen sobre la escandalosa abundancia de
escritores. Uno estaría tentado a decir que se quejan porque no quieren
competencia; pero lo cierto es que el mundo está empezando a quedar en manos de
los escribas.
Son muchas las razones que llevan a la gente a querer ser
o dárselas de escritor. Hay vocaciones legítimas; la verdadera literatura nunca
ha estado en peligro de extinción. Pero abundan los que quieren el prestigio de
escritores sin pasar por el esfuerzo de leer y, mucho menos, de aprender el
oficio. En Islandia el nivel educativo es de los más altos del mundo; en otros
lados, saber leer y escribir no parecen requisitos para ser escritor. El asunto
empeora si pensamos que, para la industria editorial, las ventas están por
encima de la calidad. Interesa imponer nombres como si fueran marcas; así lo
que se ofrezca suelan ser babosadas. Interesa que la venta se realice; aunque
el libro permanezca inmaculado en un estante o en el fondo de memorias
digitales. El problema es que con tantos simulacros es difícil distinguir lo
verdadero de lo falso.
Cortázar se equivocó al no prever la posibilidad del
almacenamiento digital. Pero fue certero al anunciar la desaparición de los
lectores. Una cosa son las ventas de los libros y otra cosa, muy distinta, su
lectura. En un mundo de apariencias, cada vez son más escasos los que buscan ir
al fondo de las cosas. Libros y más libros se publican y se olvidan sin haber
sido leídos. Hay algunos que parecen no haber tenido siquiera la atención de
sus autores. En este fin del mundo en que vivimos, empieza a ser más fácil
encontrar en cualquier lado un escritor que un buen lector.
Publicado en Vivir en El Poblado el 7 de noviembre de 2013.
miércoles, 6 de noviembre de 2013
lunes, 4 de noviembre de 2013
El encuentro más íntimo
La vida
se sirve de nosotros como papeles para escribir sus historias. Va derramando
episodios sin un criterio aparente y nos toca la tarea de unir los puntos
dispersos, descubrir poco a poco la figura del relato. Algunas personas parecen
tener un don especial para identificar esas historias. Samira es una de esas
personas.
A Samira
la conocí hace tres años en un curso de escritura creativa y nos hicimos amigos
de inmediato. Su propia historia está llena de cosas dispares: nació en
Colombia, de padre árabe y madre bogotana, vino a vivir a la ciudad de Nueva
York cuando tenía dos años, se crió en el Bronx, un condado difícil y
atiborrado, para terminar luego viviendo con su esposo y su hijo en una
apacible casa en las montañas de los Catskills.
Cuando su
hijo empezó a asistir a la escuela, Samira decidió estudiar una carrera. Así
fue como nos conocimos. Desde el principio me sorprendió su naturalidad para
extraer historias de la vida cotidiana. Me habló de su tía que se ha pasado la
vida tomando fotos que nadie ha visto, de la abuela con un secreto escondido en
un cajón, del hombre al que ella humilló cuando era niña arrojándole un pan.
Esta
semana volvimos a vernos y Samira estaba apesadumbrada: un primo suyo y su
esposa habían muerto en un accidente en la ciudad, un camión de basura los
había triturado. Los ojos de Samira se humedecían hablando de los tres hijos
pequeños que muy probablemente tendrán que ser separados porque nadie puede
hacerse cargo de todos ellos, relatando el momento en que la madre de su primo
–la tía de las fotografías– había decidido arrojar la biblia por la ventana.
Hace unos
meses, en una despedida de soltera de una amiga común, muertas de la risa con
el espectáculo de strip tease de un hombre muy feo, Samira y la esposa de su
primo habían descubierto que tenían risas similares y aquel descubrimiento les
había servido para sincerarse. La esposa de su primo le había confesado lo
mucho que lo amaba y le había dicho que no podía imaginar la vida si algún día
le faltara.
Hace dos
semanas, en una fiesta de la familia, Samira fue testigo de una de las miradas
más amorosas que ha visto en su vida. Estaba bailando con su primo y, después
de la mirada, éste le confesó que moriría si algún día su esposa le faltara.
Los
ataúdes permanecieron cerrados durante el velorio porque ambos quedaron muy
destrozados, pero las fotos del accidente muestran que al momento de la muerte
se buscaron. El primo de Samira seguía con los ojos abiertos hacia el rostro de
su esposa y no parecía triste.
La vida
también me usa de papel de vez en cuando. Dos noches antes de que Samira me
contara esa historia yo había estado viendo Matador, la película de Almodóvar
sobre dos amantes que deciden morir juntos. Pero eso no es todo –y tiemblo al
pensar en la complejidad de las historias que se escriben en mí–, el mismo día
que Samira me contó aquella historia descubrí, entre las páginas de un libro,
que el encuentro más íntimo –más íntimo incluso que compartir una vida o una
cama– es compartir con alguien el instante en que morimos.
Oneonta,
mayo de 2009.
Publicado originalmente en Centrópolis.
domingo, 3 de noviembre de 2013
viernes, 1 de noviembre de 2013
Sollozo de poesía
Cada
vez que nos abruma lo irracional, cada vez que el mundo y sus criaturas nos
sorprenden con su poder destructor, suele asomarse a nuestros labios la palabra
absurdo. Cada vez que me veo repitiendo con ritmo de letanía: “todo esto es
absurdo”, suelo buscar refugio en un pequeño libro que fue escrito hace siete
décadas, cuando muchos también decían lo mismo.
En El mito de Sísifo, Albert Camus trató de interpretar el
desasosiego que acompaña la vida y lo llamó el sentimiento de lo absurdo. Según
él, todo ser humano llega a sentir el absurdo alguna vez en la vida y hay
muchas maneras de asomarse a ese abismo: cuando nos sabemos mortales, cuando
nos sentimos aislados, cuando llevamos una vida rutinaria, cuando nos
descubrimos desterrados del presente, cuando seres y objetos nos revelan su
extrañeza.
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