La vida
se sirve de nosotros como papeles para escribir sus historias. Va derramando
episodios sin un criterio aparente y nos toca la tarea de unir los puntos
dispersos, descubrir poco a poco la figura del relato. Algunas personas parecen
tener un don especial para identificar esas historias. Samira es una de esas
personas.
A Samira
la conocí hace tres años en un curso de escritura creativa y nos hicimos amigos
de inmediato. Su propia historia está llena de cosas dispares: nació en
Colombia, de padre árabe y madre bogotana, vino a vivir a la ciudad de Nueva
York cuando tenía dos años, se crió en el Bronx, un condado difícil y
atiborrado, para terminar luego viviendo con su esposo y su hijo en una
apacible casa en las montañas de los Catskills.
Cuando su
hijo empezó a asistir a la escuela, Samira decidió estudiar una carrera. Así
fue como nos conocimos. Desde el principio me sorprendió su naturalidad para
extraer historias de la vida cotidiana. Me habló de su tía que se ha pasado la
vida tomando fotos que nadie ha visto, de la abuela con un secreto escondido en
un cajón, del hombre al que ella humilló cuando era niña arrojándole un pan.
Esta
semana volvimos a vernos y Samira estaba apesadumbrada: un primo suyo y su
esposa habían muerto en un accidente en la ciudad, un camión de basura los
había triturado. Los ojos de Samira se humedecían hablando de los tres hijos
pequeños que muy probablemente tendrán que ser separados porque nadie puede
hacerse cargo de todos ellos, relatando el momento en que la madre de su primo
–la tía de las fotografías– había decidido arrojar la biblia por la ventana.
Hace unos
meses, en una despedida de soltera de una amiga común, muertas de la risa con
el espectáculo de strip tease de un hombre muy feo, Samira y la esposa de su
primo habían descubierto que tenían risas similares y aquel descubrimiento les
había servido para sincerarse. La esposa de su primo le había confesado lo
mucho que lo amaba y le había dicho que no podía imaginar la vida si algún día
le faltara.
Hace dos
semanas, en una fiesta de la familia, Samira fue testigo de una de las miradas
más amorosas que ha visto en su vida. Estaba bailando con su primo y, después
de la mirada, éste le confesó que moriría si algún día su esposa le faltara.
Los
ataúdes permanecieron cerrados durante el velorio porque ambos quedaron muy
destrozados, pero las fotos del accidente muestran que al momento de la muerte
se buscaron. El primo de Samira seguía con los ojos abiertos hacia el rostro de
su esposa y no parecía triste.
La vida
también me usa de papel de vez en cuando. Dos noches antes de que Samira me
contara esa historia yo había estado viendo Matador, la película de Almodóvar
sobre dos amantes que deciden morir juntos. Pero eso no es todo –y tiemblo al
pensar en la complejidad de las historias que se escriben en mí–, el mismo día
que Samira me contó aquella historia descubrí, entre las páginas de un libro,
que el encuentro más íntimo –más íntimo incluso que compartir una vida o una
cama– es compartir con alguien el instante en que morimos.
Oneonta,
mayo de 2009.
Publicado originalmente en Centrópolis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario