domingo, 10 de noviembre de 2013

Riñón de vaca - Un fragmento de "Confesiones de un príncipe azul"

"Decía Ingrid Mac Laine –y que conste que la cita era ya un reproche de una mujer que empezaba a aburrirse conmigo– que cuando una mujer se casa deja de recibir halagos y palabras bellas de muchos hombres, para recibir el desprecio y el maltrato de uno solo".



Lo dijo Ingrid Bergman o Liv Ulman, la verdad no recuerdo con exactitud quién fue y no estamos para ponernos a confirmarlo porque lo pudo haber dicho cualquiera de ellas o millones de mujeres en todos los rincones del planeta. Me lo dijo una mujer que empezaba a fastidiarse con mi creciente desinterés, con mi indisciplina para mantenerme en el papel de enamorado servicial y detallista, por mi incapacidad para ser ese príncipe abnegado que se postra, y al hacerlo se dignifica, a los pies de su amada.
Liv Ulman, estoy seguro.… creo. Tengo la sensación de que era una nórdica filósofa, una mujer bella y pálida que alguna vez fue famosa por sus actuaciones en películas, pero que con la llegada de la edad madura y la disminución de las ofertas de papeles principales fue ganando una profundidad en la mirada que le permitió escribir un libro de memorias. ¿Será Shirley MacLaine? Cuando era joven era divina. Me encanta Shirley MacLaine cuando era joven. Irma LaDouce, qué belleza, por Dios. “The rain in Spain stays mainly in the plain”. That guy, no recuerdo el nombre, es un tremendo actor; parecía dejar el alma a pedazos en esos papeles. Pocas veces he visto un comediante tan divertido que al mismo tiempo me doliera tanto. Pero divago y aunque parecemos tener todo el tiempo del mundo, no lo tenemos, eso me queda claro. La divagación es la peste de la novela moderna. Con razón a muy pocos les gustó Moby Dick. Cuando la ballena apareció ya todos, menos Achab, habían dejado de esperarla. Decía Ingrid Mac Laine –y que conste que la cita era ya un reproche de una mujer que empezaba a aburrirse conmigo– que cuando una mujer se casa deja de recibir halagos y palabras bellas de muchos hombres para recibir el desprecio y el maltrato de uno solo.
Yo me quedé pensando en el asunto y me pareció cierto. Alguna vez estuve casado y no sólo llegué a despreciar a la mujer con quien estaba casado, fue tan difícil la separación, estuvo tan llena de amenazas y chantajes, de pobres criaturas usadas como rehenes, que antes de poder librarme ya esa mujer era la persona que más odiaría en toda mi vida. He tenido enemigos, personas que me han odiado con furia visceral, no muchos, uno o dos nada más (y, de paso, es preciso notar la importancia de los enemigos en nuestro crecimiento; nada nos ayuda a conocernos tanto como un buen enemigo), pero por esas personas he sentido compasión. Por aquella mujer, por el contrario, el odio era genuino, aun reaparece en medio de la lástima.
Me pareció cierto, aquello que esa otra mujer aburrida dijo que había dicho Lil Bergman, pero me pareció incompleto. En general siempre me han parecido incompletas las quejas de las mujeres cuando se refieren a los hombres. Reconozco que la mayoría de los hombres somos unos animales lamentables. Los hombres somos la prueba de que errar no sólo es humano, sino también divino. Pero, con todo y eso, muchas de las quejas de las mujeres se derivan de expectativas equivocadas (creen querer príncipes, sementales, hombres cobija) y de una incapacidad bastante extendida para ponerse en los pantalones del otro, con todo y los temperamentales colgandejos que abriga el pantalón.
Cuando por fin tuve una respuesta para darle a esa mujer, ya habíamos terminado. Espero que ella haya sentido el alivió que sentí yo, porque la verdad nos estábamos embarcando en un equívoco en el que podríamos habernos enredado el resto de nuestras vidas. Pasa a veces. La gente se enreda de tal modo que no encuentra en una vida la manera de poder desenredarse.  Una de las historias que tengo se refiere a eso, a una mujer incapaz de salir de una trampa en la que se había metido. Pero antes quiero decirle la respuesta que se me ocurrió decirle a la mujer que me reprochaba: “Cuando un hombre se casa deja de hacer felices a muchas mujeres, para hacer infeliz a una sola”.
Porque desde que por fin me divorcié, bendito sea ese día, con todo y lo difícil que ha sido la vida, he tenido la fortuna de hacer felices a muchas mujeres y de alejarme cuando empezaba a sentir que le estaba agregando amargura a sus vidas… o a la mía, for that matter.
Usted perdone que le agregue expresiones en otra lengua a mi discurso. Sucede a veces, cuando uno ha estado dando vueltas por el mundo, que uno regresa con marcas del viaje, tatuajes, expresiones, cicatrices, blenorragias. Uno de los grandes errores de las mujeres es que esperan un marinero trajinado, cargado de experiencia, capaz de hacer feliz a una mujer, pero lo esperan rico, limpiecito, genéticamente impecable (lo llaman sangre azul) y de preferencia virginal. Es como querer meterse al agua pero no querer mojarse. Buena parte de las infelicidades de este mundo se derivan de maneras de pensar como ésa, de no saber nombrar lo que se quiere, de buscarlo en el extremo opuesto del espectro.
Voy a usar una analogía para explicarme. Es como si pusieran a nuestra disposición una mesa llena de platillos deliciosos. Hay uno en particular que nos gusta, pero no es un platillo reputado, es casi un símbolo de vulgaridad. Hay también en la mesa platos convencionales, platos sofisticados, caviares, porquerías de esas. Si sabemos que nuestra elección tendrá un efecto notable en la imagen que los demás se hagan de nosotros, es bastante probable que la mayoría elijan los platos reputados, o algún seguro plato convencional, con la esperanza de hallar en ellos algún vestigio del sabor secretamente deseado. Supongamos que ese sabor sea riñones de vaca. No creo que los riñones de vaca sean reputados. Si me equivoco les agradezco que me lo informen. Pero supongamos una mesa con riñones de vaca, carnes y pescados populares y seguros, y rarezas culinarias asociadas al status. Supongamos que la persona que ponen a elegir ama los riñones de vaca, pero no quiere pasar por la vergüenza de elegirlos, cuando tiene opciones mucho más valoradas por su grupo social. Me atrevo a afirmar que la mayoría se irán por el caviar o por un plato intermedio que de algún modo haga ver que tienen criterio, pero muy pocos tendrán el valor para agarrar su plato de riñones de vaca e irse a un rincón a disfrutarlos. Pasa lo mismo con la elección de pareja. El príncipe azul tiene la apariencia del caviar, un buen marido parece un plato más o menos aceptado, pero lo que muchas tienen en mente es un riñón de vaca y esa apetencia no la reconocen ni a solas con ellas mismas. Entonces se dedican a imaginar que lo que comen sabe a riñón de vaca y hasta se enojan cuando descubren que el caviar que están comiendo las hostiga y el plato que eligieron las deja ni fu ni fa. Quieren que las quieran sin falsedad, quieren que el hombre las considere y las vuelva parte integral de sus vidas, quieren que el hombre lea sus pensamientos y mantenga un contacto permanente con su alma, que se acerque a su cuerpo con reverencia y hambre legítima. Pero suelen terminar eligiendo a alguien que no las entiende, que no sabe o no quiere leerlas o, lo peor, alguien que se siente más que ellas y las desprecia. Algunas desisten pronto. Otras se quedan tratando de que el caviar se transforme algún día en riñón de vaca.
Pero bueno, divago. Lo que quiero decir es que he tenido el privilegio de hacer felices a algunas mujeres, de mostrarles el camino de la felicidad, y de ese  modo he llegado a sentirme instrumento divino. Pero, antes de empezar a contar algunas de esas historias, es preciso que deje algo muy claro. Ofrezco con orgullo  estas historias, no porque me enorgullezca meterme entre parejas de casados y ser el tercero en cuestión. Ya le hablaré del nivel de indignidad que envuelve esa posición. Ofrezco estas credenciales porque creo que sólo aquel que ha sido amante de una mujer casada conoce de veras las causas y el origen de toda su frustración.





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