Ayer,
después de mucho tiempo, volví a ver a papá. Yo miraba distraído el reinado de
belleza que colmaba la atención de millones de televidentes. Raquel, junto a
mí, se dejaba vencer sin resistencia por el sueño. De pronto, durante el show
central: una tanda de canciones de un simpático cantante, mis oídos
descubrieron una voz que resultaba familiar.
Abandoné
de inmediato mi obsesiva preocupación por el despiadado transcurrir del tiempo,
me dediqué a desempolvar viejos recuerdos y tardé poco en comprobar que la voz
del televisor se parecía extraordinariamente a la hacía mucho no escuchada voz
de papá.
Después
de la voz, fue su rostro lo que confirmó la revelación: el artista principal de
la velada de coronación, debajo de los trajes osados y estruendosos —que papá
nunca se habría atrevido a usar—, debajo de ese insólito peinado y la
desinhibición de los gestos —que papá sólo mostraba en lugares y momentos de
mucha confianza, usualmente motivado con licor— era, y debe ser aún en algún
cuarto de hotel, nada más y nada menos que papá.
Entonces
recordé el sueño con múltiples variantes, que al principio vino cada noche y
luego empezó a ausentarse de manera paulatina: siempre él, siempre sonriente,
explicando lo inexplicable, borrando lo sucedido, contando los pormenores de la
farsa, la representación teatral para convencer a todo el mundo de su muerte,
el maniquí en el cajón, la vida a escondidas a partir de ese día.
Al
amanecer de la última noche que tuve ese sueño, incapaz ya de resistir una
nueva decepción, me dije sin titubeos que papá estaba muerto, que no debía
seguir haciéndome ilusiones.
Por eso
anoche me costó tanto vencer la incredulidad con las pruebas rotundas de lo que
ya no era un sueño. Era papá. Tal vez uno de los papás que menos nos gustaba,
el que bailaba y reía bordeando peligrosamente el ridículo, el que se
comportaba como un niño, en todo caso no el papá que sólo ahora sé que le
obligamos a ser, no ese papel de hombre serio y moderado que le impusimos.
Por un
momento pensé en hacer lo que debía hacer: poner el grito en el cielo, explicar
apresuradamente a Raquel mientras telefoneaba ansioso a mamá, preguntar por
mamá, preguntar a mamá si veía la televisión, preguntarle qué veía, quitarle la
venda y mostrarle que ese desmesurado artista que amenizaba el reinado era
papá, el buenazo de papá, que aparecía cuando ya estábamos completamente
convencidos de su muerte, confiando sin duda en que no lo reconoceríamos, en
que no iniciaríamos los alocados trámites para ponernos en contacto con él,
para pedirle explicaciones, para perdonarlo y traerlo de regreso a su casa y a
su forma de ser.
Pero no
lo hice. Seguí inmóvil en el sofá de la sala, sintiendo a Raquel dormida sobre
mi hombro. La presentación de papá había terminado y le siguieron mensajes
comerciales. No hice nada y no me arrepiento, se veía feliz y tan lleno de
vida.
Ya la
primera de las candidatas iniciaba el desfile en traje de baño y me entretuve
buscando qué rostro ponerle esa noche a Raquel.
Del libro de cuentos "Bajas pasiones".
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