jueves, 21 de noviembre de 2013

La chica que amaba los insectos


Al lado de la mujer que amaba las mariposas vivía un inspector de provincia cuya hija tenía costumbres muy raras. “Yo no me explico por qué la gente admira tanto las mariposas”, decía la chica, “mientras desprecia lo que da origen a lo que admira”. La chica tenía fama de descuidada: no depilaba sus cejas, no ennegrecía sus dientes, su vestuario era simple y desaliñado. Tenía gran afición por animales que la gente considera repugnantes. Su favorito era la oruga. Se la ponía en la palma de la mano, contemplaba su abrigo peludo, sonreía con sus extraños dientes blancos.

Aquella chica no tenía amigas. Su compañía eran los niños más indómitos del barrio, que eran como sus súbditos. A uno le decía saltamontes. A otro, lagartija. Al más pequeño lo llamaba “mi hormiguita”. La gente miraba a la chica con gestos que oscilaban entre la burla y la repugnancia. Pero ella no se inmutaba. Si alguien la criticaba, elevaba las cejas alborotadas y lanzaba una mirada furibunda.

Las respuestas de la chica se hicieron legendarias. A un muchacho que trató de asustarla con una serpiente de juguete, la chica le escribió un poema sobre la reencarnación. El pobre se sintió abrumado por su inteligencia y decidió alejarse. Los padres de la chica vivían desconcertados. Le pedían que tratara de ser como todo el mundo. Pero ella señalaba la oruga y les decía: “¿Qué puede haber más hermoso? Frente a la oruga, una mariposa es sólo un despojo. La oruga es más amable y mejor acompañante. La mariposa se escapa y el polvo de sus alas a veces es mortal. Además, con mi oruga estoy más cerca de entender el origen de las cosas”. Los padres de la chica se quedaban sin palabras.

A oídos de un capitán de caballería llegaron noticias de la chica que amaba los insectos, y decidió conocerla. Un día de finales del verano se asomó a su jardín y la vio acompañada por los niños, quienes buscaban —en la tierra y en los árboles— insectos para ella. Uno de los niños vio al hombre junto a la puerta y corrió a avisarle. Pero ella siguió jugando sin inmutarse. En aquel tiempo, en el Japón, se consideraba una indecencia que una mujer se dejara ver por un extraño. Pero a la chica las  convenciones la tenían sin cuidado.

Al final, una criada consiguió convencerla para que se ocultara. Cuando se levantó para marcharse, el capitán pudo verla mejor. Lamentó el mal aspecto de la chica y pensó que quizá con un poco de cuidado sería presentable. Como los japoneses de hace ocho siglos también eran adictos a los mensajes de texto, el capitán le escribió a la chica: “Perdone que me haya detenido a la puerta de su jardín, pero no podía quitar los ojos del peludo animalito”.  Una de las criadas reconoció la caligrafía de un hombre de alto rango y lamentó que hubiera visto el desarreglo de la chica y su asquerosa corte de insectos. Pero la chica dijo que la apariencia de las cosas carece de importancia cuando uno piensa en la fugacidad de la existencia.

La chica no tenía intención de responderle al capitán, pero cedió a la insistencia de las criadas; le agradeció en un poema que la llamara peludo animalito. El capitán replicó: “Me temo que en el mundo no haya un hombre a la altura de tan finísima pelambre”. El anónimo autor de este clásico nipón dice que el capitán se alejó riendo a carcajadas y que los hechos posteriores se relatan en el capítulo dos. Pero el capítulo en mención nunca fue escrito o no ha sido encontrado.



Publicado en Vivir en El Poblado el 21 de noviembre de 2013.






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