Hace un poco más de medio siglo, Cortázar escribió una
curiosa fabulita apocalíptica que parece haberse cumplido. En “Fin del mundo
del fin”, un profeta de voz neutra nos dice que en el futuro aumentarán los
escribas y que los pocos lectores se volverán también escribas. Anuncia que un
día las bibliotecas desbordarán las casas y, en vista de la emergencia, será
preciso ocupar más espacios —parques, teatros, hospitales y cantinas— para
almacenar lo que produzcan los escribas.
Con el tiempo, el fenómeno se vuelve incontrolable: “Los
pobres aprovechan los libros como ladrillos, los pegan con cemento y hacen
paredes de libros y viven en cabañas de libros. Los libros rebasan las ciudades
y entran en los campos, van aplastando los trigales y los campos de girasol,
apenas si la dirección de vialidad consigue que las rutas queden despejadas
entre dos altísimas paredes de libros”. La situación llega al extremo de
obligar a que se arrojen los libros al mar. “Esto permite a los escribas
aumentar su producción, porque en la tierra vuelve a haber espacio para
almacenar sus libros”. Al final, los mares se desbordan, los libros lo invaden
todo y la labor de los escribas se pierde en la insignificancia.
He vuelto a recordar esta historia de Cortázar al leer en
estos días que Islandia es el país del mundo con más escritores per cápita. En
el país de Björk, una de cada diez personas se dedica a las letras. Hay tantos
escritores en Islandia que, en algunas familias, han empezado a asignar turnos
para publicar los libros. La cosa no pasaría de ser una anécdota simpática si
ese mismo fenómeno no empezara a percibirse en otros lados. Los que más
atención reciben ya empiezan a quejarse. En los últimos meses leí comentarios
de Junot Díaz y de Jonathan Franzen sobre la escandalosa abundancia de
escritores. Uno estaría tentado a decir que se quejan porque no quieren
competencia; pero lo cierto es que el mundo está empezando a quedar en manos de
los escribas.
Son muchas las razones que llevan a la gente a querer ser
o dárselas de escritor. Hay vocaciones legítimas; la verdadera literatura nunca
ha estado en peligro de extinción. Pero abundan los que quieren el prestigio de
escritores sin pasar por el esfuerzo de leer y, mucho menos, de aprender el
oficio. En Islandia el nivel educativo es de los más altos del mundo; en otros
lados, saber leer y escribir no parecen requisitos para ser escritor. El asunto
empeora si pensamos que, para la industria editorial, las ventas están por
encima de la calidad. Interesa imponer nombres como si fueran marcas; así lo
que se ofrezca suelan ser babosadas. Interesa que la venta se realice; aunque
el libro permanezca inmaculado en un estante o en el fondo de memorias
digitales. El problema es que con tantos simulacros es difícil distinguir lo
verdadero de lo falso.
Cortázar se equivocó al no prever la posibilidad del
almacenamiento digital. Pero fue certero al anunciar la desaparición de los
lectores. Una cosa son las ventas de los libros y otra cosa, muy distinta, su
lectura. En un mundo de apariencias, cada vez son más escasos los que buscan ir
al fondo de las cosas. Libros y más libros se publican y se olvidan sin haber
sido leídos. Hay algunos que parecen no haber tenido siquiera la atención de
sus autores. En este fin del mundo en que vivimos, empieza a ser más fácil
encontrar en cualquier lado un escritor que un buen lector.
Publicado en Vivir en El Poblado el 7 de noviembre de 2013.
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