viernes, 13 de diciembre de 2013

Adiós a Carl Sagan: “Somos polvo de estrellas”, solía decir

Texto publicado en El Universal de Cartagena, en diciembre de 1996.



  Carl Sagan estaba seguro de que el Universo es un lugar desbordante de vida. Dedicó muchos años a tratar de establecer contacto con inteligencias de otros mundos y es posible que al morir –el pasado viernes 20 de diciembre– haya aceptado ese regreso al Cosmos con la satisfacción de haber recibido la respuesta que buscaba.

  “Preferiría que se descubriera vida fuera de la Tierra durante mi vida”, había declarado Sagan hace poco al Washington Post. “Odio morir y no saberlo nunca”.

  Lo asombroso es que tres días antes de su muerte las agencias internacionales difundieron la noticia de unas misteriosas señales de rayos gamma, provenientes de distancias superiores a los mil millones de años luz, que tienen en jaque a la comunidad científica.

  Los científicos tardarán años en debatir el origen de esas señales, cuya frecuencia sólo parece posible con la intervención de algún tipo de inteligencia. Pero quizá para Sagan, en su lecho de muerte, ese guiño luminoso  era la señal tanto tiempo esperada, la prueba de que algún día –y en buena parte gracias a él– los inquietos pobladores de la tierra podrán hablar con otras formas misteriosas de la vida.

Sagan

  Pocos, como Carl Sagan, han logrado conjugar la precisión de la ciencia con el poder de la poesía. Además de su activa participación en misiones espaciales de la NASA (Mariner, Viking, Voyager y Galileo), Sagan es autor de una extensa y profunda obra dedicada a explorar los interrogantes esenciales de la especie humana.

  Entre sus más de veinte títulos figuran Dragones del Edén, Cerebro de Brocca, Contacto, Sombras de antepasados olvidados  y Cosmos, su obra más conocida, que antes de aparecer publicada en forma de libro fue una de las series de televisión con mayor número de espectadores en el mundo.

  Con una inusual capacidad para enseñar lo más complejo a través de lo más simple, Sagan logró que cientos de millones de personas entendieran el momento crucial que hoy vive la “joven” especie humana, poco antes de zarpar hacia “el océano cósmico”.

  Puso al alcance de todos la suma de los más importantes conocimientos acopiados  por el hombre durante milenios. “Nadie ha tenido el éxito en expresar las maravillas, el entusiasmo y al alegría de la ciencia de forma tan amplia como Carl Sagan”, dijo la Academia Nacional de Ciencias al darle su más alto honor en 1994.

  Sagan también recibió, entre otras distinciones, el premio Pulitzer y la animadversión de algunos grupos científicos que no aceptaron las críticas formuladas por él a la ciencia bélica.

  Una de sus obras más extrañas –y de trascendencia más incalculable– fue la elaboración en equipo con un colega de la Universidad de Cornell, de unos discos metálicos que actualmente  viajan a través del espacio en las naves Pioneer 10 y 11. Cada disco incluye información básica, en forma de símbolos, sobre la ubicación de la tierra en el sistema solar y la vía láctea, sobre la anatomía de la especie humana, y grabaciones con sonidos de animales y voces humanas.

  Esa botella arrojada al océano cósmico busca alguna civilización extraterrestre –relativamente avanzada–que pueda hacer contacto con la tierra y con los hombres. “Ojalá la humanidad aún exista cuando el mensaje sea hallado”, decía Sagan, preocupado por el frenesí con que el hombre se empeña en destruirse.

De Brooklyn al Cosmos

  Sagan nación en Brooklyn en 1934. Era hijo de un inmigrante ucraniano trabajador en fábricas de ropa y de una madre austro-húngara. Descubrió la astronomía a edad muy temprana, por medio de la Biblioteca Pública de Nueva York, y a los veintiséis años tenía un doctorado en Astrofísica de la Universidad de Chicago.

  Sus clases en la universidad de Cornell, en Ithaca (New York), gozaban de un prestigio especial entre la comunidad estudiantil. Vivía con su tercera esposa, Anne Druyan –colaboradora suya en muchos proyectos, incluido Cosmos–, y con sus tres hijos.

  A pesar de estar enfermo, trabajó intensamente hasta el final y dejó listos dos libros que serán publicados de manera póstuma: The Demon Haunted World, una polémica contra la pseudociencia, y Billones y billones, una colección de ensayos cuyo título recuerda una de sus expresiones predilectas para referirse al universo.

  Murió de una extraña enfermedad, similar a la leucemia. La noticia divulgada tres días antes de su muerte quizá era la respuesta que esperó toda su vida. Su muerte fue tranquila y , quizá, feliz. “Somos polvo de estrellas”, solía decir.






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