Texto publicado
en El Universal de Cartagena, en
diciembre de 1996.
Carl Sagan estaba seguro de que el Universo es
un lugar desbordante de vida. Dedicó muchos años a tratar de establecer
contacto con inteligencias de otros mundos y es posible que al morir –el pasado
viernes 20 de diciembre– haya aceptado ese regreso al Cosmos con la
satisfacción de haber recibido la respuesta que buscaba.
“Preferiría que se descubriera vida fuera de
la Tierra durante mi vida”, había declarado Sagan hace poco al Washington Post.
“Odio morir y no saberlo nunca”.
Lo asombroso es que tres días antes de su
muerte las agencias internacionales difundieron la noticia de unas misteriosas
señales de rayos gamma, provenientes de distancias superiores a los mil
millones de años luz, que tienen en jaque a la comunidad científica.
Los científicos tardarán años en debatir el
origen de esas señales, cuya frecuencia sólo parece posible con la intervención
de algún tipo de inteligencia. Pero quizá para Sagan, en su lecho de muerte,
ese guiño luminoso era la señal tanto
tiempo esperada, la prueba de que algún día –y en buena parte gracias a él– los
inquietos pobladores de la tierra podrán hablar con otras formas misteriosas de
la vida.
Sagan
Pocos, como Carl Sagan, han logrado conjugar
la precisión de la ciencia con el poder de la poesía. Además de su activa participación en misiones
espaciales de la NASA (Mariner, Viking, Voyager y Galileo), Sagan es autor de
una extensa y profunda obra dedicada a explorar los interrogantes esenciales de
la especie humana.
Entre sus más de veinte títulos figuran Dragones del Edén, Cerebro de Brocca, Contacto, Sombras de antepasados
olvidados y Cosmos, su obra más
conocida, que antes de aparecer publicada en forma de libro fue una de las series
de televisión con mayor número de espectadores en el mundo.
Con una inusual capacidad para enseñar lo más
complejo a través de lo más simple, Sagan logró que cientos de millones de personas
entendieran el momento crucial que hoy vive la “joven” especie humana, poco
antes de zarpar hacia “el océano cósmico”.
Puso al alcance de todos la suma de los más
importantes conocimientos acopiados por
el hombre durante milenios. “Nadie ha tenido el éxito en expresar las
maravillas, el entusiasmo y al alegría de la ciencia de forma tan amplia como
Carl Sagan”, dijo la Academia Nacional de Ciencias al darle su más alto honor
en 1994.
Sagan también recibió, entre otras
distinciones, el premio Pulitzer y la animadversión de algunos grupos
científicos que no aceptaron las críticas formuladas por él a la ciencia
bélica.
Una de sus obras más extrañas –y de
trascendencia más incalculable– fue la elaboración en equipo con un colega de
la Universidad de Cornell, de unos discos metálicos que actualmente viajan a través del espacio en las naves
Pioneer 10 y 11. Cada disco incluye información básica, en forma de símbolos,
sobre la ubicación de la tierra en el sistema solar y la vía láctea, sobre la
anatomía de la especie humana, y grabaciones con sonidos de animales y voces humanas.
Esa botella arrojada al océano cósmico busca
alguna civilización extraterrestre –relativamente avanzada–que pueda hacer
contacto con la tierra y con los hombres. “Ojalá la humanidad aún exista cuando el
mensaje sea hallado”, decía Sagan, preocupado por el frenesí con que el hombre
se empeña en destruirse.
De Brooklyn al Cosmos
Sagan nación en Brooklyn en 1934. Era hijo de
un inmigrante ucraniano trabajador en fábricas de ropa y de una madre austro-húngara.
Descubrió la astronomía a edad muy temprana, por medio de la Biblioteca Pública
de Nueva York, y a los veintiséis años tenía un doctorado en Astrofísica de la
Universidad de Chicago.
Sus clases en la universidad de Cornell, en Ithaca (New York), gozaban de un prestigio especial entre la comunidad estudiantil. Vivía con su tercera
esposa, Anne Druyan –colaboradora suya en muchos proyectos, incluido Cosmos–, y con sus tres hijos.
A pesar de estar enfermo, trabajó intensamente
hasta el final y dejó listos dos libros que serán publicados de manera póstuma:
The Demon Haunted World, una polémica
contra la pseudociencia, y Billones y
billones, una colección de ensayos cuyo título recuerda una de sus expresiones
predilectas para referirse al universo.
Murió de una extraña enfermedad, similar a la
leucemia. La noticia divulgada tres días antes de su muerte quizá era la
respuesta que esperó toda su vida. Su muerte fue tranquila y , quizá, feliz. “Somos
polvo de estrellas”, solía decir.
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