Una vieja nota de Wenceslao Triana. Octubre 9 de 1996
Pequeña reflexión sobre el Cacique
Mis
nietos me invitaron y no opuse resistencia: quería comprender por qué ese
hombre inspira un culto tan unánime, por qué su voz logró salirse del montón y
colocarse en un sitial inalcanzable, por qué sus letras –a veces disparatadas–
parecen oraciones en un culto donde el hombre que las canta es el sumo sacerdote.
Tomé la prudente medida de ponerme una gorrita
para ocultar mis canas, no fuera que algún joven retrógrado tomara a mal mi
presencia en la arena de la plaza, y me interné en la espesura muy cerca del
escenario. Mis nietos hicieron un cerco en torno mío para proteger mis frágiles
huesos de los inevitables empellones. Y entonces me embebí con lo que ocurría
en el escenario.
Primero
salió un grupo de música folclórica con una señora que tenía casi mi edad y mi
entusiasmo. Luego salió una niña que quería ser collar de perlas para estar
entre los pechos de alguien, y en un momento de la presentación se levantó el
pañal para mostrar unos tatuajes.
Pero la
gente no estaba contenta. Había una dispersión exasperante. Por entre la
multitud iban y venían rumores ansiosos: que el Cacique no ha llegado, que no
se sabe si llega, que está caído de la perra, que ya llegó pero no quiere
cantar.... y en medio de ese circular de rumores empecé a comprender su poder y
su influencia.
Y
entonces llegó. Todo el mundo supo que había llegado porque al grupo que estaba
en la tarima lo hicieron bajar casi sin dejarlo terminar la canción que
interpretaba. Llegó el Cacique y en el ambiente se respiraba una impaciencia
intolerable. Llegaron los músicos y se instalaron, llegaron los guardaespaldas,
llegó una mujer a la que sentaron a un costado de la tarima como a una reina,
llegó tanta gente que casi competían en número con los que estaban en la arena.
Y cuando la gente no podía más, salió el Cacique, salió sonriente, salió con
sus gestos de adolescente díscolo y respetuoso, salió a entregar –durante tres
horas– la inabarcable explosión de su carácter, a respirar el aliento pesado y
sonoro de su poder y a insuflarle alegría a sus seguidores.
Pensé
en el Patriarca cuando lo vi en ese escenario, diciendo que él era él –“y no lo
que dicen las grandes prensas”–, dueño absoluto de la noche, del público que lo
seguía con ojos y oídos idólatras, de su corte y sus ministros, de la reina que
lo alentaba con su presencia.
Observé
con estupor su inigualable privilegio de decir todo lo que piensa en el
instante en que lo piensa, el privilegio de acabar una canción –cuando le
aburre– con un simple zapateo, el privilegio de hablar del dinero que le han
pagado por presentarse o el jueguito entre la sobriedad y la ebriedad con el
que mantiene en vilo a todo el mundo.
Pensé
en una tragedia griega al ver esa otra obra que es el diálogo que se da en el
escenario en medio de las canciones, al verlo saludar a viejos servidores, a
ministros entre los que debe haber incondicionales y traidores, al verlo
secretear o gesticular órdenes o al ver la abnegada fidelidad de su mozo de
espadas (o mejor mozo de micrófono).
Y
presenciando todo eso me sentí gratificado. Feliz de presenciar a ese Cacique
con sus canciones abruptas en las que caben expresiones tan insólitas como
‘plantel educativo’ (es de esperar que algún día incluya en uno de sus temas
las palabras ‘avalúo catastral’).
Y en
medio de la arena, rodeado por el temblor fervoroso de sus fieles, comprendí
que aquella noche había podido presenciar, como muy pocas veces lo había hecho,
a un hombre poderoso, demencial, vulnerable y tremendamente solo, a un Cacique
medio loco que gobierna, con voz de machete fino, a una tribu de miles de
corazones que al oírlo se sosiegan y se olvidan, por un momento, de su
incurable desesperanza.
Octubre
9 de 1996
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