jueves, 5 de diciembre de 2013

Lucrecia

 

Mi nombre es Lucrecia. Tengo nueve años y un brazo partido. El izquierdo, menos mal.También tengo a Papallita, triste y callado, sentado a mi lado, y unas vacaciones por delante que no serán lo que creía que serían.
Si quisiera hacer un inventario detallado, también tendría que mencionar media vela, una ramito de astromelias, una caja de fósforos, tres botellas de vino sin vino y con corcho, un cuaderno con diez hojas en blanco, un lápiz, una piedra blanca y grande y hasta un río, porque desde esta piedra que sólo yo conozco parece que hasta el río fuera mío.
Las cosas vienen tan desordenadas que en un día puede pasarnos de todo y en cien no nos pasa nada.
Ayer, por ejemplo, me pasó de todo.
Primero me levanté teniendo nueve años. Me sentí rara, como si mi cuerpo fuera de otra talla.
Tener ocho era algo en lo que no pensaba. Tenía ocho como un día tuve siete y eso no me preocupaba. Pero nueve era un número raro. Además de ese nombre de nube que llueve, estaba ese dibujo como de ocho reventado. El ocho es bonito, redondo, tranquilo, en cambio con el nueve parece como si algo se hubiera derramado.
Pero no sólo era el dibujo y el nombre de mis años lo que me preocupaba. Comiendo un desayuno que me pareció poco, pensaba en qué momento se empieza a ser adulto.
A pesar de los besos de mamá y de tía Eulalia, a pesar de las risas y cantos, no podía alegrarme. A pesar de que Inírida tuvo que ir a la tienda a traer unos huevos y esencia de vainilla, no dejaba de asustarme la idea de que un día sería grande, la idea de que un día sería una Lucrecia muy distinta a la que ahora conocía.
Empezaba a pensar que tener que ir a la escuela se sumaba a mi desgracia, cuando Inírida llegó de la calle gritando: “Hoy se acaban las clases”.
—Quién dijo, muchacha.
—Acaban de decírmelo en la tienda. Es por la visita del gobernador.
Las profesoras no podían ocultar su cara de satisfacción. Hasta Liboria, la implacable, dejó escapar una sonrisa mientras hacía el último dictado.
Las vacaciones me habían cogido de sorpresa. Aunque había pensado en ellas, no sabía exacta­mente lo que haría. Sólo veía unos días largos y llenos de flores y agua. Al pensar en vacaciones, lo único que había imaginado era el atajo secreto detrás de la casa de Adolfredo, esta piedra gigante y tranquila, que descubrí hace poco, y el río, sobre todo el río.
Recuerdo que mientras escribía mi dictado miré cuántas hojas del cuaderno quedaban en blanco. Recuerdo, porque escribía rápido, que después de copiar sin pensar en las frases, le echaba una ojeada a Papallita, que temblaba de ansiedad en mi maleta, y le pedía que se calmara. Recuerdo que un ataque de adultez me obligó a guardar los útiles sin prisa, me ordenó despedirme cordial de Liboria y fingir moderación hasta la puerta del colegio, donde una niña liberada echó a correr.
Zapatos, medias y uniforme, fuera. Sacar a Papallita del maletín y hacerle una silla con la maleta. Meterme cuanto antes en el agua deliciosa­mente helada.
Luego del júbilo inicial, pensé que debí haber pasado por mi casa antes de venir al río. Me dije que jugaría un momento nada más y que después regresaría.
Pero me distraje gritándole cosas a Papallita y no me di cuenta de que el tiempo se movía.
Lo último que se me ocurrió fue lavarle la ropa. Le dije: “Ha llegado el momento de que seas más aseado”.
Con sonrisa cómplice, que hacía ver más grande su boca pintada de blanco, se dejó quitar el chaleco que le daba su nombre y me vio bajar a la playa que se forma al lado de la piedra.
Le dije: “Mira bien lo que hago. No te voy a durar toda la vida”.
Entonces empecé a hundir el pequeño chaleco en el agua. Lo sacaba, lo escurría y volvía a sumergirlo. Por un momento me olvidé del vestidito y me entretuve en los reflejos del agua. Primero vi el dibujo que formaban la luz y los árboles. Después oí los cantos de los grillos. Más tarde pensé que había transcurrido una eternidad desde el momento en que salí de la escuela y sentí que alguien me miraba. Sentí como si fuera yo misma la que mirara, pero desde otro sitio y teniendo una manera diferente de pensar.
Entonces tuve miedo, pero me lo quité. Tuve ganas de correr, pero me tranquilicé. Pensé que no debía asustarme ese sitio tan lindo. Pensé que la piedra y el río eran míos. Pensé que no estaba sola, que sobre la piedra estaba Papallita esperando su chaleco.
Cuando quise sacar el vestidito descubrí que no estaba en mis manos. Me volví a mirar y alcancé a verlo perdiéndose detrás de la gran roca, como alguien que se asoma en una esquina y se esconde cuando ve que lo miramos.
Salí al centro del río y vi el chalequito viajando saltarín, alejándose con rapidez.
Entonces, me hundí en la corriente y me dejé llevar. Cuando volví a asomar la cabeza estaba más cerca pero aún no podía alcanzarlo. Esta vez me dejé arrastrar por la corriente con la cabeza asomada, mirando la fuga del chaleco, como si se lo llevara una multitud que quisiera salvarlo.
Entonces cometí el error de recordar que tenía nueve años. Que mis ocho, como el chalequito, como las botellas, nunca volverían. Tuve miedo al pensar que seguirían llegando más años sin que yo pudiera hacer algo para detenerlos y me agarré de una piedra. No quise que el río me siguiera arrastrando.
Vi perderse la manchita de tela y lloré. A pesar de que el río insistía en llevarme y que un millón de agujas invisibles se pegaban de mi brazo, no quise soltarme. Pensé que el dolor era más soportable que el temor.



 Cuento de la colección "Su última palabra fue silencio"(1993).





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