Mi
nombre es Lucrecia. Tengo nueve años y un brazo partido. El izquierdo, menos
mal.También
tengo a Papallita, triste y callado, sentado a mi lado, y unas vacaciones por
delante que no serán lo que creía que serían.
Si
quisiera hacer un inventario detallado, también tendría que mencionar media
vela, una ramito de astromelias, una caja de fósforos, tres botellas de vino
sin vino y con corcho, un cuaderno con diez hojas en blanco, un lápiz, una
piedra blanca y grande y hasta un río, porque desde esta piedra que sólo yo
conozco parece que hasta el río fuera mío.
Las
cosas vienen tan desordenadas que en un día puede pasarnos de todo y en cien no
nos pasa nada.
Ayer,
por ejemplo, me pasó de todo.
Primero
me levanté teniendo nueve años. Me sentí rara, como si mi cuerpo fuera de otra
talla.
Tener
ocho era algo en lo que no pensaba. Tenía ocho como un día tuve siete y eso no
me preocupaba. Pero nueve era un número raro. Además de ese nombre de nube que
llueve, estaba ese dibujo como de ocho reventado. El ocho es bonito, redondo,
tranquilo, en cambio con el nueve parece como si algo se hubiera derramado.
Pero
no sólo era el dibujo y el nombre de mis años lo que me preocupaba. Comiendo un
desayuno que me pareció poco, pensaba en qué momento se empieza a ser adulto.
A
pesar de los besos de mamá y de tía Eulalia, a pesar de las risas y cantos, no
podía alegrarme. A pesar de que Inírida tuvo que ir a la tienda a traer unos
huevos y esencia de vainilla, no dejaba de asustarme la idea de que un día
sería grande, la idea de que un día sería una Lucrecia muy distinta a la que
ahora conocía.
Empezaba a
pensar que tener que ir a la escuela se sumaba a mi desgracia, cuando Inírida
llegó de la calle gritando: “Hoy se acaban las clases”.
—Quién
dijo, muchacha.
—Acaban de
decírmelo en la tienda. Es por la visita del gobernador.
Las
profesoras no podían ocultar su cara de satisfacción. Hasta Liboria, la
implacable, dejó escapar una sonrisa mientras hacía el último dictado.
Las
vacaciones me habían cogido de sorpresa. Aunque había pensado en ellas, no
sabía exactamente lo que haría. Sólo veía unos días largos y llenos de flores
y agua. Al pensar en vacaciones, lo único que había imaginado era el atajo
secreto detrás de la casa de Adolfredo, esta piedra gigante y tranquila, que
descubrí hace poco, y el río, sobre todo el río.
Recuerdo
que mientras escribía mi dictado miré cuántas hojas del cuaderno quedaban en
blanco. Recuerdo, porque escribía rápido, que después de copiar sin pensar en
las frases, le echaba una ojeada a Papallita, que temblaba de ansiedad en mi
maleta, y le pedía que se calmara. Recuerdo que un ataque de adultez me obligó
a guardar los útiles sin prisa, me ordenó despedirme cordial de Liboria y
fingir moderación hasta la puerta del colegio, donde una niña liberada echó a
correr.
Zapatos,
medias y uniforme, fuera. Sacar a Papallita del maletín y hacerle una silla con
la maleta. Meterme cuanto antes en el agua deliciosamente helada.
Luego del
júbilo inicial, pensé que debí haber pasado por mi casa antes de venir al río.
Me dije que jugaría un momento nada más y que después regresaría.
Pero me
distraje gritándole cosas a Papallita y no me di cuenta de que el tiempo se
movía.
Lo último
que se me ocurrió fue lavarle la ropa. Le dije: “Ha llegado el momento de que
seas más aseado”.
Con
sonrisa cómplice, que hacía ver más grande su boca pintada de blanco, se dejó
quitar el chaleco que le daba su nombre y me vio bajar a la playa que se forma
al lado de la piedra.
Le dije:
“Mira bien lo que hago. No te voy a durar toda la vida”.
Entonces
empecé a hundir el pequeño chaleco en el agua. Lo sacaba, lo escurría y volvía
a sumergirlo. Por un momento me olvidé del vestidito y me entretuve en los
reflejos del agua. Primero vi el dibujo que formaban la luz y los árboles.
Después oí los cantos de los grillos. Más tarde pensé que había transcurrido
una eternidad desde el momento en que salí de la escuela y sentí que alguien me
miraba. Sentí como si fuera yo misma la que mirara, pero desde otro sitio y
teniendo una manera diferente de pensar.
Entonces
tuve miedo, pero me lo quité. Tuve ganas de correr, pero me tranquilicé. Pensé
que no debía asustarme ese sitio tan lindo. Pensé que la piedra y el río eran
míos. Pensé que no estaba sola, que sobre la piedra estaba Papallita esperando
su chaleco.
Cuando
quise sacar el vestidito descubrí que no estaba en mis manos. Me volví a mirar
y alcancé a verlo perdiéndose detrás de la gran roca, como alguien que se asoma
en una esquina y se esconde cuando ve que lo miramos.
Salí al centro del río y vi el chalequito viajando saltarín, alejándose con rapidez.
Entonces,
me hundí en la corriente y me dejé llevar. Cuando volví a asomar la cabeza
estaba más cerca pero aún no podía alcanzarlo. Esta vez me dejé arrastrar por
la corriente con la cabeza asomada, mirando la fuga del chaleco, como si se lo
llevara una multitud que quisiera salvarlo.
Entonces
cometí el error de recordar que tenía nueve años. Que mis ocho, como el chalequito,
como las botellas, nunca volverían. Tuve miedo al pensar que seguirían llegando
más años sin que yo pudiera hacer algo para detenerlos y me agarré de una
piedra. No quise que el río me siguiera arrastrando.
Vi
perderse la manchita de tela y lloré. A pesar de que el río insistía en
llevarme y que un millón de agujas invisibles se pegaban de mi brazo, no quise
soltarme. Pensé que el dolor era más soportable que el temor.
Cuento de la colección "Su última palabra fue silencio"(1993).
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