sábado, 28 de diciembre de 2013

Cartagena de Indias en la vida y la obra de Gabriel García Márquez

Ponencia presentada el 27 de julio de 2007, en el marco del "V Diplomado Cartagena de Indias, Conocimiento Vital del Caribe". Universidad Tecnológica de Bolívar, Cartagena. Incluida en el libro 'Travesías por la geografía garciamarqueana' publicado por la Universidad Tecnológica de Bolívar, en 2009.


Por Gustavo Arango

La historia que quiero contarles empezó hace sesenta años a pocas cuadras de donde hoy estamos y llegó a su punto culminante hace ochenta días en el mismo lugar.
El pasado 26 de marzo, en el Centro de Convenciones que hoy se erige frente a la bahía de las Ánimas, el mundo hispánico le rindió un homenaje a Gabriel García Márquez, en el marco del Congreso de la Lengua. Fue una ceremonia cálida y repleta de momentos memorables. Llegaron reyes, presidentes y reinas de belleza. Llegaron hordas de periodistas y de académicos. Hubo curiosos de todas las calañas.
El momento culminante fue cuando García Márquez leyó un discurso en el que recordó los tiempos en que escribió Cien años de soledad. Fue como si cada uno de nosotros hubiera tenido al fin la oportunidad de estar a solas con ese viejo amigo de todos. Nos reímos de las ocurrencias y de las distracciones de Gabito. Lo vimos tratar de equilibrar orgullo y modestia. Fuimos testigos vivos del momento en que terminaba de saltar al territorio de los inmortales y se instalaba al lado de Cervantes, llevando en la mano la edición conmemorativa de su libro.
Aquella ceremonia en el Centro de Convenciones está llena de significados. No lo habíamos visto y escuchado por tanto tiempo desde que recibió el Premio Nobel.  Nunca se había dirigido a todos como lo hizo ese día. Uno de mis propósitos con esta charla es invitarlos a explorar algunos de los significados de lo ocurrido, en especial los menos evidentes para los medios que todo lo devoran sin haberlo saboreado.
Corriendo el riesgo de embarcarme en polémicas a la salida, me atrevo a afirmar que la ceremonia de hace ochenta días tiene sentidos más profundos y personales, para García Márquez, que la misma recepción del premio Nobel.  Dejaré mis argumentos para más adelante, por lo pronto quiero decir que una ceremonia como ésa solo podía haber ocurrido en Cartagena de Indias, porque Cartagena es la ciudad con más presencia en la obra de García Márquez y es, también, la más decisiva en su destino como escritor.
Podríamos interpretar las relaciones del escritor con la ciudad señalando las representaciones directas e indirectas que hay en sus obras. Decir que el  cerro de San Felipe está Del amor y otros demonios y que el portal de los dulces –o de los escribanos-está en El amor en los tiempos del cólera. Pero las menciones de la ciudad en las obras pueden hacer una simple lista de curiosidades. Con una tarea como ésa podríamos caer en ese falso tipo de exégesis, tan popular hoy en día, para el que la interpretación y el goce de un texto se limita a identificar los referentes reales que dan sustento a la ficción.
Para que la reflexión sea provechosa,  para entender las razones por las que el escritor vuelve una y otra vez a este espacio, resulta necesario interpretar la realidad, valorar el papel que Cartagena ha jugado en la vida de Gabriel García Márquez.

García Márquez llegó por primera vez a Cartagena cuando tenía veintiún años, a finales de abril de 1948. Venía huyendo de la violencia del bogotazo y tenía la intención de continuar sus estudios de derecho en la Universidad de Cartagena.  El impacto que la ciudad produjo en él fue inmediato. Tuvimos que esperar hasta la aparición de sus memorias para tener su versión sobre ese instante. Cartagena parecía estancada en el tiempo.  El pasado era visible y palpable. Era una ciudad llena de historias. El mundo entero parecía darse cita en ese antiguo puerto esclavista que alguna vez fue llamado la puerta de América. La ciudad era como ninguna otra de las que ese joven universitario había conocido. Aquel primer encuentro fue como  ingresar a una comarca de la imaginación instalada en los mapas de la realidad. Su testimonio no puede ser más elocuente:
“Me bastó con dar un paso dentro de la muralla para verla en toda su grandeza a la luz malva de las seis de la tarde, y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto a nacer.” (Vivir para contarla, 367)
Durante veinte meses García Márquez vivió en Cartagena experiencias decisivas, muchas de ellas asociadas con su trabajo como periodista en el diario liberal El Universal. Su vida, en aquel tiempo, estuvo llena de primeras veces: primeras lecciones sobre el oficio, primeras crónicas, primeros problemas con la censura, primer discurso público, primeros manifiestos políticos y hasta primera novela.
Hablaré luego con más detalles sobre esos veinte meses. Ahora quiero dar una mirada general a las relaciones del autor con la ciudad.
En diciembre de 1949, tras su primera y más larga estadía en la ciudad, García Márquez dejó Cartagena y se fue a Barranquilla, una ciudad más conectada con el mundo, donde el tiempo sí transcurría. Ya entonces iba con la determinación de ser un gran escritor, pero no tenía idea de lo grande que podía ser.
Desde entonces su vida ha sido un constante regresar a Cartagena de Indias. A partir de 1951, cuando su familia se instaló definitivamente en la ciudad, García Márquez volvía a Cartagena con frecuencia, se quedaba aquí por temporadas, y enviaba a Barranquilla sus jirafas, las columnas de opinión que publicaba en El Heraldo. Pero Barranquilla era más atractiva para él, porque le permitía tener la sensación de estar avanzando en su propósito. Allá se sentía en un ambiente más propicio para llegar a ser el escritor que quería ser: bueno, conocido, eventualmente famoso.
 Luego emprendió un largo periplo que lo llevó a Bogotá, a Europa, a Venezuela, a Estados Unidos, y finalmente a México, donde se instalo con su familia en 1961 y estuvo a punto de abandonar su carrera de escritor. Con cuatro libros publicados, con pocos lectores y mucho menos compradores, los sueños de gloria empezaban a diluirse, la publicidad y el cine le ganaban la batalla a la literatura.
 Hubo muchos regresos. En 1966 García Márquez regresó a Cartagena como parte de la delegación mexicana que vino al Festival de Cine. Aquella vez su prestigio se lo debía a su labor como guionista de una película de Arturo Ripstein.
En septiembre de 1967, poco después del éxito estruendoso de Cien años de soledad, García Márquez pasó por Cartagena hecho una celebridad. En esa ocasión asistió a la obra teatral de Alberto Sierra, Tripas al sol, y siguió para Arjona a tomar unos días de descanso.
Nada parecía anticipar en ese tiempo la importancia que Cartagena tendría en su obra. Hasta ese momento, Macondo era su espacio literario más importante. Pero Macondo había desaparecido arrastrado por un huracán bíblico y la obra empezaba a necesitar de un nuevo espacio.
Mucho se ha hablado del viaje que García Márquez hizo con su madre a Aracataca, para tratar de vender la casa de los abuelos. A ese viaje se le atribuye una especie de epifanía como escritor y el origen de su primer universo literario. Me atrevo a afirmar que durante sus viajes a Cartagena, en los años sesenta, García Márquez tuvo experiencias semejantes, empezó a hacerse consciente de la importancia de la ciudad en su vida y en la construcción de la “rancia ciudad de los virreyes y de los bucaneros”, el espacio literario que habría de suplantar a Macondo. 
Puede parecer una obviedad, pero resulta necesario señalar que la ciudad que aparece en novelas como El otoño del patriarca, El amor en los tiempos del cólera y Del amor y otros demonios, no es Cartagena de Indias. A la ciudad de los virreyes, el espacio literario, nunca se le identifica directamente con el nombre de Cartagena, a pesar de las semejanzas evidentes y de algunos nombres propios que existen en la Cartagena de la realidad. La ciudad de los virreyes se adapta a las necesidades del narrador, a veces tiene una sierra nevada en el horizonte, a veces queda cerca de acantilados, y casi siempre se indica de manera ostensible que no es Cartagena de Indias. A la manera de las aclaraciones que aparecían en muchos libros hace años, el autor parece decirnos que “cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia”.
Después del éxito de Cien años de soledad, García Márquez asumió uno de sus retos más difíciles como escritor, el de demostrar que podía superar o, al menos, emular su propia hazaña.
En 1972 publicó un libro de transición, el volumen de relatos La increíble y triste  historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada. Vivía en Barcelona y estaba trabajando en una meticulosa filigrana sobre el tema de los dictadores latinoamericanos.
García Márquez ha dicho que algunas de sus experiencias toman más de veinte años para asomarse en sus libros. Un poco más de veinte años después de haber entrado en su vida, Cartagena, “la ciudad más bella del mundo” (El amor, 290),  empezó a tener una presencia en su obra que ninguna otra ciudad real ha tenido.
A comienzos de los años ochenta, García Márquez se encontraba de regreso en Cartagena y parecía dispuesto a quedarse. Allí recibía a sus amigos de todo el mundo y les daba una pequeña muestra de lo que era la vida en las tierras del realismo mágico.  Esta cita, tomada de una de sus notas de prensa de aquella época, sintetiza en buena forma las relaciones de García Márquez con la ciudad y revela una de las claves de su obra.
Para mí el rincón más nostálgico de Cartagena de indias es el muelle de la Bahía de las Ánimas, donde estuvo hasta hace poco el fragoroso mercado central. Durante el día, aquella era una mezcla de gritos y colores, una parranda multitudinaria como recuerdo pocas en el ámbito del Caribe. De noche, era el mejor comedero de borrachos y periodistas. Allí estaban, frente a las mesas de comida al aire libre, las goletas que zarpaban al amanecer cargadas de marimondas y de guineo verde, cargadas de remesas de putas biches para los hoteles de vidrio de Curazao, para Guantánamo, para Santiago de los Caballeros, que ni siquiera tenía mar para llegar, para las islas más bellas y más tristes del mundo. Uno se sentaba a conversar bajo las estrellas de la madrugada, mientras los cocineros maricas, que eran deslenguados y simpáticos y tenían siempre un clavel en la oreja, preparaban con mano maestra el plato de resistencia de la cocina local: filete de carne con grandes anillos de cebolla y tajadas fritas de plátano verde. Con lo que allí escuchábamos mientras comíamos, hacíamos el periódico del día siguiente.
 (“Un domingo de delirio”. Notas de prensa 1980-1984, 71)
Tengo la impresión de que a las notas de prensa que García Márquez escribió a comienzos de los años ochenta no se les ha prestado suficiente atención. En ellas podemos encontrar la materia prima de sus memorias y algunas claves importantes sobre su obra. Allí están, por ejemplo, sus recuerdos de los viajes en barco por el río Magdalena, que más tarde fueron transcritos literalmente en Vivir para contarla. Allí está revelado que la plaza de mercado que estaba situada donde hoy queda el Centro de convenciones es la misma de El otoño del patriarca donde los perros devoraron al hijo del patriarca y donde el sacerdote abisinio Demetrio Aldus se metía en peleas memorables. Fue allí, también, donde Sierva María de Todos los Ángeles fue mordida por un perro rabioso.
García Márquez parecía dispuesto a quedarse en Cartagena para siempre, pero en 1981 abandonó la ciudad y el país de manera abrupta. Tenía indicios de que los militares maquinaban la forma de involucrarlo en actividades del M19 y decidió marcharse de nuevo a México.
Cuando recibió el premio Nobel, en 1982,  dijo que se compraría una casa frente al mar en Cartagena. Como en el caso de Juvenal Urbino, su “amor casi maniático por la ciudad” (25) era ya muy evidente.
Por aquel tiempo emprendió  la escritura de su novela favorita: El amor en los tiempos del cólera. Hace un año, la ciudad estuvo conmocionada con la filmación de la película basaba en esa novela.  Muchos de los espacios en el texto son fácilmente identificables con espacios de la realidad.  Allí están las casonas de Manga, o La Manga, la Bahía de las Ánimas, el estrecho de Boca Chica, los portales y edificios de la ciudad antigua y hasta los galeones hundidos en la bahía. Pero, al igual que en el Otoño del patriarca, nunca se dice que esa ciudad sea Cartagena. En ambas novelas, El otoño del patriarca y El amor en los tiempos del cólera, hay unas breves escenas destinadas a separar la Cartagena real del espacio literario que se nutre de ella.
En El Otoño del patriarca, el personaje principal tiene una casa en los arrecifes donde ofrece albergue a dictadores caídos en desgracia. Una vez, asomado al balcón de aquella casa, pudo ver “el universo completo de las Antillas desde Barbados hasta Veracruz” (44), vio puertos y poblados de tierra adentro, vio el ir y venir de embarcaciones en el Caribe, y en medio de esa visión luminosa vio también a Cartagena de Indias, parecida a la ciudad de los virreyes, pero distinta.
En otro diciembre lejano, cuando se inauguró la casa, él había visto desde aquella terraza el reguero de islas alucinadas de las Antillas que alguien le iba mostrando con el dedo en la vitrina del mar, había visto el volcán perfumado de la Martinica, allá mi general, había visto su hospital de tísicos (…), había visto el mercado infernal de Paramaribo, allá mi general, los cangrejos que se salían del mar por los excusados y se trepaban en las mesas de las heladerías (…), las vacas de oro macizo dormidas en las playas de Tanaguarena (…), el ciego visionario de la Guayra (…), había visto el corral de piedras de Cartagena de Indias, su bahía cerrada con una cadena, la luz parada en los balcones, los caballos escuálidos de los coches de punto que todavía bostezaban por el pienso de los virreyes, su olor a mierda mi general, qué maravilla, dígame si no es grande el mundo entero… (El otoño del patriarca, 43)
El mismo recurso diferenciador lo encontramos en El amor en los tiempos del cólera. Cuando todos los lectores nos hemos hecho a la idea de que la historia transcurre en Cartagena, aparece la escena del primer viaje en globo promovido por Juvenal Urbino, dentro de las celebraciones del nuevo siglo. En aquella ocasión, después de volar por sobre las estribaciones de las crestas nevadas, y luego sobre el vasto piélago de la Ciénaga grande, Juvenal Urbino, su esposa Fermina Daza, y un selecto grupo de notables vieron en la distancia una ciudad fantasma.
Desde el cielo, como las veía Dios, vieron las ruinas de la muy antigua y heroica ciudad de Cartagena de Indias, la más bella del mundo, abandonada de sus pobladores por el pánico del cólera, después de haber resistido a toda clase de asedios de ingleses y tropelías de bucaneros durante tres siglos. Vieron las murallas intactas, la maleza de las calles, las fortificaciones devoradas por las trinitarias, los palacios de mármoles y altares de oro con sus virreyes podridos de peste dentro de las armaduras (El amor en los tiempos del cólera, 290).
Si nos atenemos a los textos mismos, la única novela donde podemos afirmar que aparece Cartagena como escenario es El general en su laberinto. Las razones son obvias, el género histórico se nutre de datos y espacios reales. Allí la ficción invade los terrenos de la realidad.
Como hecho curioso, la llegada de Bolívar a la ciudad, entre ciénagas muertas y pestilentes, guarda notables semejanzas con la primera impresión que García Márquez tuvo de Cartagena, en abril de 1948. Para los amigos de las curiosidades y correspondencias, cuando el libertador llegó al sector del mercado público, la ciudad andaba alborotada con los estragos de un perro rabioso, descendiente tal vez de aquel que siglos atrás mordió a Sierva María de todos los Ángeles, la protagonista de Del amor y otros demonios.
Las novelas que ocurren en la ciudad de los virreyes están llenas de ecos y de correspondencias. Juvenal Urbino y Fermina Daza, protagonistas de El amor en los tiempos del cólera, viven durante sus primeros años de matrimonio en la casa que siglos atrás, en Del amor y otros demonios, habitara el Marqués de Casalduero, padre de Sierva María de Todos los Ángeles.
Otro personaje de El amor en los tiempos del cólera, León XII Loayza, tío de Florentino Ariza, era un niño cuando el Libertador pasó por Turbaco en su último viaje. Bolívar tuvo al niño en sus brazos y la escena aparece en la novela El general en su laberinto.
Pero volvamos al recuento cronológico. Durante los años ochenta García Márquez tanteó muchas veces la posibilidad de regresar a Colombia. Cuando por fin pudo hacerlo, Cartagena de Indias fue y ha seguido siendo su ciudad. Aquí sigue teniendo ese contacto vital y necesario con su familia. Durante mucho tiempo se volvió un participante activo en el Festival de cine y, con unas cuantas llamadas, conformaba los jurados más selectos que ha tenido el evento. Siempre estaba presente en las ceremonias principales.
Después de una breve mención en “El rastro de tu sangre en la nieve”, uno de los Doce cuentos peregrinos, donde los protagonistas se conocen en las playas de Marbella, Cartagena vuelve a ser protagonista en Del amor y otros demonios, la novela que García Márquez publica en 1994. Allí está el puerto esclavista, ese extremo del imperio siempre en peligro, con sus conventos atrincherados, con esas identidades que se perdían en la mezcla de cuerpos y culturas. Allí está  el hospital de leprosos en el cerro de San Felipe, donde después se erigiría una fortaleza militar conocida como el castillo de San Felipe. Está el arrabal de Getsemaní, ese crisol donde se gestaba nuestra cultura mágica. Está la iglesia en guerra contra un mundo poblado de demonios.
Quizá el espacio más notable de esa novela es el convento de Santa Clara, un lugar que en los años cuarenta estaba ocupado por un hospital y que fue después por muchos años una ruina ilustre y abandonada, hasta que fue convertida en hotel de cinco estrellas, a mediados de los años noventa.
Al lado de ese enorme edificio García Márquez construyó por fin su casa frente al mar y volvió a residir por largas temporadas en la ciudad. En 1995 creó aquí la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Como hecho notable, la sede de la Fundación se encuentra en la misma calle San Juan de Dios donde García Márquez dio sus primeros pasos como periodista de El Universal.
Del amor y otros demonios fue la última novela en la que Cartagena ocupó un lugar central en su obra. Después vino Noticia de un secuestro, el reportaje del periodista con mejores contactos y fuentes en la historia del país. Vinieron las memorias, donde el capítulo sobre Cartagena se dedica a llenar los espacios en blanco que dejamos los biógrafos. Allí también García Márquez propone enigmas y corrobora ideas generales, como la importancia de lápiz rojo de Clemente Manuel Zabala, su jefe de redacción en El Universal. Finalmente, con Memorias de mis putas tristes, parece haberle llegado el momento a Barranquilla y a otras regiones de la costa para entrar en la obra como espacio literario.
Así llegamos a nuestro punto de partida, al homenaje que hace ochenta días recibió García Márquez en el Centro de Convenciones, frente a la Bahía de las Ánimas.
He hecho un recuento general de las relaciones del escritor con la ciudad, pero aun no he hablado de los significados que encuentro en esa relación. Pienso que esos significados se condensan en esos primeros veinte meses que García Márquez pasó en Cartagena, entre abril de 1948 y diciembre de 1949.
Así como cada uno de nosotros no es más que un niño al que el tiempo ha recubierto con capas sucesivas, del mismo modo nuestras experiencias de sitios y de personas están constituidas por capas sucesivas en cuyo centro palpita, novedosa y eterna, la experiencia inicial.
Esos primeros meses en la ciudad, la permanencia más intensa y prolongada de García Márquez en Cartagena, pueden ser suficientes para explicar la fascinación del escritor por este lugar.
Son muchos los testimonios que García Márquez ha dado sobre la presencia viva del pasado en la ciudad, de la singular confluencia de culturas y de historias que se da en Cartagena.  En otra nota de los años ochenta, sobre el Museo de Arte Moderno de Cartagena, podemos encontrar la síntesis de esa fascinación. Aquí habla de un payaso que Cecilia Porras pintó en una puerta y de como la puerta rodó por la ciudad.
Eso es lo que más me ha fascinado siempre de Cartagena: el raro destino de sus casas y de sus cosas. Todas parecen tener vida propia, tanto más cuanto más muertas parecen, y van cambiando de forma y de utilidad en el tiempo, mudándose de sitio y de oficio mientras sus dueños pasan de largo por la vida sin demasiado ruido.
Es una magia de origen. Nadie se ha sorprendido nunca de que la casa más bella de la ciudad haya sido el tremendo palacio de torturas de la Inquisición, que las cárceles tenebrosas de la colonia estén ahora convertidas en alegres bazares de artesanos, y que haya un restaurante de pescado en la que fuera la mansión de lujo del Marqués de Valdehoyos.
Yo daba mis primeros pasos de periodista en El Universal, que acababa de fundarse a muy pocas cuadras de allí, y lo primero que aprendí del oficio fue la mala costumbre de vivir al revés: durmiendo de día y trabajando de noche.
En la madrugada, cuando se paraba el rumor de llovizna de los teletipos, me iba con los linotipistas a las bodegas del puerto, cuyo celador insomne era el único amigo dispuesto a recibirnos a esa hora. Allí permanecíamos hasta el amanecer, tomando aquel ron de caña que parecía fósforo vivo, y escuchando las historias fantásticas del celador.
Desde el lugar donde nos sentábamos a conversar veíamos el Muelle de los Pegasos, con sus veleros de mala muerte, que iban resucitando a medida que aumentaba la madrugada. Nunca podré olvidar en el resto de mi vida aquellos amaneceres irreales de mi juventud, siempre recordaré qué tristes nos quedábamos cuando las goletas se iban, me acordaré del loro que adivinaba el porvenir en la casa de camas alquiladas de Matilde Arenales, de las jaibas que se salían de los platos de sopa que servían en las fondas de maricas del mercado, del viento de tiburones, los tambores remotos, la luz amarga de los primeros días de abril, mientras el celador nos contaba sin cansancio las historias de la casa.
(“Un payaso pintado detrás de una puerta”. Notas de prensa 1980-1984, 257)

Al llegar a Cartagena, García Márquez  tenía veintiún años y había publicado sólo dos cuentos en El Espectador. Fue aquí donde experimentó por primera vez lo que era trabajar en un periódico. La acogida de Clemente Manuel Zabala estuvo llena de entusiasmo. Cuando Zapata Olivella llevó a García Márquez a El Universal, Zabala lo reconoció de inmediato por los cuentos publicados y se propuso comprometerlo para que escribiera artículos de opinión. Su aventura en El Universal comenzó con una nota de bienvenida escrita por Zabala. Esta nota, más que hablar del talento de García Márquez, nos revela las calidades y la generosidad de Zabala.
Saludo a Gabriel García
Un día Gabriel García Márquez salió de las orillas del Mojana y se dirigió a Bogotá levado por su ambición de aprender y de abrir a su inteligencia más amplios y nuevos caminos a su inquietud. Allá ingresó a la Universidad a familiarizarse con las disciplinas de la jurisprudencia, y quedando en su curiosidad intelectual una zona libre, le dio ocupación en el noble ejercicio de las letras. Fue así como al lado del código, hizo sus incursiones en el mundo de los libros y atenaceado por las urgencias de la creación, publicó sus primeros cuentos en El Espectador. Fueron aquellas primicias de su ingenio una revelación y Eduardo Zalamea, gran catador y gran mecenas de las bellas letras, le hizo llegar su palabra de animación y le abrió irrestrictamente las páginas de su insuperable magazine.
Hoy Gabriel García Márquez, por un imperativo sentimental, ha retornado a su tierra y se ha incorporado a nuestro ambiente universitario tomando una plaza en la Facultad de Derecho, donde continuará los estudios que comenzara con tan halagadores éxitos en la capital.
El estudioso, el escritor, el intelectual, en esta nueva etapa de su carrera, no enmudecerá y expresará en estas columnas todo ese mundo de sugerencias con que cuotidianamente impresionan su inquieta imaginación las personas, los hombres y las cosas.
(El Universal, jueves 20 de mayo de 1948. Página cuatro, sección comentarios)

Al día siguiente, el 21 de mayo, apareció su primera nota de prensa. El tema de esta nota era el toque de queda que empezaba en la ciudad a las nueve de la noche. Muchos años después, frente a las memorias de García Márquez, habríamos de saber que su primera noche en Cartagena la pasó en un calabozo, gracias a la compasión de los soldados que lo encontraron a la deriva en las calles vacías del toque de queda.
Fue aquí, durante aquellos meses como redactor de El Universal, donde García Márquez empezó a entender los tejemanejes de la política que vemos reflejados en novelas como Cien años de soledad.  En aquel tiempo, El Universal estaba sometido a la censura oficial y García Márquez aprendió a deslizar, en notas aparentemente inocentes, comentarios que no podían hacerse de otra manera. Una columna suya, sobre Joe Louis, habla de una “dictadura pugilística” que cualquier lector podía identificar con el régimen de la época. Quizá la anécdota más curiosa de ese aprendizaje forzado que era escribir bajo la censura se refiere a una nota de García Márquez sobre la novela de John Steinbeck, Se ha puesto la luna. La historia de un país invadido por un ejército extranjero le permitió hablar del clima de violencia que se vivía en la ciudad. La Popol, policía política, dejaba sentir su mano dura. Hubo incluso magnicidios, como el del líder político liberal Braulio Henao Blanco. En su nota sobre la novela de Steinbeck, García Márquez disfrazó sus opiniones bajo la apariencia de reseña literaria.
Lo curioso de esta anécdota es que el censor, el coronel Millán Vargas, después de leer la nota, les dijo a los periodistas que se daba cuenta de que ese texto era una crítica al gobierno, pero que estaba tan bien escrita que permitiría que se publicara. Su única recomendación fue que apareciera sin el nombre de su autor. La nota apareció sin firma y fue para mí uno de los hallazgos más importantes durante la investigación que hice para escribir Un ramo de nomeolvides.
Volviendo a aquellos tiempos, fue aquí en Cartagena donde García Márquez recibió también sus primeras amenazas. Una serie de notas suyas, pidiendo claridad sobre una masacre ocurrida en El Carmen durante una procesión religiosa, llevó a que las autoridades locales le recomendaran, muy "persuasivamente", no seguir escribiendo sobre el tema.
Aquí fue por primera vez célebre, cuando en julio de 1949 leyó el discurso de proclamación de la reina Elvira Primera y sus palabras fueron difundidas por la radio y reproducidas por la prensa. Como hecho curioso, el discurso que leyó García Márquez había sido escrito por su amigo Ramiro de la Espriella. Días después, De la Espriella leyó como suyo el discurso escrito por García Márquez para la proclamación de la reina Carmen Marrugo.
Fue justamente por los días del reinado, al escribir un llamado a la cordura que al final no se impuso, cuando García Márquez se autobautizó Septimus y, al hacerlo, definió sus aspiraciones y, en cierto modo, el derrotero de su vida.
Y cruzaron, el señor Septimus Warren Smith y su señora y, a fin de cuentas, ¿había algo en ellos que llamara la atención, algo que indujera al transeúnte a sospechar: he aquí a un joven que lleva el más importante mensaje del mundo y que es, además, el hombre más feliz del mundo y el más desdichado?
(…) Por lo tanto, volvieron al lado del más sublime individuo de la humanidad, del criminal ante sus jueces, de la víctima desamparada en las alturas, del fugitivo, del marinero ahogado, del poeta de la oda inmortal, del señor que había ido de la vida  a la muerte, de Septimus Warren Smith, sentado en un sillón bajo la luz cenital…
(Virginia Woolf, “La señora Dalloway”)
Aquí, durante aquellos meses de los años cuarenta, Gabito escribió sus primeras notas de cine y sus primeras crónicas periodísticas. Una de ellas apareció en El Universal el 25 de octubre de 1949, un día antes de la fecha en que, según dice en Del amor y otros demonios, había visto en el Santa Clara la exhumación de unos restos antiguos.
El 26 de octubre de 1949 no fue un día de grandes noticias. El maestro Clemente Manuel Zabala, jefe de redacción del diario donde hacía mis primeras letras de reportero, terminó la reunión de la mañana con dos o tres sugerencias de rutina. No encomendó una tarea concreta a ningún redactor. Minutos después se entero por teléfono de que estaban vaciando las criptas funerarias del antiguo convento de Santa Clara, y me ordenó sin ilusiones:
“Date una vuelta por allá a ver que se te ocurre”.
(Del prólogo de Del amor y otros demonios)
Curiosamente, la crónica en mención se refiere también a una exhumación y uno de los protagonistas es un perro que obligatoriamente nos remite al perro rabioso con que se abre la novela.
Infanticidio en el barrio de la Esperanza
El barrio de la Esperanza, en Cartagena, es un rincón proletario, de espaldas a una de las ciénagas que rodean la ciudad, atravesado por anchas y soleadas calles donde la lluvia ha dejado sus cicatrices de barro.
Sin embargo, a pesar de que aquel es un sector alejado de los trajines comerciales, se ha realizado en él un drama oscuro, inhumano, que denuncia la presencia de una tragedia detrás de ese paisaje tranquilo, perturbado apenas por la gritería de un gamín o por los ladridos de un perro famélico.
Calavera
En el barrio de la esperanza, en el sector situado detrás de la jabonería Iberia, hay un perro escuálido, descolorido, conocido por los vecinos con el remoquete de Calavera. Hace dos días, Calavera, en una de sus habituales y casi siempre inútiles búsquedas de desperdicios entre el fango, descubrió algo en la mitad de la calle. Escarbó, olfateó el suelo blando y extrajo un cuerpo extraño más o menos en volumen al suyo propio.
El cuerpo
Instantes después, todo el barrio, habitualmente silencioso, había caído en un estado de alarma general. Llegaron los inspectores de policía, los fotógrafos de la prensa y por primera vez en largos años los callados proletarios del barrio la Esperanza presenciaron un espectáculo que habría de producir sensación y repugnancia. Lo que Calavera –el perro escuálido– había descubierto entre el barro, en la mitad de la calle, era el cuerpo de una criatura bien desarrollada, viable ya a juzgar por su conformación extraña.
Conjeturas
Las preguntas, los comentarios, se propagaron pródigamente. Qué madre desconsiderada e inhumana había cometido aquel delito? En qué oscuro laboratorio se había perpetrado aquel atentado contra las más elementales normas humanas?
Una mujer, allí presente, sintetizo su censura en estas palabras: “Infamia… Y tántas mujeres que estamos deseando un hijo”.
(El Universal, martes 25 de octubre de 1949. Página sexta)
La lista de experiencias importantes en Cartagena es bastante larga. Aquí García Márquez tuvo contacto con personajes de leyenda, como Emilio Razzore y el mago Aben El Kady, quienes contribuirían con tatuajes y pasados para la creación de Melquiades.
Aquí fue empresario, con un periódico diminuto, llamado “Comprimido”, que llegó pronto a la quiebra.
Aquí fue empleado burocrático, cuando trabajó cobrando el cheque que le daban las oficinas del Censo Nacional.
Aquí firmó su primer manifiesto político, protestando contra la deportación del estudiante dominicano Manuel Lorenzo y Carrasco.
Aquí fue periodista pobre y subsidiado por las fuentes, cuando entró a formar parte del comité de prensa del Hospital Santa Clara. Años después, al publicar Del amor y otros demonios, seguía siendo –en cierto modo– parte de ese comité de prensa.
Entre los múltiples hallazgos que pude hacer cuando investigaba para escribir Un ramo de nomeolvides, se encuentran las noticias que El Universal publicó en aquella época sobre el hospital. Allí podemos ver una faceta muy poco explorada de García Márquez, la de cargaladrillos. Esta es una de esas notas:

Reinaugurada la sala de cirugía del Santa Clara
Después de introducírsele  fundamentales mejoras fue reinaugurada la Sala de Cirugías del Hospital Santa Clara, bajo la responsabilidad de su director científico, doctor Nicolás Macario Paz.
A este acto concurrieron: el síndico del hospital, doctor Manuel Castillo Polo; los miembros de la Junta de Asistencia Social; los jefes de servicios y los jefes de Clínicas del mismo establecimiento.
El reverendo padre Segismundo Tarval bendijo la sala, después de lo cual el doctor Horacio Caballero Vives, efectuó una intervención quirúrgica, consistente en una apendiceptomía en la que estuvo acompañado por el practicante Hernando Castellón.
El doctor Caballero Vives estuvo feliz en su intervención, pues la paciente se encuentra ya en vías de restablecimiento total. Posteriormente, y como acto final, todos los asistentes tomaron una copa de champaña ofrecida por las autoridades del establecimiento.
(El Universal, viernes 18 de octubre de 1949, primera página).
Aquí, en esta ciudad, compartió con putas tristes y alegres, y durante una noche alucinógena en un “coreográfico”, escapó en calzoncillos de lo que parecía la muerte inminente.
Aquí conoció por primera vez a un escritor de talla internacional, el español Dámaso Alonso.  En aquella ocasión García Márquez y sus amigos fueron al hotel Caribe a visitar al escritor y a su esposa, la también escritora, Eulalia Galvarriato. Dámaso Alonso hizo comentarios favorables sobre los poemas de Rojas Herazo. Eulalia Galvarriato, especialista en narrativa, fue lacónica en sus comentarios sobre los cuentos de García Márquez.
Aquí, finalmente, tuvo contactos personales definitivos.  Además del magisterio de Clemente Manuel Zabala, García Márquez encontró la explosiva intensidad de Héctor Rojas Herazo, la sabiduría milenaria de Gustavo Ibarra Merlano y la lealtad sin límite de los hermanos Oscar y Ramiro de la Espriella.
Jorge García Usta escribió un libro en el que abrió las puertas para la valoración de aquella época y de aquellos contactos humanos.  Dejando de lado la disputa entre ciudades, es necesario reconocer que García Márquez debe tanto o más a sus amigos de Cartagena que a los de Barranquilla.  Pero lo cierto es que le ha costado más reconocer el papel de los primeros.
La deuda con Zabala, por su papel para que García Márquez saliera de las tinieblas literarias y de los pantanos líricos, ha venido pagándola en cómodas cuotas, entre las que se cuenta el prólogo a Del amor y otros demonios
Ibarra Merlano, quién puso en sus manos los trágicos griegos, los poetas catolicos y el siglo de Oro, quién lo acercó a la Casa de los siete tejados de Hawthorne, de donde saldrían materiales para la casa de los Buendía, ha pasado con modestia a la historia como un maestro tranquilo y sin ambiciones.
Con Rojas Herazo las cosas han sido más complicadas.  Rojas había sido su profesor de dibujo en Barranquilla, en el bachillerato. Cuando García Márquez llegó a El Universal, quería ofrecer sus servicios como dibujante, pero ya Rojas era el ilustrador de cabecera. Rojas era en aquel tiempo un escritor más formado, más impetuoso, más reconocido. A su lado, García Márquez sólo podía sentirse frágil. Fueron émulos y esa palabra, en los terrenos literarios, implica una mezcla de amor y odio. Pero no hay nada cuestionable en esa situación. El escritor que no haya sentido irritación por los logros estilísticos de otro, que tire la primera metáfora. Esas sutiles competencias son impulsos decisivos en la vida de un artista. Lo cierto es que García Márquez  pudo hacerse una idea de lo que se proponía como artista porque a su lado había artistas de la talla de Héctor Rojas Herazo.
Una de las anécdotas más curiosas de esta amistad con Zabala, Ibarra y Rojas Herazo fue la invención que hicieron de un escritor nicaragüense, a quien llamaron César Guerra Valdés. La entrevista al escritor imaginario la publicaron en la primera página de El Universal y es todo un manifiesto estético que prefigura la transformación en las letras que representa la obra de García Márquez.
Pero ninguno de los amigos de Cartagena, ni Zabala, ni Ibarra Merlano, ni Rojas Herazo, ni los hermanos Óscar y Ramiro de la Espriella  –con su activismo político–, tenían lo que García Márquez necesitaba: La ambición, el sentido de la oportunidad y el contacto con el mundo literario, cosas que sí podía encontrar en Barranquilla.
Al dejar a Cartagena por Barranquilla, García Márquez eligió una carrera y un éxito literarios cuyos frutos podría recoger él mismo. Quedarse en Cartagena habría significado producir una obra completamente distinta, menos exitosa, quizá abierta hacia otras dimensiones, entregada ­–como en Ibarra y Rojas­– a los azares de la valoración póstuma.
Pero hubo otras razones para dejar a Cartagena en aquel tiempo. La sociedad cartagenera, donde aún perduraban rezagos coloniales, una ciudad que soñaba “con el regreso de los virreyes” y donde el apellido y el origen seguían siendo importantes, nunca acogió del todo a García Márquez.
La reacción de García Márquez, en esos primeros años, fue visible. Se vestía de manera estrambótica, se fabricó una persona contestataria, el padre de los hermanos De la Espriella lo llamaba “Valor civil”; pero lo cierto es que el peso de la discriminación, ese ser visto como un loquito de provincia, era una carga pesada que no estaba dispuesto a seguir llevando.
Lo ocurrido después puede verse como un desquite sutil contra la discriminación de esa sociedad. Al entrar en círculos y salones donde antes no tenía acceso, García Márquez parece haber cobrado una deuda que la ciudad tenía con él desde finales de los años cuarenta. Entrados en el terreno de la metáfora, Cartagena de Indias es para García Márquez como esa Fermina Daza que fue por mucho tiempo la esposa del médico más ilustre de la ciudad, pero que terminó al lado de un hombre marginal que nunca dejó de amarla desde el primer momento en que la vio. Como Florentino Ariza, García Márquez “tomó la determinación feroz de ganar nombre y fortuna para merecerla”.
Todo esto, que he expresado de manera un poco atropellada, estaba en juego hace unos días, cuando Gabriel García Márquez recibió el homenaje de su tierra y de todo el mundo hispánico.  Debajo del discurso que leía, como en los palimpsestos antiguos, estaban todas las capas de su relación con la ciudad, los múltiples regresos, todas las experiencias.
Y al final de tantas capas de pasado, seguía transcurriendo, palpitante y eterna, la primera noche “histórica” que García Márquez pasó en esta ciudad.
Aquella vez, al final de la tarde, al entrar al sector antiguo, sintió que nacía de nuevo. Los días anteriores habían sido de pesadilla, había salido como un prófugo de una Bogotá devastada. Al bajar del avión en Barranquilla había tomado un  bus rumbo a “La heroica”, donde se encontraría con sus amigos.
Pero sus amigos no estaban  en la ciudad y no encontró un lugar donde pasar la noche.  Tenía cuatro pesos en el bolsillo y un cigarrillo. Traía el hambre de un largo día sin probar bocado.
Entrada la noche, los soldados lo encontraron en la soledad fantasmagórica del toque de queda. Antes de llevarlo al calabozo, fueron con él a un comedero del mercado público.  Allí estaban los que tenían permiso para salir a esas horas. Allí encontró a una pareja de “cartageneros despistados” que lo invitó a cenar. Allí, en el rincón más nostálgico de la ciudad, un cocinero de “belleza incómoda” y clavel en la oreja le sirvió el primer plato de su nueva vida. Allí, frente a la Bahía de las Ánimas, en ese muladar perdido entre los siglos, en el sitio exacto donde muchos años después sería proclamada su inmortalidad, Gabito calmó aquella primera noche su hambre de recién nacido.
Me atrevo a decir que la felicidad de aquella noche remota sigue siendo más grande para él que la que tuvo hace unos días.



Obras citadas:
Archivo de El Universal, Cartagena de Indias (1948-1950).
García Márquez, Gabriel. Del amor y otros demonios. New York: Penguin, 1994.
___________. El amor en los tiempos del cólera. Madrid: Mondadori, 1987.
___________. El general en su laberinto. Bogotá: Oveja Negra, 1989.
___________. El otoño del patriarca. México: Plaza y Janes, 1975.
___________. Notas de prensa 1980-1984. Barce


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