Ponencia
presentada el 27 de julio de 2007, en el marco del "V Diplomado Cartagena
de Indias, Conocimiento Vital del Caribe". Universidad Tecnológica de
Bolívar, Cartagena. Incluida en el libro 'Travesías por la geografía garciamarqueana' publicado por la Universidad Tecnológica de Bolívar, en 2009.
Por
Gustavo Arango
La historia que quiero contarles empezó hace sesenta años a pocas
cuadras de donde hoy estamos y llegó a su punto culminante hace ochenta días en
el mismo lugar.
El pasado 26 de marzo, en el Centro de Convenciones que hoy se
erige frente a la bahía de las Ánimas, el mundo hispánico le rindió un homenaje
a Gabriel García Márquez, en el marco del Congreso de la Lengua. Fue una
ceremonia cálida y repleta de momentos memorables. Llegaron reyes, presidentes
y reinas de belleza. Llegaron hordas de periodistas y de académicos. Hubo
curiosos de todas las calañas.
El momento culminante fue cuando García Márquez leyó un discurso
en el que recordó los tiempos en que escribió Cien años de soledad. Fue
como si cada uno de nosotros hubiera tenido al fin la oportunidad de estar a
solas con ese viejo amigo de todos. Nos reímos de las ocurrencias y de las
distracciones de Gabito. Lo vimos tratar de equilibrar orgullo y modestia.
Fuimos testigos vivos del momento en que terminaba de saltar al territorio de
los inmortales y se instalaba al lado de Cervantes, llevando en la mano la
edición conmemorativa de su libro.
Aquella ceremonia en el Centro de Convenciones está llena de
significados. No lo habíamos visto y escuchado por tanto tiempo desde que
recibió el Premio Nobel. Nunca se había dirigido a todos como lo hizo ese
día. Uno de mis propósitos con esta charla es invitarlos a explorar algunos de
los significados de lo ocurrido, en especial los menos evidentes para los
medios que todo lo devoran sin haberlo saboreado.
Corriendo el riesgo de embarcarme en polémicas a la salida, me
atrevo a afirmar que la ceremonia de hace ochenta días tiene sentidos más
profundos y personales, para García Márquez, que la misma recepción del premio
Nobel. Dejaré mis argumentos para más adelante, por lo pronto quiero
decir que una ceremonia como ésa solo podía haber ocurrido en Cartagena de
Indias, porque Cartagena es la ciudad con más presencia en la obra de García
Márquez y es, también, la más decisiva en su destino como escritor.
Podríamos interpretar las relaciones del escritor con la ciudad señalando las representaciones directas e
indirectas que hay en sus obras. Decir que el cerro de San Felipe está Del
amor y otros demonios y que el portal de los dulces –o de los
escribanos-está en El amor en los tiempos del cólera. Pero las menciones
de la ciudad en las obras pueden hacer una simple lista de curiosidades. Con
una tarea como ésa podríamos caer en ese falso tipo de exégesis, tan popular
hoy en día, para el que la interpretación y el goce de un texto se limita a
identificar los referentes reales que dan sustento a la ficción.
Para que la reflexión sea
provechosa, para entender las razones por las que el escritor vuelve una
y otra vez a este espacio, resulta necesario interpretar la realidad, valorar
el papel que Cartagena ha jugado en la vida de Gabriel García Márquez.
García Márquez llegó por primera vez a
Cartagena cuando tenía veintiún años, a finales de abril de 1948. Venía huyendo
de la violencia del bogotazo y tenía la intención de continuar sus estudios de
derecho en la Universidad
de Cartagena. El impacto que la ciudad produjo en él fue inmediato.
Tuvimos que esperar hasta la aparición de sus memorias para tener su versión
sobre ese instante. Cartagena parecía estancada en el tiempo. El pasado
era visible y palpable. Era una ciudad llena de historias. El mundo entero
parecía darse cita en ese antiguo puerto esclavista que alguna vez fue llamado
la puerta de América. La ciudad era como ninguna otra de las que ese joven universitario
había conocido. Aquel primer encuentro fue como ingresar a una comarca de
la imaginación instalada en los mapas de la realidad. Su testimonio no puede
ser más elocuente:
“Me bastó con dar un paso dentro de la muralla para verla en toda su
grandeza a la luz malva de las seis de la tarde, y no pude reprimir el
sentimiento de haber vuelto a nacer.” (Vivir para contarla, 367)
Durante veinte meses García Márquez vivió
en Cartagena experiencias decisivas, muchas de ellas asociadas con su trabajo
como periodista en el diario liberal El Universal. Su vida, en aquel
tiempo, estuvo llena de primeras veces: primeras lecciones sobre el oficio,
primeras crónicas, primeros problemas con la censura, primer discurso público,
primeros manifiestos políticos y hasta primera novela.
Hablaré luego con más detalles sobre esos
veinte meses. Ahora quiero dar una mirada general a las relaciones del autor
con la ciudad.
En diciembre de 1949, tras su primera y
más larga estadía en la ciudad, García Márquez dejó Cartagena y se fue a
Barranquilla, una ciudad más conectada con el mundo, donde el tiempo sí
transcurría. Ya entonces iba con la determinación de ser un gran escritor, pero
no tenía idea de lo grande que podía ser.
Desde entonces su vida ha sido un
constante regresar a Cartagena de Indias. A partir de 1951, cuando su familia
se instaló definitivamente en la ciudad, García Márquez volvía a Cartagena con
frecuencia, se quedaba aquí por temporadas, y enviaba a Barranquilla sus
jirafas, las columnas de opinión que publicaba en El Heraldo. Pero
Barranquilla era más atractiva para él, porque le permitía tener la sensación
de estar avanzando en su propósito. Allá se sentía en un ambiente más propicio
para llegar a ser el escritor que quería ser: bueno, conocido, eventualmente
famoso.
Luego emprendió un largo periplo que
lo llevó a Bogotá, a Europa, a Venezuela, a Estados Unidos, y finalmente a
México, donde se instalo con su familia en 1961 y estuvo a punto de abandonar
su carrera de escritor. Con cuatro libros publicados, con pocos lectores y
mucho menos compradores, los sueños de gloria empezaban a diluirse, la
publicidad y el cine le ganaban la batalla a la literatura.
Hubo muchos regresos. En 1966 García
Márquez regresó a Cartagena como parte de la delegación mexicana que vino al
Festival de Cine. Aquella vez su prestigio se lo debía a su labor como
guionista de una película de Arturo Ripstein.
En septiembre de 1967, poco después del
éxito estruendoso de Cien años de soledad, García Márquez pasó por Cartagena
hecho una celebridad. En esa ocasión asistió a la obra teatral de Alberto
Sierra, Tripas al sol, y siguió para Arjona a tomar unos días de
descanso.
Nada parecía anticipar en ese tiempo la
importancia que Cartagena tendría en su obra. Hasta ese momento, Macondo era su
espacio literario más importante. Pero Macondo había desaparecido arrastrado
por un huracán bíblico y la obra empezaba a necesitar de un nuevo espacio.
Mucho se ha hablado del viaje que García
Márquez hizo con su madre a Aracataca, para tratar de vender la casa de los
abuelos. A ese viaje se le atribuye una especie de epifanía como escritor y el
origen de su primer universo literario. Me atrevo a afirmar que durante sus
viajes a Cartagena, en los años sesenta, García Márquez tuvo experiencias
semejantes, empezó a hacerse consciente de la importancia de la ciudad en su
vida y en la construcción de la “rancia ciudad de los virreyes y de los
bucaneros”, el espacio literario que habría de suplantar a Macondo.
Puede parecer una obviedad, pero resulta
necesario señalar que la ciudad que aparece en novelas como El otoño del
patriarca, El amor en los tiempos del cólera y Del amor y otros
demonios, no es Cartagena de Indias. A la ciudad de los virreyes, el
espacio literario, nunca se le identifica directamente con el nombre de
Cartagena, a pesar de las semejanzas evidentes y de algunos nombres propios que
existen en la Cartagena
de la realidad. La ciudad de los virreyes se adapta a las necesidades del
narrador, a veces tiene una sierra nevada en el horizonte, a veces queda cerca
de acantilados, y casi siempre se indica de manera ostensible que no es
Cartagena de Indias. A la manera de las aclaraciones que aparecían en muchos
libros hace años, el autor parece decirnos que “cualquier parecido con la
realidad es mera coincidencia”.
Después del éxito de Cien años de soledad,
García Márquez asumió uno de sus retos más difíciles como escritor, el de
demostrar que podía superar o, al menos, emular su propia hazaña.
En 1972 publicó un libro de transición, el
volumen de relatos La increíble y triste historia de la cándida
Eréndira y su abuela desalmada. Vivía en Barcelona y estaba trabajando en
una meticulosa filigrana sobre el tema de los dictadores latinoamericanos.
García Márquez ha dicho que algunas de sus
experiencias toman más de veinte años para asomarse en sus libros. Un poco más
de veinte años después de haber entrado en su vida, Cartagena, “la ciudad más
bella del mundo” (El amor, 290), empezó a tener una presencia en su obra
que ninguna otra ciudad real ha tenido.
A comienzos de los años ochenta, García
Márquez se encontraba de regreso en Cartagena y parecía dispuesto a quedarse.
Allí recibía a sus amigos de todo el mundo y les daba una pequeña muestra de lo
que era la vida en las tierras del realismo mágico. Esta cita, tomada de
una de sus notas de prensa de aquella época, sintetiza en buena forma las
relaciones de García Márquez con la ciudad y revela una de las claves de su
obra.
Para mí el rincón más nostálgico de Cartagena de indias es el
muelle de la Bahía
de las Ánimas, donde estuvo hasta hace poco el fragoroso mercado central.
Durante el día, aquella era una mezcla de gritos y colores, una parranda
multitudinaria como recuerdo pocas en el ámbito del Caribe. De noche, era el
mejor comedero de borrachos y periodistas. Allí estaban, frente a las mesas de
comida al aire libre, las goletas que zarpaban al amanecer cargadas de
marimondas y de guineo verde, cargadas de remesas de putas biches para
los hoteles de vidrio de Curazao, para Guantánamo, para Santiago de los
Caballeros, que ni siquiera tenía mar para llegar, para las islas más bellas y
más tristes del mundo. Uno se sentaba a conversar bajo las estrellas de la
madrugada, mientras los cocineros maricas, que eran deslenguados y simpáticos y
tenían siempre un clavel en la oreja, preparaban con mano maestra el plato de
resistencia de la cocina local: filete de carne con grandes anillos de cebolla
y tajadas fritas de plátano verde. Con lo que allí escuchábamos mientras
comíamos, hacíamos el periódico del día siguiente.
(“Un
domingo de delirio”. Notas de prensa 1980-1984, 71)
Tengo la impresión de que a las notas de
prensa que García Márquez escribió a comienzos de los años ochenta no se les ha
prestado suficiente atención. En ellas podemos encontrar la materia prima de
sus memorias y algunas claves importantes sobre su obra. Allí están, por
ejemplo, sus recuerdos de los viajes en barco por el río Magdalena, que más
tarde fueron transcritos literalmente en Vivir para contarla. Allí está
revelado que la plaza de mercado que estaba situada donde hoy queda el Centro
de convenciones es la misma de El otoño del patriarca donde los perros
devoraron al hijo del patriarca y donde el sacerdote abisinio Demetrio Aldus se
metía en peleas memorables. Fue allí, también, donde Sierva María de Todos los Ángeles fue mordida por un perro rabioso.
García Márquez parecía dispuesto a
quedarse en Cartagena para siempre, pero en 1981 abandonó la ciudad y el país
de manera abrupta. Tenía indicios de que los militares maquinaban la forma de involucrarlo
en actividades del M19 y decidió marcharse de nuevo a México.
Cuando recibió el premio Nobel, en
1982, dijo que se compraría una casa frente al mar en Cartagena. Como en
el caso de Juvenal Urbino, su “amor casi maniático por la ciudad” (25) era ya
muy evidente.
Por aquel tiempo emprendió la
escritura de su novela favorita: El amor en los tiempos del cólera. Hace
un año, la ciudad estuvo conmocionada con la filmación de la película basaba en
esa novela. Muchos de los espacios en el texto son fácilmente
identificables con espacios de la realidad. Allí están las casonas de
Manga, o La Manga ,
la Bahía de las
Ánimas, el estrecho de Boca Chica, los portales y edificios de la ciudad
antigua y hasta los galeones hundidos en la bahía. Pero, al igual que en el Otoño
del patriarca, nunca se dice que esa ciudad sea Cartagena. En ambas
novelas, El otoño del patriarca y El amor en los tiempos del cólera,
hay unas breves escenas destinadas a separar la Cartagena real del
espacio literario que se nutre de ella.
En El Otoño del patriarca, el
personaje principal tiene una casa en los arrecifes donde ofrece albergue a
dictadores caídos en desgracia. Una vez, asomado al balcón de aquella casa,
pudo ver “el universo completo de las Antillas desde Barbados hasta Veracruz”
(44), vio puertos y poblados de tierra adentro, vio el ir y venir de
embarcaciones en el Caribe, y en medio de esa visión luminosa vio también a
Cartagena de Indias, parecida a la ciudad de los virreyes, pero distinta.
En otro
diciembre lejano, cuando se inauguró la casa, él había visto desde aquella
terraza el reguero de islas alucinadas de las Antillas que alguien le iba
mostrando con el dedo en la vitrina del mar, había visto el volcán perfumado de
la Martinica ,
allá mi general, había visto su hospital de tísicos (…), había visto el mercado
infernal de Paramaribo, allá mi general, los cangrejos que se salían del mar
por los excusados y se trepaban en las mesas de las heladerías (…), las vacas
de oro macizo dormidas en las playas de Tanaguarena (…), el ciego visionario de
la Guayra (…),
había visto el corral de piedras de Cartagena de Indias, su bahía cerrada con
una cadena, la luz parada en los balcones, los caballos escuálidos de los
coches de punto que todavía bostezaban por el pienso de los virreyes, su olor a
mierda mi general, qué maravilla, dígame si no es grande el mundo entero… (El
otoño del patriarca, 43)
El mismo recurso diferenciador lo
encontramos en El amor en los tiempos del cólera. Cuando todos los
lectores nos hemos hecho a la idea de que la historia transcurre en Cartagena,
aparece la escena del primer viaje en globo promovido por Juvenal Urbino,
dentro de las celebraciones del nuevo siglo. En aquella ocasión, después de
volar por sobre las estribaciones de las crestas nevadas, y luego sobre el
vasto piélago de la Ciénaga
grande, Juvenal Urbino, su esposa Fermina Daza, y un selecto grupo de notables
vieron en la distancia una ciudad fantasma.
Desde el cielo, como las veía Dios, vieron las ruinas de la muy antigua
y heroica ciudad de Cartagena de Indias, la más bella del mundo, abandonada de
sus pobladores por el pánico del cólera, después de haber resistido a toda
clase de asedios de ingleses y tropelías de bucaneros durante tres siglos.
Vieron las murallas intactas, la maleza de las calles, las fortificaciones
devoradas por las trinitarias, los palacios de mármoles y altares de oro con
sus virreyes podridos de peste dentro de las armaduras (El amor en los tiempos
del cólera, 290).
Si nos atenemos a los textos mismos, la
única novela donde podemos afirmar que aparece Cartagena como escenario es El
general en su laberinto. Las razones son obvias, el género histórico se
nutre de datos y espacios reales. Allí la ficción invade los terrenos de la
realidad.
Como hecho curioso, la llegada de Bolívar
a la ciudad, entre ciénagas muertas y pestilentes, guarda notables semejanzas
con la primera impresión que García Márquez tuvo de Cartagena, en abril de
1948. Para los amigos de las curiosidades y correspondencias, cuando el
libertador llegó al sector del mercado público, la ciudad andaba alborotada con
los estragos de un perro rabioso, descendiente tal vez de aquel que siglos
atrás mordió a Sierva María de todos los Ángeles, la protagonista de Del
amor y otros demonios.
Las novelas que ocurren en la ciudad de
los virreyes están llenas de ecos y de correspondencias. Juvenal Urbino y
Fermina Daza, protagonistas de El amor en los tiempos del cólera, viven
durante sus primeros años de matrimonio en la casa que siglos atrás, en Del
amor y otros demonios, habitara el Marqués de Casalduero, padre de Sierva
María de Todos los Ángeles.
Otro personaje de El amor en los
tiempos del cólera, León XII Loayza, tío de Florentino Ariza, era un niño
cuando el Libertador pasó por Turbaco en su último viaje. Bolívar tuvo al niño
en sus brazos y la escena aparece en la novela El general en su laberinto.
Pero volvamos al recuento cronológico.
Durante los años ochenta García Márquez tanteó muchas veces la posibilidad de
regresar a Colombia. Cuando por fin pudo hacerlo, Cartagena de Indias fue y ha
seguido siendo su ciudad. Aquí sigue teniendo ese contacto vital y necesario
con su familia. Durante mucho tiempo se volvió un participante activo en el
Festival de cine y, con unas cuantas llamadas, conformaba los jurados más selectos
que ha tenido el evento. Siempre estaba presente en las ceremonias principales.
Después de una breve mención en “El rastro
de tu sangre en la nieve”, uno de los Doce cuentos peregrinos, donde los
protagonistas se conocen en las playas de Marbella, Cartagena vuelve a ser
protagonista en Del amor y otros demonios, la novela que García Márquez
publica en 1994. Allí está el puerto esclavista, ese extremo del imperio
siempre en peligro, con sus conventos atrincherados, con esas identidades que
se perdían en la mezcla de cuerpos y culturas. Allí está el hospital de
leprosos en el cerro de San Felipe, donde después se erigiría una fortaleza
militar conocida como el castillo de San Felipe. Está el arrabal de Getsemaní,
ese crisol donde se gestaba nuestra cultura mágica. Está la iglesia en guerra
contra un mundo poblado de demonios.
Quizá el espacio más notable de esa novela
es el convento de Santa Clara, un lugar que en los años cuarenta estaba ocupado
por un hospital y que fue después por muchos años una ruina ilustre y
abandonada, hasta que fue convertida en hotel de cinco estrellas, a mediados de
los años noventa.
Al lado de ese enorme edificio García
Márquez construyó por fin su casa frente al mar y volvió a residir por largas
temporadas en la ciudad. En 1995 creó aquí la Fundación para un Nuevo
Periodismo Iberoamericano. Como hecho notable, la sede de la Fundación se encuentra
en la misma calle San Juan de Dios donde García Márquez dio sus primeros pasos
como periodista de El Universal.
Del amor y otros demonios fue la última novela en la que Cartagena
ocupó un lugar central en su obra. Después vino Noticia de un secuestro,
el reportaje del periodista con mejores contactos y fuentes en la historia del
país. Vinieron las memorias, donde el capítulo sobre Cartagena se dedica a
llenar los espacios en blanco que dejamos los biógrafos. Allí también García
Márquez propone enigmas y corrobora ideas generales, como la importancia de
lápiz rojo de Clemente Manuel Zabala, su jefe de redacción en El Universal.
Finalmente, con Memorias de mis putas tristes, parece haberle llegado el
momento a Barranquilla y a otras regiones de la costa para entrar en la obra
como espacio literario.
Así llegamos a nuestro punto de partida,
al homenaje que hace ochenta días recibió García Márquez en el Centro de
Convenciones, frente a la Bahía
de las Ánimas.
He hecho un recuento general de las
relaciones del escritor con la ciudad, pero aun no he hablado de los
significados que encuentro en esa relación. Pienso que esos significados se condensan
en esos primeros veinte meses que García Márquez pasó en Cartagena, entre abril
de 1948 y diciembre de 1949.
Así como cada uno de nosotros no es más
que un niño al que el tiempo ha recubierto con capas sucesivas, del mismo modo
nuestras experiencias de sitios y de personas están constituidas por capas
sucesivas en cuyo centro palpita, novedosa y eterna, la experiencia inicial.
Esos primeros meses en la ciudad, la
permanencia más intensa y prolongada de García Márquez en Cartagena, pueden ser
suficientes para explicar la fascinación del escritor por este lugar.
Son muchos los testimonios que García
Márquez ha dado sobre la presencia viva del pasado en la ciudad, de la singular
confluencia de culturas y de historias que se da en Cartagena. En otra
nota de los años ochenta, sobre el Museo de Arte Moderno de Cartagena, podemos
encontrar la síntesis de esa fascinación. Aquí habla de un payaso que Cecilia
Porras pintó en una puerta y de como la puerta rodó por la ciudad.
Eso es lo que más me ha fascinado siempre de Cartagena: el raro
destino de sus casas y de sus cosas. Todas parecen tener vida propia, tanto más
cuanto más muertas parecen, y van cambiando de forma y de utilidad en el
tiempo, mudándose de sitio y de oficio mientras sus dueños pasan de largo por
la vida sin demasiado ruido.
Es una magia de origen. Nadie se ha sorprendido nunca de que la
casa más bella de la ciudad haya sido el tremendo palacio de torturas de la Inquisición , que las
cárceles tenebrosas de la colonia estén ahora convertidas en alegres bazares de
artesanos, y que haya un restaurante de pescado en la que fuera la mansión de
lujo del Marqués de Valdehoyos.
Yo daba mis primeros pasos de periodista en El Universal,
que acababa de fundarse a muy pocas cuadras de allí, y lo primero que aprendí
del oficio fue la mala costumbre de vivir al revés: durmiendo de día y
trabajando de noche.
En la madrugada, cuando se paraba el rumor de llovizna de los
teletipos, me iba con los linotipistas a las bodegas del puerto, cuyo celador
insomne era el único amigo dispuesto a recibirnos a esa hora. Allí
permanecíamos hasta el amanecer, tomando aquel ron de caña que parecía fósforo
vivo, y escuchando las historias fantásticas del celador.
Desde el lugar donde nos sentábamos a conversar veíamos el Muelle
de los Pegasos, con sus veleros de mala muerte, que iban resucitando a medida
que aumentaba la madrugada. Nunca podré olvidar en el resto de mi vida aquellos
amaneceres irreales de mi juventud, siempre recordaré qué tristes nos
quedábamos cuando las goletas se iban, me acordaré del loro que adivinaba el
porvenir en la casa de camas alquiladas de Matilde Arenales, de las jaibas que
se salían de los platos de sopa que servían en las fondas de maricas del
mercado, del viento de tiburones, los tambores remotos, la luz amarga de los
primeros días de abril, mientras el celador nos contaba sin cansancio las
historias de la casa.
(“Un
payaso pintado detrás de una puerta”. Notas de prensa 1980-1984, 257)
Al llegar a Cartagena, García
Márquez tenía veintiún años y había publicado sólo dos cuentos en El
Espectador. Fue aquí donde experimentó por primera vez lo que era trabajar
en un periódico. La acogida de Clemente Manuel Zabala estuvo llena de
entusiasmo. Cuando Zapata Olivella llevó a García Márquez a El Universal,
Zabala lo reconoció de inmediato por los cuentos publicados y se propuso
comprometerlo para que escribiera artículos de opinión. Su aventura en El
Universal comenzó con una nota de bienvenida escrita por Zabala. Esta nota,
más que hablar del talento de García Márquez, nos revela las calidades y la
generosidad de Zabala.
Saludo a Gabriel García
Un día Gabriel García Márquez salió de las
orillas del Mojana y se dirigió a Bogotá levado por su ambición de aprender y
de abrir a su inteligencia más amplios y nuevos caminos a su inquietud. Allá
ingresó a la Universidad
a familiarizarse con las disciplinas de la jurisprudencia, y quedando en su
curiosidad intelectual una zona libre, le dio ocupación en el noble ejercicio
de las letras. Fue así como al lado del código, hizo sus incursiones en el
mundo de los libros y atenaceado por las urgencias de la creación, publicó sus
primeros cuentos en El Espectador. Fueron aquellas primicias de su
ingenio una revelación y Eduardo Zalamea, gran catador y gran mecenas de las
bellas letras, le hizo llegar su palabra de animación y le abrió
irrestrictamente las páginas de su insuperable magazine.
Hoy Gabriel García Márquez, por un
imperativo sentimental, ha retornado a su tierra y se ha incorporado a nuestro
ambiente universitario tomando una plaza en la Facultad de Derecho,
donde continuará los estudios que comenzara con tan halagadores éxitos en la
capital.
El estudioso, el escritor, el intelectual,
en esta nueva etapa de su carrera, no enmudecerá y expresará en estas columnas
todo ese mundo de sugerencias con que cuotidianamente impresionan su inquieta
imaginación las personas, los hombres y las cosas.
(El Universal, jueves 20 de mayo de 1948.
Página cuatro, sección comentarios)
Al día siguiente, el 21 de mayo, apareció
su primera nota de prensa. El tema de esta nota era el toque de queda que
empezaba en la ciudad a las nueve de la noche. Muchos años después, frente a
las memorias de García Márquez, habríamos de saber que su primera noche en
Cartagena la pasó en un calabozo, gracias a la compasión de los soldados que lo
encontraron a la deriva en las calles vacías del toque de queda.
Fue aquí, durante aquellos meses como
redactor de El Universal, donde García Márquez empezó a entender los
tejemanejes de la política que vemos reflejados en novelas como Cien años de
soledad. En aquel tiempo, El Universal estaba sometido a la
censura oficial y García Márquez aprendió a deslizar, en notas aparentemente
inocentes, comentarios que no podían hacerse de otra manera. Una columna suya,
sobre Joe Louis, habla de una “dictadura pugilística” que cualquier lector
podía identificar con el régimen de la época. Quizá la anécdota más curiosa de
ese aprendizaje forzado que era escribir bajo la censura se refiere a una nota
de García Márquez sobre la novela de John Steinbeck, Se ha puesto la luna.
La historia de un país invadido por un ejército extranjero le permitió hablar
del clima de violencia que se vivía en la ciudad. La Popol , policía política,
dejaba sentir su mano dura. Hubo incluso magnicidios, como el del líder
político liberal Braulio Henao Blanco. En su nota sobre la novela de Steinbeck,
García Márquez disfrazó sus opiniones bajo la apariencia de reseña literaria.
Lo curioso de esta anécdota es que el
censor, el coronel Millán Vargas, después de leer la nota, les dijo a los
periodistas que se daba cuenta de que ese texto era una crítica al gobierno,
pero que estaba tan bien escrita que permitiría que se publicara. Su única
recomendación fue que apareciera sin el nombre de su autor. La nota apareció
sin firma y fue para mí uno de los hallazgos más importantes durante la
investigación que hice para escribir Un ramo de nomeolvides.
Volviendo a aquellos tiempos, fue aquí en
Cartagena donde García Márquez recibió también sus primeras amenazas. Una serie
de notas suyas, pidiendo claridad sobre una masacre ocurrida en El Carmen
durante una procesión religiosa, llevó a que las autoridades locales le
recomendaran, muy "persuasivamente", no seguir escribiendo sobre el
tema.
Aquí fue por primera vez célebre, cuando
en julio de 1949 leyó el discurso de proclamación de la reina Elvira Primera y
sus palabras fueron difundidas por la radio y reproducidas por la prensa. Como
hecho curioso, el discurso que leyó García Márquez había sido escrito por su amigo
Ramiro de la
Espriella. Días después, De la Espriella leyó como suyo
el discurso escrito por García Márquez para la proclamación de la reina Carmen
Marrugo.
Fue justamente por los días del reinado,
al escribir un llamado a la cordura que al final no se impuso, cuando García
Márquez se autobautizó Septimus y, al hacerlo, definió sus aspiraciones
y, en cierto modo, el derrotero de su vida.
Y cruzaron, el señor Septimus Warren Smith y su señora y, a fin de
cuentas, ¿había algo en ellos que llamara la atención, algo que indujera al
transeúnte a sospechar: he aquí a un joven que lleva el más importante mensaje
del mundo y que es, además, el hombre más feliz del mundo y el más desdichado?
(…) Por lo tanto, volvieron al lado del más sublime individuo de
la humanidad, del criminal ante sus jueces, de la víctima desamparada en las
alturas, del fugitivo, del marinero ahogado, del poeta de la oda inmortal, del
señor que había ido de la vida a la muerte, de Septimus Warren Smith,
sentado en un sillón bajo la luz cenital…
(Virginia Woolf, “La señora Dalloway”)
Aquí, durante aquellos meses de los años
cuarenta, Gabito escribió sus primeras notas de cine y sus primeras crónicas
periodísticas. Una de ellas apareció en El Universal el 25 de octubre de
1949, un día antes de la fecha en que, según dice en Del amor y otros
demonios, había visto en el Santa Clara la exhumación de unos restos
antiguos.
El 26 de octubre de 1949 no fue un día de grandes noticias. El
maestro Clemente Manuel Zabala, jefe de redacción del diario donde hacía mis
primeras letras de reportero, terminó la reunión de la mañana con dos o tres
sugerencias de rutina. No encomendó una tarea concreta a ningún redactor.
Minutos después se entero por teléfono de que estaban vaciando las criptas
funerarias del antiguo convento de Santa Clara, y me ordenó sin ilusiones:
“Date una vuelta por allá a ver que se te ocurre”.
(Del
prólogo de Del amor y otros demonios)
Curiosamente, la crónica en mención se
refiere también a una exhumación y uno de los protagonistas es un perro que
obligatoriamente nos remite al perro rabioso con que se abre la novela.
Infanticidio en el barrio de la Esperanza
El barrio de la
Esperanza , en Cartagena, es un rincón proletario, de espaldas
a una de las ciénagas que rodean la ciudad, atravesado por anchas y soleadas
calles donde la lluvia ha dejado sus cicatrices de barro.
Sin embargo, a pesar de que aquel es un sector alejado de los
trajines comerciales, se ha realizado en él un drama oscuro, inhumano, que
denuncia la presencia de una tragedia detrás de ese paisaje tranquilo,
perturbado apenas por la gritería de un gamín o por los ladridos de un perro
famélico.
Calavera
En el barrio de la esperanza, en el sector situado detrás de la
jabonería Iberia, hay un perro escuálido, descolorido, conocido por los vecinos
con el remoquete de Calavera. Hace dos días, Calavera, en una de sus habituales
y casi siempre inútiles búsquedas de desperdicios entre el fango, descubrió
algo en la mitad de la calle. Escarbó, olfateó el suelo blando y extrajo un
cuerpo extraño más o menos en volumen al suyo propio.
El cuerpo
Instantes después, todo el barrio, habitualmente silencioso, había
caído en un estado de alarma general. Llegaron los inspectores de policía, los
fotógrafos de la prensa y por primera vez en largos años los callados
proletarios del barrio la
Esperanza presenciaron un espectáculo que habría de producir
sensación y repugnancia. Lo que Calavera –el perro escuálido– había descubierto
entre el barro, en la mitad de la calle, era el cuerpo de una criatura bien
desarrollada, viable ya a juzgar por su conformación extraña.
Conjeturas
Las preguntas, los comentarios, se propagaron pródigamente. Qué
madre desconsiderada e inhumana había cometido aquel delito? En qué oscuro
laboratorio se había perpetrado aquel atentado contra las más elementales
normas humanas?
Una mujer, allí presente, sintetizo su censura en estas palabras:
“Infamia… Y tántas mujeres que estamos deseando un hijo”.
(El
Universal, martes 25 de octubre de 1949. Página sexta)
La lista de experiencias importantes en
Cartagena es bastante larga. Aquí García Márquez tuvo contacto con personajes
de leyenda, como Emilio Razzore y el mago Aben El Kady, quienes contribuirían
con tatuajes y pasados para la creación de Melquiades.
Aquí fue empresario, con un periódico
diminuto, llamado “Comprimido”, que llegó pronto a la quiebra.
Aquí fue empleado burocrático, cuando
trabajó cobrando el cheque que le daban las oficinas del Censo Nacional.
Aquí firmó su primer manifiesto político,
protestando contra la deportación del estudiante dominicano Manuel Lorenzo y
Carrasco.
Aquí fue periodista pobre y subsidiado por
las fuentes, cuando entró a formar parte del comité de prensa del Hospital
Santa Clara. Años después, al publicar Del amor y otros demonios, seguía
siendo –en cierto modo– parte de ese comité de prensa.
Entre los múltiples hallazgos que pude
hacer cuando investigaba para escribir Un ramo de nomeolvides, se
encuentran las noticias que El Universal publicó en aquella época sobre
el hospital. Allí podemos ver una faceta muy poco explorada de García Márquez,
la de cargaladrillos. Esta es una de esas notas:
Reinaugurada la sala de cirugía del Santa Clara
Después de introducírsele fundamentales mejoras fue
reinaugurada la Sala
de Cirugías del Hospital Santa Clara, bajo la responsabilidad de su director
científico, doctor Nicolás Macario Paz.
A este acto concurrieron: el síndico del hospital, doctor Manuel
Castillo Polo; los miembros de la
Junta de Asistencia Social; los jefes de servicios y los
jefes de Clínicas del mismo establecimiento.
El reverendo padre Segismundo Tarval bendijo la sala, después de
lo cual el doctor Horacio Caballero Vives, efectuó una intervención quirúrgica,
consistente en una apendiceptomía en la que estuvo acompañado por el
practicante Hernando Castellón.
El doctor Caballero Vives estuvo feliz en su intervención, pues la
paciente se encuentra ya en vías de restablecimiento total. Posteriormente, y
como acto final, todos los asistentes tomaron una copa de champaña ofrecida por
las autoridades del establecimiento.
(El
Universal, viernes 18 de octubre de 1949, primera página).
Aquí, en esta ciudad, compartió con putas
tristes y alegres, y durante una noche alucinógena en un “coreográfico”, escapó
en calzoncillos de lo que parecía la muerte inminente.
Aquí conoció por primera vez a un escritor
de talla internacional, el español Dámaso Alonso. En aquella ocasión
García Márquez y sus amigos fueron al hotel Caribe a visitar al escritor y a su
esposa, la también escritora, Eulalia Galvarriato. Dámaso Alonso hizo
comentarios favorables sobre los poemas de Rojas Herazo. Eulalia Galvarriato,
especialista en narrativa, fue lacónica en sus comentarios sobre los cuentos de
García Márquez.
Aquí, finalmente, tuvo contactos
personales definitivos. Además del magisterio de Clemente Manuel Zabala,
García Márquez encontró la explosiva intensidad de Héctor Rojas Herazo, la
sabiduría milenaria de Gustavo Ibarra Merlano y la lealtad sin límite de los
hermanos Oscar y Ramiro de la
Espriella.
Jorge García Usta escribió un libro en el
que abrió las puertas para la valoración de aquella época y de aquellos
contactos humanos. Dejando de lado la disputa entre ciudades, es
necesario reconocer que García Márquez debe tanto o más a sus amigos de
Cartagena que a los de Barranquilla. Pero lo cierto es que le ha costado
más reconocer el papel de los primeros.
La deuda con Zabala, por su papel para que
García Márquez saliera de las tinieblas literarias y de los pantanos líricos,
ha venido pagándola en cómodas cuotas, entre las que se cuenta el prólogo a Del
amor y otros demonios.
Ibarra Merlano, quién puso en sus manos
los trágicos griegos, los poetas catolicos y el siglo de Oro, quién lo acercó a
la Casa
de los siete tejados de Hawthorne, de donde saldrían materiales para la
casa de los Buendía, ha pasado con modestia a la historia como un maestro
tranquilo y sin ambiciones.
Con Rojas Herazo las cosas han sido más
complicadas. Rojas había sido su profesor de dibujo en Barranquilla, en
el bachillerato. Cuando García Márquez llegó a El Universal, quería
ofrecer sus servicios como dibujante, pero ya Rojas era el ilustrador de
cabecera. Rojas era en aquel tiempo un escritor más formado, más impetuoso, más
reconocido. A su lado, García Márquez sólo podía sentirse frágil. Fueron émulos
y esa palabra, en los terrenos literarios, implica una mezcla de amor y odio.
Pero no hay nada cuestionable en esa situación. El escritor que no haya sentido
irritación por los logros estilísticos de otro, que tire la primera metáfora.
Esas sutiles competencias son impulsos decisivos en la vida de un artista. Lo
cierto es que García Márquez pudo hacerse una idea de lo que se proponía
como artista porque a su lado había artistas de la talla de Héctor Rojas
Herazo.
Una de las anécdotas más curiosas de esta
amistad con Zabala, Ibarra y Rojas Herazo fue la invención que hicieron de un
escritor nicaragüense, a quien llamaron César Guerra Valdés. La entrevista al
escritor imaginario la publicaron en la primera página de El Universal y
es todo un manifiesto estético que prefigura la transformación en las letras que
representa la obra de García Márquez.
Pero ninguno de los amigos de Cartagena,
ni Zabala, ni Ibarra Merlano, ni Rojas Herazo, ni los hermanos Óscar y Ramiro
de la Espriella
–con su activismo político–, tenían lo que García Márquez necesitaba: La
ambición, el sentido de la oportunidad y el contacto con el mundo literario,
cosas que sí podía encontrar en Barranquilla.
Al dejar a Cartagena por Barranquilla,
García Márquez eligió una carrera y un éxito literarios cuyos frutos podría
recoger él mismo. Quedarse en Cartagena habría significado producir una obra
completamente distinta, menos exitosa, quizá abierta hacia otras dimensiones,
entregada –como en Ibarra y Rojas– a los azares de la valoración póstuma.
Pero hubo otras razones para dejar a
Cartagena en aquel tiempo. La sociedad cartagenera, donde aún perduraban
rezagos coloniales, una ciudad que soñaba “con el regreso de los virreyes” y
donde el apellido y el origen seguían siendo importantes, nunca acogió del todo
a García Márquez.
La reacción de García Márquez, en esos
primeros años, fue visible. Se vestía de manera
estrambótica, se fabricó una persona contestataria, el padre de los hermanos De
la Espriella
lo llamaba “Valor civil”; pero lo cierto es que el peso de la discriminación,
ese ser visto como un loquito de provincia, era una carga pesada que no estaba
dispuesto a seguir llevando.
Lo ocurrido después puede verse como un
desquite sutil contra la discriminación de esa sociedad. Al entrar en círculos
y salones donde antes no tenía acceso, García Márquez parece haber cobrado una
deuda que la ciudad tenía con él desde finales de los años cuarenta. Entrados
en el terreno de la metáfora, Cartagena de Indias es para García Márquez como
esa Fermina Daza que fue por mucho tiempo la esposa del médico más ilustre de
la ciudad, pero que terminó al lado de un hombre marginal que nunca dejó de
amarla desde el primer momento en que la vio. Como Florentino Ariza, García
Márquez “tomó la determinación feroz de ganar nombre y fortuna para merecerla”.
Todo esto, que he expresado de manera un
poco atropellada, estaba en juego hace unos días, cuando Gabriel García Márquez
recibió el homenaje de su tierra y de todo el mundo hispánico. Debajo del
discurso que leía, como en los palimpsestos antiguos, estaban todas las capas
de su relación con la ciudad, los múltiples regresos, todas las experiencias.
Y al final de tantas capas de pasado,
seguía transcurriendo, palpitante y eterna, la primera noche “histórica” que García
Márquez pasó en esta ciudad.
Aquella vez, al final de la tarde, al
entrar al sector antiguo, sintió que nacía de nuevo. Los días anteriores habían
sido de pesadilla, había salido como un prófugo de una Bogotá devastada. Al
bajar del avión en Barranquilla había tomado un bus rumbo a “La heroica”,
donde se encontraría con sus amigos.
Pero sus amigos no estaban en la
ciudad y no encontró un lugar donde pasar la noche. Tenía cuatro pesos en
el bolsillo y un cigarrillo. Traía el hambre de un largo día sin probar bocado.
Entrada la noche, los soldados lo
encontraron en la soledad fantasmagórica del toque de queda. Antes de llevarlo
al calabozo, fueron con él a un comedero del mercado público. Allí
estaban los que tenían permiso para salir a esas horas. Allí encontró a una
pareja de “cartageneros despistados” que lo invitó a cenar. Allí, en el rincón
más nostálgico de la ciudad, un cocinero de “belleza incómoda” y clavel en la
oreja le sirvió el primer plato de su nueva vida. Allí, frente a la Bahía de las Ánimas, en ese
muladar perdido entre los siglos, en el sitio exacto donde muchos años después
sería proclamada su inmortalidad, Gabito calmó aquella primera noche su hambre
de recién nacido.
Me atrevo a decir
que la felicidad de aquella noche remota sigue siendo más grande para él que la
que tuvo hace unos días.
Obras citadas:
Archivo de El Universal, Cartagena
de Indias (1948-1950).
García Márquez, Gabriel. Del amor y
otros demonios. New York: Penguin, 1994.
___________. El amor en los tiempos del
cólera. Madrid: Mondadori, 1987.
___________. El general en su
laberinto. Bogotá: Oveja Negra, 1989.
___________. El otoño del patriarca.
México: Plaza y Janes, 1975.
___________. Notas de prensa 1980-1984.
Barce
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