Hubo un tiempo en
que todos se morían. Fue justo en el momento en que empezaba a ser consciente
de sí mismo. Mucho después, tratando de entender lo que había significado para
él esa temprana familiaridad con la muerte, tratando de precisar lo que sentía
a medida que las noticias iban llegando y los rostros de piedra se iban
sucediendo entre flores y trajes rígidos, comparó su desconcierto con el de
alguien que llega a una fiesta y es recibido por los anfitriones con la
advertencia de que su alegría será efímera y que quizá muy pronto habrá de
vérselas con situaciones dolorosas.
La muerte había
caído sobre su ser reciente como una lluvia que arrecia a cada instante sin dar
señales de querer agotarse. En medio de la lluvia estaba él, dejándose vestir
con ese traje que parecía encogerse contra sus costillas, dejándose arrastrar
a esos paseos silenciosos y nocturnos, a esos salones de multitudes calladas, a
esas ventanas siniestras donde otro más: un hermano, un vecino, un amigo de su
padre, un primo ahogado una semana antes de Navidad, una mujer solitaria que
visitaba todos los viernes a su madre para hablarle del único novio que tuvo y
para pedirle que buscara en las cenizas de su cigarrillo noticias del hombre
perdido... todos con ese rostro ausente de reptil vencido, pintarrajeados
como en un amanecer de excesos y de fiesta, pétreos y rígidos en su prisión de
madera y de cristal.
En medio de los
ires y venires, se sentía endurecer por la rabia que todo eso le inspiraba.
Rabia al recordar la ingenuidad con que aceptó las primeras deserciones, sin
poder medir entonces las terribles dimensiones de lo definitivo. Rabia al
sentir la ruina que carcomía al mundo a cada instante, trabajando desde siempre
las muertes de todos. Rabia e impotencia al pensar en un mundo sin su padre y
su madre, al saber que también Eliseo, Verdín y su abuela tendrían que
marcharse hacia un lugar del que nadie jamás había regresado. Rabia también al
comprender que ni siquiera era seguro que pudieran reunirse al llegar al otro
lado.
En medio de la
lluvia —cuando ya la sucesión de ceremonias parecía una lluvia—, empezó a
buscar soluciones razonables. Pensó que si todos vivían cien años, lo distante
del plazo volvía inaplicable la sentencia. Entonces decidió que la medida para
todos los que estaban cerca suyo sería de cien años. Les habló mucho de eso,
queriendo convencerse de que era posible persuadirlos de evitar la impertinencia
de morirse. Tanto insistió en aquello que incluso las diferencias —el hecho de
que algunos llegarían primero a los cien años— dejaron de preocuparle. Pero
cuando tenía instaurado el nuevo orden, cuando el mundo parecía dispuesto a
aceptar sus condiciones, dejó de ver a Eliseo —bebé todavía— sin poder
despedirse ni darle su beso de buenas noches. Jamás pudo conocer los detalles.
Los años se le fueron y la soledad fue rodeándolo mientras trataba de entender
el confuso tumulto que entró y salió aquella noche de su cuarto, sin conseguir
atraer su mirada distraída, ocupada en alguna otra cosa.
Pero bastó que su
padre viniera hacia él, seguido por la mirada culpable de todos, bastó que lo
abrazara y le dijera que Eliseo estaba bien, que se había ido y que el lugar
donde estaba era un lugar donde la gente era feliz, para que todo se viniera al
suelo con estrépito, como un castillo de dominó que alguien trata de rehacer
mientras se cae, en un intento que termina por hacer mucho más trágica la ruina.
La última vez que
trató de oponerse a su enemiga —porque entonces no le quedaban dudas: él era el
destinatario de su saña, era a él a quien buscaba y sólo jugaba a acercarse
haciendo daños ociosos— pensó y le prometió a sus padres que todos morirían el
mismo día. Se entretenía describiéndoles la escena: un día, después de
cansarse de vivir, cuando ya no les quedara nada por sentir o conocer, arreglarían
la casa y se irían todos a dormir en la misma cama. Se besarían, se unirían en
un abrazo férreo y suave, cómodo y protector, para luego cerrar todos juntos
los ojos sin drama.
Entonces murió
Verdín.
Verdín siempre
había sido alocado, arrebatado por euforias saltarinas y tontas, por
intermitentes y enfermizos ataques de alegría —o de terror— que lo obligaban a
correr. Sus ataques habían ocasionado varios daños en la casa y se llegó a
discutir la posibilidad de regresárselo a la tía Clara con palabras que no
la ofendieran ni le hicieran creer que no se valoraba su regalo.
En eso estaban, en
decidir la suerte de Verdín, en prometer que los daños no se volverían a presentar,
en hacerse él mismo responsable por los actos de esa criatura melenuda e
irreflexiva que había llevado tanto consuelo durante las semanas que llevaba
con ellos, cuando murió la tía Clara.
Para un niño la
vida está hecha de adultos que murmuran. Fueron necesarias maniobras sigilosas
y osadas para entrever la tragedia, la sangrienta e insólita rebelión de sus
siete perros, el hallazgo macabro de los vecinos una semana más tarde.
Pensó que él mismo
estaba muerto cuando quedó frente al ataúd cerrado, con una corona de flores en
el lugar donde debía estar la ventana de cristal. Pensó que eso era la muerte,
esa rigidez muda de aquel día, ese calambre general que sólo lo abandonó una
semana más tarde, cuando a Verdín lo atacó su locura justo cuando llegaba su
padre a casa y todos creyeron que corría a saludarlo y lo vieron seguir hacia
la calle, apurado por cumplirle una cita a unas llantas enormes que volvieron
sus huesos como de gelatina.
También él
corrió para abrazar a Verdín y no pudo entender en ese instante el mordisco de
agonía que le dio en la mano. Sólo sabía que ya era demasiado, que quería ver
cuanto antes a la Muerte para morderla y golpearla y odiarla hasta matarla,
pero sólo veía el aturdimiento de la gente que lo rodeaba, el mundo partido en
pedazos que entraba por sus ojos incapaces de más llanto, la insistencia de su
madre para que entrara a la casa, las convulsiones cada vez más débiles y
espaciadas de Verdín y sus ojos opacos.
Tres semanas más
tarde, su madre le contó que su padre se había puesto furioso porque lloró la
muerte de Verdín y no la de su tía Clara. Ya para entonces había adquirido la
dureza, el aire ausente que habría de acompañarlo por el resto de su vida.
Entonces deseó, sin dolor y casi sin esperanza, que durante algún momento de
aquellas tres semanas, quizá en aquel instante en que supo con horror que se
marchaba, el hombre que fue su padre hubiera comprendido las distancias
insalvables que hay a veces entre el llanto y el dolor.
De "Criatura perdida"
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