viernes, 6 de diciembre de 2013

El hombre del balcón




Los ojos del caballero no miran nada porque todo lo miran. No sienten nada porque todo lo sienten. No anhelan nada porque todo lo anhelan. Pero algo tiembla en su boca de rictus apagados. Algo que lo estremece y lo desgarra, en su aparente mutismo, como el grito que rompe el corazón de la montaña.
Héctor Rojas Herazo

 I

Sin alegría supo que vería amanecer.
Siempre había considerado más meritorios los amaneceres, más secretos, más exclusivos, inten­sos e irreales. Pero en sus jerarquías, dormir era más importante, casi de vida o muerte. En los momentos próximos a la explosión, dormir había sido su última salida, el último reflujo de sus llantos, el reducto de su equilibrio, la tregua que no lo dejaba desfallecer. Tal vez por eso había visto tan pocos amaneceres y a eso se debía que los considerara tan secretos, tan exclusivos, tan etcétera y etcétera.
En otras circunstancias, ver amanecer sería el acontecimiento más inspirador, la corroboración silenciosa y majestuosa de la eternidad, de la inmen­­sidad de rocas que danzan ante fogatas. A alguien que sentía ya no ser, esa mañana que se filtraba milimétrica e incontenible entre las sombras lo habría entusiasmado. Ya unas manchas de intenso rosado brotaban en el lado opuesto del cráter. Porque el abrigado valle donde se despertaba su ciudad era un cráter, aunque sólo ahora lo descubriera, preguntándose por qué no había notado algo tan obvio.
Luego de horas y horas de ascenso en la noche y la niebla, abriendo los ojos a ratos, cuando algún frenazo o una curva cerrada lo hacían golpearse contra el vidrio empañado, rociado de gotas de frío, asomando un poco la lucidez por entre el sueño, cuidándose de no romperlo, había calculado en qué punto preciso del camino se encontraba, había sentido como un solo ascenso el trayecto que empezó cerca del mar y ahora recorría pliegues montañosos cobijados por la bruma, destilando agua entre helechos, fríos declives que anunciaban el final de la subida y el breve descenso a ese lugar envuelto por dos sólidas cadenas de montañas, oscuro aún en el amanecer incierto, frío y tembloroso, lleno de vegetación y agua y unas pocas luces dispersas y sin calor, como el cráter congelado de un volcán que se ha olvidado de la forma de estallar.


II

Te hablo o te escribo. Dirijo mis pensamientos hacia ti, hacia ése que eras o nunca fuiste y tan sólo soñé o imaginé. Te hablo porque sé que no me escuchas, porque sé que estás buscando la ciudad de tus recuerdos, y esa superficie vibrátil y nerviosa, insatisfecha y hastiada, no reaccionará irritada, no se defenderá atacando, hiriendo.
Lleno este tiempo esperando a que vuelvas, temiendo el regreso, pensando si no es mejor quedarme sola, en lugar de que me digas que has optado por lo nuevo. Lo lleno pensando quién será el hombre que vuelve, si es que vuelve. Soñando con que todo será como estuvo tan cerca de ser. Lo lleno hablando, tal vez escribiendo.
Hablo y espero. O mejor, te hablo porque te espero, porque con algo hay que llenar este vacío y esta distancia y este silencio que empezaron mucho antes de marcharte. A falta de algo sensato y verdadero, pueblo mi espera con una forma de mentira, de ilusión y de reflejo, tal vez la más sincera, porque no ignora que es un artificio: las palabras, escritas o pensadas, dirigidas a ti o a nadie o a nada.



III

El temor pronto quedo atrás. Ni su madre ni sus tías parecían interesadas en juzgarlo. Atrás, con el que se había ido, se habían marchado los grandes conflictos, los gritos, los llantos sin consuelo. También ellas habían aprendido en largas horas de silencio, en veladas de conversación ligera, tostadas y chocolate, habían desarticulado la tristeza y la habían puesto en un rango similar a la alegría, meros sobresaltos sin control, como soles o relámpagos.
Lo recibían con verdadero afecto, lo abrazaban, acercaban sus mejillas aún suaves y rozaban su calor, lo envolvían con chales de lana y sonreían, veían su rostro demacrado por la lucha, el gesto amargo, las ojeras nacidas mucho antes del viaje, en noches inquietas, demenciales, furibundas, por la fiebre heredada de los hombres de su sangre, niños enfrentando sus temores con los ojos inun­dados por el llanto.
La alegría de verlo casi fue superada por las ganas de reírse. Viendo la amargura de su rostro, lo indeciso de sus pasos, su madre pensó por un momento en decirle que no se preocupara, que estaba viviendo una vida ya vivida, que estaba sufriendo por dolores ya sentidos y superados, pero pensó también que a ese Heredia, como al otro, ningún consuelo le valdría, que estaba condenado a padecerse hasta el final.
Su tía Carola seguía en la silla frente al televi­sor. Ya casi era imposible diferenciar a la tía de la silla. En el recuerdo, las pocas veces que en medio de la prisa volvía a los últimos años en la casa de su familia, la tía siempre venía con la silla, eran una sola cosa, quieta y viva, con un oscilar de reloj o de cortina.
Sus ojos brillaron al verlo. Su cara dibujó las arruguitas con que siempre le expresó su simpatía, y su boquita apretada se torció en una sonrisa, juguetona, de niña. Entre ellos había existido una camaradería silenciosa. En los momentos de lucha, de disputas ideológicas en casa, algo fraternal los había puesto del mismo lado, incomprendidos, distintos, incapaces de aceptar en silencio las conductas recomendables y establecidas.
Él la había ayudado a ubicarse en la casa cuando la trajeron tras la muerte de la abuela. Había gritado e insultado a quienes se atrevieron a juzgar su quietud, su determinación imperturbable de quedarse en esa silla y sólo levantarse a comer o a emprender su mecánico recorrido de cada noche hasta el baño y su cuarto.
Ella, a su vez, había roto su sagrado silencio cuando su madre y la tía Bernarda se unieron para juzgarlo y condenarlo, para decirle en todos los tonos y matices que la forma de ser en que insistía no era ni recomendable ni exitosa ni mucho menos prestigiosa. Había impuesto sobre los gritos, no se sabe cómo, su vocecita delgada y gangosa: “Déjenlo tranquilo. Ya tiene bastantes problemas con él mismo”.
Bernarda fue la más efusiva al saludarlo. Siempre se había sentido como un frágil pollito cuando ella lo abrazaba, lo envolvía, robusta y enorme. Siempre había sospechado en el cariño de esa tía algo que rebasaba los dominios del parentesco. Nada había ratificado sus sospechas, sólo gestos fugaces alimentaban una idea que pudo ser creada por su imaginación truculenta y desatada. También Bernarda era quien más se exaltaba cuando lo criticaban, quien más lo atacaba.
Siempre se había sentido inseguro ante la tía Bernarda, lo asustaba esa volubilidad que atribuía a sus dos matrimonios, trágicamente acabados hacía mucho tiempo, y unos pocos años de viajes, lujos, apuros y llantos que habían terminado en una larga llanura de tiempo y fotos viejas.
Ahora, nadie en esa casa parecía interesado en juzgarlo o criticarlo. Las noticias de sus éxitos en la otra ciudad habían suavizado sus miradas. Sin lamentarlo, habían admitido que en el fondo ese hijo y sobrino, que parecía descarriado, había tomado un extraño camino, pero un camino fructífero al fin y al cabo. Estaban contentas de verlo. No tenían interés en molestarlo. Sabían que venía a descansar, él mismo lo había dicho en su última llamada, y para ellas sería un motivo de honor y de alegría generar el ambiente propicio para ese descanso.


IV

Como si alguien que fuimos y estaba dormido o muerto despertara.
El cuarto con el rostro de Marilyn Monroe, ese gigantismo minucioso al que se le ven los hilos del traje dorado, esas uñas largas y fuertes como de campesina, esos dientes impecables, entrega total a la cámara. El techo, los cuadro de madera que alguna noche se cansó de contar, buscando en esa cifra algún mensaje. La puerta tranquilizado­ra­men­te cerrada, con una garantía casi total de que nadie llamaría a menos de que fuera para algo absoluta­mente indispensable. El estante con unos pocos libros no llevados, en mucho tiempo no abiertos, también despertando ante la nueva hojeada, ante la mirada de reconocimiento que busca entre las hojas papelitos, tal vez fotos, piezas para recompo­ner la imagen.
Heredia se sentía visitando su pasado. Cuando nuestra vida transcurre en un solo sitio, el tiempo va formando capas que no dejan reconocer fácilmente el pasado. Los testigos pequeños, papeles, llaveros, objetos dañados para lo que nunca hubo tiempo de arreglarlos, se van reple­gando en los rincones, sucumben poco a poco a periódicas devastaciones. Pero cuando nuestra vida transcurre en vario sitios, hay una mayor posib­i­li­dad de que todo se conserve.
La llegada de uno que otro primo en vacaciones, alguna amiga de mamá y las tías de paso por la ciudad, no habían producido mayores cambios en el cuarto. La cama era la misma, los cuadros, el baño privado con nuevos adornos de tela bordada en las tapas del tanque y la taza.
Heredia se durmió dejándose arrastrar por el mareo que le daba sentir que todos esos años trans­cu­rridos allá lejos los había soñado, que esa forma de no ser que era ser otro en otro lado, sólo era un largo sueño que había terminado.


V

Una voz que no escucho me dice que debo esperarte, que ese lado de mí que no entiendo te espera en silencio. Pero otra región se rebela, se resiste a aceptarte, se obstina en una vida y unos seres que sé que tus palabras borrarían. Te espero, a pesar del temor a perderte, ser otra y verme obligada a dejar todo eso que llamo yo misma, te espero. A pesar de saber que sólo huyes de ti y que en mí sólo buscas ser otro, te espero. Te espero y te ignoro y juego contigo. Veo crecer ilusiones que destruyo, que mato de hambre. Escupo tu imagen y juego a besarla, a pesar del repudio que siento, juego a besarla y a veces a amarla y luego te dejo, pobre esclavo de lado de mí que desconozco, pobre idiota enamorado de una sombra, de una esperanza tardía, de una figura ilusoria. Espero a que llegues a quitarme, como un vestido viejo, esa mentira que ni tú mismo te crees. Espero que me mires a los ojos, que mires a los ojos a la niña temblorosa que hay adentro y que la sigas amando como amas a la otra, a la que has querido ver en ella. Espero que derrames sobre ella una dulzura que la llame, que la invite a acurrucarse sin temores, convencida de que pegada a tu piel no podrá ser alcanzada por la noche.


VI

Durmió hasta sentir que sus ojos reventaban. Cada vez que los abría para volver a cerrarlos era como si hubiera regresado a un nivel anterior, a un Heredia menos contaminado.
Desde que se fue, no había tenido oportunidad de dormir así, su sueño no había sido tan profun­do.
Se asomaba y veía su cuarto, trataba de adivinar en la gruesa cortina si era de día o de noche, intentaba rescatar algunos sueños, pero si había dificultad prefería desistir, se volvía a dormir.
Pero pasó el tiempo y su madre y sus tías se preocuparon. Empezaron a hablar cerca de la puerta, fingieron tropezarse contra ella. Heredia comprendió que por más que intentara regresar a un estado inicial no podría lograrlo. Por más que buscara una idealizada zona de pureza, sólo conseguiría despertar en ese presente, inevitable, en ese Heredia, con sus mismas experiencias, que empezaba a hacerse viejo y la única pureza a la que tenía acceso era el descanso.


VII

Lo recordó al pasar por la iglesia, grande, cubierta de polvo y cerrada a las tres de la tarde.
Acababa de salir del banco, con los tres billetes que quedaban en una cuenta que dormía desde hacía muchos años, desde otro Agustín Heredia y una firma parecida y el mismo documento de identidad, cifras y nombres atándolo a extraños.
El banco quedaba a una cuadra de la casa donde vivieron su infancia y su juventud. Había pasado frente a ella dispuesto a no escondérsele al recuerdo. Allí lo había dejado el bus tomado donde transcurría el presente de su familia. En el bus recordó la casa y decidió bajarse, mirarla y después caminar hasta el banco, observar con algo que habría llamado valor si no supiera como sabía que esa fuerza hacia adelante sólo era otra manera de escapar.
Comprobó con tristeza tranquila que no sentía nada frente a esa fachada que seguía verde y café, frente a esa puerta como tronco de árbol, frente a esas ventanas del segundo piso a través de las que pudo ver pequeños retazos de alcobas, paredes y techos de los que se sentía borrado.
Ni siquiera el recuerdo del recuerdo había podido conmoverlo. Nada sentía al recordar las primeras veces que pasó por allí, después de la mudanza, tras la muerte de su padre, cuando el llanto saltaba con sólo estar cerca de esa casa, esa tierra perdida de sus primeras soledades, sus primeros pavores y, sin embargo, su última inconsciencia, su último presente sin futuro y sin pasado.
Ahora era una casa más, con algo que atraía la vista sobre ella, algo mudo y sin trascendencia, y después la rechazaba.
No quiso mirar a los ojos al hombre de la tienda, flaco como siempre y por fin anciano. Siguió de largo hacia el banco, sintiendo unos ojos cansados que tocaban sin fuerza su hombro, ignorando ese llamado para nada y pensando en lo que era tener una tienda, en la mística renuncia que significaba.
En el banco se confundían muchachas hermo­sea­das y viejos funcionarios, algunos endurecidos, otros calvos y ablandados. Salió de allí con tres billetes y dos monedas, sabiendo que no volvería jamás a esa oficina y que si alguna vez lo hacía, no sería él, sería otro cualquiera el que volvía.
Pensó guardar de recuerdo los billetes y las monedas, pensó conferirle a esos papeles mano­seados el carácter de puente con ese niño apenas despertando que fue a un banco muy cerca de su casa a abrir una cuenta de ahorros, porque el ahorro ya se sabe y el futuro ni se diga. Pero no, más tarde pensó que algún libro barato tendría mayor significado.
Entonces decidió caminar por el barrio, hacer el recorrido del bus que lo llevaría, seguir su ruta y dejarse alcanzar por él, caminar por esas calles y aceras, recordar los cientos y miles de días yendo y viniendo entre la casa y el colegio, pensando y soñando, leyendo y caminando, con esa enorgullecedora virtud de poder mirar las palabras y a la vez el camino con el rabillo del ojo.
Vio otra tienda con momentos perdidos e inevocables, un parroquiano ausente tomando cerveza. Se vio a sí mismo, casi un niño, armán­dose de valor para tocar una mano. Vio a Jota, eternamente feliz con su nombre de letra y pensó que la idiotez era una elección, otra modalidad del abandono, brillantemente asumido desde el momento de nacer.
Vio la iglesia cerrada, grande y cubierta por un polvo constante de años y años. Caminó por su atrio de granito y baldosas vitrificadas. Vio pasar a una anciana y pensó que seguramente la había visto más joven, hacía años, con tanto ir y venir, tal vez por el rabillo del ojo, pero por mucho que lo intentara no podría recordarla. “La vi, no la vi. Si la he visto no me importa”. Se volvió a mirar si el bus venía en la distancia y sólo vio una larga calle desierta, árboles viejos, casas cansadas y entonces se acordó del hombre del balcón.
Se preguntó si estaría todavía allí. Lo imaginó con barba, el rasgo definitivo del abandono, en el banco del que nunca se movía, aprendiendo de memoria su escueto horizonte de casas al frente y una calle por la que pasaba todo lo que podía dejar de interesarle.
Siempre estuvo allí. Desde las primeras mañanas, recién mudados a la última y más grande casa de la prosperidad, lo había visto sentado en su balcón, solitario, silencioso, quieto, canoso, con un rostro estancado en un gesto de angustia y arrugado.
Parecía no moverse de allí nunca. Puntual y cons­tante como la iglesia, como las casas, como los árbo­les, siempre había estado en el sencillo balcón de su casa de hombre abandonado o voluntaria­men­te solitario, sentado o caminando, yendo y viniendo en el pequeño rectángulo, como un león enjaulado.
Día a día, Heredia tuvo tiempo para imaginarle toda clase de historias. En algunas era un asesino sin piedad y en otras era un santo, pero siempre las terminaba descartando, el enigma de ese hombre seguía sin solución.
Dejó de verlo cuando se mudaron, después se marchó a la otra ciudad, admitiendo, sin pensarlo, que nunca sabría nada de esa vida que tanto le intrigaba.
Algunas veces, allá lejos, lo recordó. Sacó tiempo para inventarle una nueva historia, una nueva esposa asesinada, otra modalidad de decepción, pero el tiempo poco a poco fue cubriéndolo y sólo volvió a asomarse cuando Heredia caminaba por las calles de su barrio.
Allí estaba. Desde lejos costaba distinguir la barba, pero con los pasos se fue dibujando, larga, blanca, orgullosa, amarilla, gris y desencantada. Las arrugas parecían haberse relajado y el gesto de angustia, haberse marchado,
Heredia sintió que por primera vez sus ojos se encontraban. Supo que él también lo miraba y quiso hacer reconocible en su cara a aquel joven que suspendía sus lecturas para verlo, para imaginarle un pasado, para encontrarle motivos a su renuncia, para interrogarlo con los ojos y marcharse, seguir caminando.
Pudo resistir muy poco tiempo la eternidad de esa mirada. Percibió en él un gesto milimétrico de alarma, de defen­sa, y prefirió dejar de mirarlo. Se limitó a sentir que pasaba por su lado, que sus mundos después de mucho tiempo volvían a rozarse. Prefirió alejarse imaginándolo, caminar a prisa, no volverse a mirar si venía el bus, que podía pasar sin llevárselo.
Luego pensó que no había nada que le impidiera acercarse, intentar hablarle. Pero cuando volvió a mirar el balcón ya no había nadie.
Por primera vez veía desierto el viejo balcón. Las tres tablas sin pulir que formaban el banco. La reja escueta y negra. La puerta y la ventana.
Calculó el tiempo transcurrido y le costó imaginarlo poniéndose de pie y entrando a la casa de manera apresurada.
La puerta estaba entreabierta. Llegó a pensar que aquel hombre seguía mirándolo desde las sombras, protegido por la puerta, y se lamentó por haberlo alarmado.
El balcón vacío era como el final de algo. Heredia sintió que jamás volvería a verlo allí sentado. Prefirió pensar que simplemente había desapare­cido, que un pase mágico lo había borrado para siempre, porque el papel de ese hombre en su vida había terminado.


VIII

Pensando en el hombre del balcón, tomó el bus que finalmente lo alcanzó tres cuadra más adelante. Antes de hablar por teléfono con Vásquez, antes de llamar a su vieja amada, de hablarle de amores cansados y de esperanzas, antes de promover con su madre y sus tías visitas a conocidos y parientes, quiso perderse en el centro de su ciudad.
Un temor como de río crecido lo invadió cuando el bus se detuvo. En la otra ciudad se había acostumbrado a ver pocas personas que camina­ban despacio.
Se dejó arrastrar sin rumbo por la prisa de la gente. Poco a poco fue encontrando el ritmo de los pasos, poco a poco comprendió que era inspirado por el miedo.
Cuando pudo pensar, cuando el ruido y los gestos amargos y descoloridos dejaron de asus­tarlo, cuando empezó a reconocerse con algunos lugares, buscó un sitio para sentarse a mirar.


IX

Su frío indeciso. Su lluvia sin alma. Un loco roñoso que prende un cigarrillo con otro que se acaba de fumar. Una mujer triste que vende cocteles amorosos. Un vendedor de billeteras con los ojos salidos en dirección a un pensamiento. Una señora con gafas oscuras y gestos tristemente prepotentes. Caras y caras, blancas como lápidas. Miradas que huyen. Andares sin ganas. Mi ciudad. Las escalas que una vez subí para salir confundido y derrotado. El lugar donde un beso o la humedad de un sexo, fresco y subestimado. Las aceras largamente detalladas de andar cabizbajo. Lugares fantasmas. Mujeres maquilladas y vestidas para nadie. Hombres que siguen siendo niños. Inválidos que venden buena suerte. Ciegos que cantan. Frentes arrugadas y silencio y soledad. Olores a jabón, a flores y a mierda. Caras paralizadas por el miedo, ruidos agresivos. Un niño llorando. Seres domesticados que viajan en frágiles burbujas, ventanas arriba, bien aseguradas, sufriendo en silencio, temiendo. Buses repletos, tumultos de sombras, bolsos y bolsas fieramente agarradas. Caras dementes mirando y buscando, hurgando en los otros, retando, llamando, pidiendo palabras y atención y afecto o sólo patadas.


X

—¿Te das cuenta? Nosotros mismos al encontrarnos nos sentimos extraños. Cada uno ha llevado una vida distinta, rodeado por situaciones y personas que no se parecen. Por eso nos cuesta encontrar el tono apropiado para comunicarnos, para hablar con naturalidad.
Vásquez hace un gesto de disgusto y salta a su rostro el nuevo tic, la nueva marca del tiempo, algo que Heredia llamó en broma guiño de cara.
—Sí, el tiempo es un bárbaro.
—¿Recuerdas?
—Ahí viene el presente, aquí está, ya se fue.
—El pasado y el futuro como ficciones y un solo eterno presente.
Y aunque faltaba un miembro, proseguía cada vez más armoniosa la sesión del Club de los Mataturras, poco a poco dejaron de sentirse extra­ños en la conversación. Se confesaron la falta que les hacía poder hablar así.
—El mundo, con el tiempo, se va cerrando. Cada vez son menos las opciones. Casi ni quedan opciones.
Se rieron de calvicies y gorduras, de ilusiones que habían aceptado.
—Si me ofrecieran volver a ser joven no aceptaría. Era demasiada la torpeza, la ignorancia, el sobresalto por hechos que no lo merecen.
Oscilaban entre el orgullo y la tristeza de saber que hablaban una lengua muerta, que se encontra­ban en un lenguaje que sólo a ellos les pertenecía, hecho de ideas y palabras en desuso.
—Todo puede importar o no importar nada. Cualquiera de las posiciones es igualmente valida —decía Vásquez fingiendo dominar la situación—. Se entra y se sale de la ilusión, pero siempre, al final de cuentas, se termina por salir de ella.
Y seguían hablando sin temor a repetir viejas conversaciones, derivando libremente a través de temas, riendo por cualquier cosa, jugando, siendo niños que corrían a la cocina a comer algo, analizando las propiedades bélicas del maíz, cuestionando la existencia de Dios, hablando de Grisales, de su vida en otra parte, concluyendo que de los tres, y no por estar ausente, era el que parecía más loco, siendo filósofos y críticos de arte, hablando y disfrutando hasta el amanecer, sintien­do que muy pronto volverían a alejarse y, a ratos, tratando inútilmente de reconstruir el derrotero de la charla, el viaje de imágenes e ideas que ahora los tenía haciendo ese balance.


XI

“Qué lindo él”. Recuerdo que así comenzaba la primera carta que le escribí. Me sorprendió su efusiva respuesta. Como si hubiera esperado muchos años esa carta. Fui incapaz de decirle nada a esa risa radiante de niño que descubre una oportunidad para el amor. Yo sólo quería decirle que me parecía lindo, que en su mirada veía algo distinto, pero el creía estar en presencia de Dios. Me asustó la importancia que me daba, pero luché hasta donde pude para no decepcionarlo. Tal vez habría sido mejor abofetear el primer día esa sonrisa y no marcar para siempre su vida.
Ahora ha vuelto, me ha llamado, nos hemos encontrado. Hemos caminado juntos y en silencio por las calles que antes nos vieron correr y gritar y cantar en la madrugada. Hemos llegado hasta aquel parquecito de barrio donde tanto nos besamos y, sentados en un banco, nos hemos sentido como ancianos. Nuestros movimientos han sido lentos, las palabras han salido con desgano. Hemos visto un grupo de muchachos divirtiéndose y confirmamos lo que antes intuíamos, que algún día llegaría el momento del cansancio.
Con calma, sin atropellar las palabras, hemos mezclado el pasado común con lo que fue de cada uno. Me habló de su nueva vida, de esa imagen que ha creado en la distancia. Me habló de un amor fatigado, vulnerable, y de su nueva esperanza. Habló con nostalgia de sus sueños. Habló de todo lo que sentía a su regreso, del olvido y la distancia. Me habló de la búsqueda emprendida a los sitios donde estaban sus recuerdos, los momentos devorados por el polvo y por el tiempo. Me habló de un señor en un balcón y de renuncias.
Ninguno de los dos ha dicho que, de poder hacerlo, volvería al pasado. Por motivos que antes no habíamos comprendido, preferíamos la quietud de ese banco, la sonrisa cansada y comprensiva, nuestras manos calentándose en el frío de ese parque, sin deseo, casi sin nostalgia.


XII

Mi ciudad. La ciudad de mis pálidos recuerdos, el caótico conjunto de calles y de caras del que salí huyendo. Mi ciudad. Una mujer pidiendo dinero para irse a su casa. Un hombre que muere en un cuarto en silencio. Un muchacho arrojándose a los carros porque ha tenido un mal viaje, suplicando entre el caos que se lo lleven de allí, de ese centro inhumano, de esa droga pesada. Un desfile de caras amargas. Una fila de bocas y cuerpos que esperan caricias en vano. Un montón de recuerdos que ya no son nada. Un viejo profesor arrastrando con decoro el peso de su vida. Una mujer que alguna vez amé y ahora la encuentro vencida. Montones de seres triturados por el tiempo, infinitas versiones del fracaso, del desencanto, de la desventajosa transacción que nos impone la vida. Un viejo amigo de papá que eligió la quietud y el derrame. Niños viajando al encuentro de su propia decepción. Seres que repiten dormidos las mismas rutinas de hace varios años. Calvicies, arrugas, ojos apagados, rostros pálidos que desde hace siglos no se encuentran con el sol.
Era triste llamarla de los recuerdos. Porque de ellos no quedaba nada. A lo sumo, el recuerdo de alguien que los recordaba. Por mucho que los enfrentara, pasando por lugares, marcando teléfonos, no dejaba de sentirlos muy lejos. Ni siquiera la sombra del árbol que refrescó la muerte que significó su nacimiento. Distante. Lejana.
La ciudad de sus recuerdos había devorado sus recuerdos, había seguido de largo ignorándolo, olvidándolo casi con rencor por haberla abando­nado. La ciudad de sus recuerdos era un monstruo polvoriento, insensible y putrefacto, que le producía una abismal sensación de aplastamiento.
Sin verdadera tristeza, sentado, mirando las caras que antes le gustaban, Heredia comprendió que le decía adiós a sus momentos, a esos destellos que había cuidado como joyas, aunque hacía tiempo no podía sentarse a pulirlas y mirarlas. Supo que sólo tenía ese presente en el que por fin comprendía qué era lo que muchos años antes le inquietaba en los rostros de la gente que pasaba.
Antes de irse y empezar a ser otro en otro lado, había creído que era placer, deleite, lo que obtenía de sentarse en un parque del centro o al lado de una calle transitada. Ahora, con una mirada por fin preparada, finalmente comprendía que el único gran tema que había en esas caras era el de la caída, el de un derrumbamiento del que nadie se levantaba.


XIII

Tal vez no dormían. Torpe con las llaves que le habían prestado, las imaginó en sus cuartos, desveladas, negándose a entender que lo que no las dejaba dormir era saber que él estaba de regreso, la última novedad de sus vidas, ahora que sus vidas casi no tenían novedades.
Al levantarse, al almorzar, al salir a la calle de noche, parecían bebérselo con los ojos, como si le robaran a sus movimientos energías para seguir viviendo. Sentía en ellas una secreta y benévola envidia por su juventud, por el desparpajo para decidir que saldría a la calle. Sentía que se adherían a su causa sin saber cuál era, a su búsqueda infructuosa en las calles, en lugares y gente, y que el estado de ánimo con que se iban a sus camas lo copiaban del rostro con que Heredia llegaba a la casa.
 La sala estaba a oscuras. Heredia se sentó en el suelo, al lado de la puerta, y la vio salir poco a poco de las sombras.
Vio los muebles viejos, el sofá ahora forrado con cuerina. Vio el retrato de su padre, miró sus rasgos de manera distraída. Vio la lámpara con ventilador, recordó el orgullo de todos cuando su padre la llevó a la otra casa. Vio las puertas de los cuartos, cerradas, sólo la del suyo abierta, las imaginó abrazadas a sus almohadas, dejando de respirar para verlo con los ruidos, para decirse a sí mismas: “Ahora está cerrando la puerta, le da una, dos vueltas a la llave, menos mal no se le olvidó, ahora va a su cuarto, no, primero a la cocina, busca en la nevera algo de tomar, menos mal quedó un poco de jugo de maracuyá. ¿Ahora qué hará? Tal vez se sentó en la mesa de la cocina, siempre que hace algo tiene que pensarlo”. Esta vez debían estar intrigadas, después de la puerta que se abrió y se cerró no se escuchó nada. Sentado en el suelo, volvió a mirar los objetos de la sala, pensando que luego iría a la cocina. Sólo entonces descubrió que la tía Carola estaba sentada en su silla.
Despacio, temiendo despertarla, fue a sentarse al sofá, en el extremo más cercano a ella, y trató de ver su rostro entre las sombras. Tenía los ojos abiertos y grises. Heredia habló como en secreto:
—¿Duermes?
—No lo sé —respondió en el mismo tono la figura estática.
—¿Por qué no fuiste a tu cuarto?
—Pensé que lo había hecho.
—¿No te cansas de estar ahí sentada?
—Un poco ¿Cómo te han tratado?
—Bien, supongo. ¿Y a ti?
—Mi peor enemigo es el tiempo, poco a poco devora mi cuerpo.
—No parece que eso te entristezca.
—La tristeza es inútil, deberías saberlo.
—Creo saberlo, pero lo olvido con frecuencia.
Se sentían a gusto susurrándose en las sombras de la sala. Heredia pensó que las poquísimas conversaciones que había sostenido con ella tenían un encanto similar al de las conversaciones con Vásquez y Grisales, hablaran lo que hablaran, hablaban de lo mismo.
—Y ahora, ¿qué ha hecho que lo olvides?
—Los recuerdos. Siento que he perdido mis recuerdos.
—El error está en querer recuperarlos, en buscarlos en lugares y personas, en cosas que cambian.
—Se burlan de mí. Me huyen.
—Sólo es posible mirarlos y hablarles. No es posible forzarlos, no es ni siquiera necesario.
Sólo había movimientos sutiles en su rostro, cam­bios mínimos, arruguitas levemente desplaza­das, ojos un poco más o un poco menos brillantes, manos delgaditas en regazos o acariciando otras manos.
—Cuando yo era niña, me gustaba escribir...
Heredia la miraba conmovido, sintiendo que por dentro algo melifluo se le estaba derramando.
—... no sólo hacía las tareas del colegio, sino que me escribía cartas a mí misma, contándome lo que me pasaba...
Pensaba en la tranquilidad con que brotaban las palabras de la boca de su tía, en la paz, en la casi alegría.
—...pero había algo que me gustaba aun más que escribir...
Pensó en su cuerpo agrietado y encogido, en su mundo reducido.
—...borrar. Me gustaba borrar.
Pensó en el hombre del balcón. Por primera vez encontró una profunda relación entre ese hombre y su tía y los pocos seres que había visto a lo largo de su vida entregados sin drama a la quietud.
—Escribía para borrar. Me apuraba a dejar consignadas las frases para después pasar con deleite el borrador. Para ir viendo caer las viruticas de goma, manchadas de grafito, para ir dejando las hojas de nuevo en blanco.
Heredia vio el gesto con que su tía traía ese recuerdo, el cuidado, la ternura y sintió que empezaba a comprender la perspectiva de esos seres abismados que admiraba y envidiaba, que sentía profundamente sabios.
Con sus ojitos grises abiertos a la noche, la mujer iba contando lo que veía. Veía lo que quería. Iba narrándole la película que se estaba proyectan­do, y hablaba de las frases escritas y luego borradas, de los restos de la goma cayendo lenta­mente de la mesa, bajando por el aire, a la altura de rodillas y tobillos, llegando hasta el suelo, a veces rebotando, y de las argucias para que le dieran un nuevo borrador.
Heredia comprendió que el hombre del balcón –como su tía– rara vez veía lo que tenía al frente: el pobre horizonte de casas. Pensó que ese hombre tal vez nunca lo había visto pasar por la acera leyendo o mirándolo. Entendió que otras imágenes nacían en sus ojos.
Heredia pensó que sólo con la infancia, sin contar los fantaseos y los sueños, su tía tenía para no aburrirse en siglo y medio.
Sintió orgullo por llevar en sus venas la sangre de ese ser privilegiado que había borrado de su vida pasiones y sentimientos. Sintió como si en sus propias venas navegara adolescente el desapego.
—Después descubrí que, más que escribir y borrar, me gustaban las hojas en blanco, limpias, sin arrugas, sin huellas de palabras.


XIV

Las hojas de los árboles caían sobre el parque, como una lluvia menuda, pequeñitas y amarillas. Heredia estaba en el parque y las hojas caían sobre él. Se posaban, lentas, pequeñas y amarillas, sobre el suelo, sobre las bancas, sobre las cabezas de personas sentadas o caminando, sobre los hombros de esas cabezas, sobre rodillas, empeines y manos sobre mangos de paraguas.
Y la lluvia amarilla caía y Heredia pensaba, pensaba en la gente, pensaba en su ciudad, en los carteles sucios y las casas. Miraba y pensaba. Imaginaba las vidas de la gente. Unos permanecían sentados, petrificados, aventurando conversaciones con sus vecinos de banca y otros simplemente pasaban. Músicos de azul cantando conmovedoras canciones viejas. Parejas que empezaban a ser ancianas. Mujeres feas y abandonadas, con niños que las seguían como patos. Ancianos altaneros oteando el horizonte, como atisbando a la muerte. Seres lúgubres haciendo un carrizo desvencijado, con un codo sobre la rodilla más alta y aplastando sobre la mano en bandeja una cara torcida y amargada.
A pesar de que mirar a la gente era una vieja costumbre, Heredia siempre había pensado que debía moderarse y vigilarse. Cuando estaba en la calle se inventaba un destino por si alguien le preguntaba qué hacía o para dónde iba. Nunca llevaba sus reflexiones demasiado lejos. Pero esta vez, en el parque, fatigado por las impresiones de esos días de descanso en su ciudad, por esas largas jornadas en el centro, por esos tristes periplos en busca de sus recuerdos, por primera vez sintió que no necesitaba justificarse, que podía quedarse allí, sentado, sin tener que pensar en levantarse.
Supo que también era uno de ellos, que a pesar de la mirada con que trataba de ponerse por encima de la gente, era uno más, sin rumbo, poseído por sus prisas, ocupado por furores inventados.
Supo, con tranquilidad, que nadie interrogaba a nadie. Que era un gesto demencial de vanidad pensar que su vida interesaba. Que cada uno está ocupado con su infierno personal.
Al final, sin saber cuánto llevaba allí sentado, Heredia fue dejándose olvidado. Era un solitario más, con la cabeza repleta de silencio, fundido a la gente y a la lluvia, disuelto, aturdido.
Ocasionalmente volvía a asomarse, a ser cons­ciente de sí mismo, para sentir que era agradable ser nadie bajo la lluvia amarilla de un parque. Estar solo y ser nadie, un objeto abandonado.
Entonces empezó a levantarse la noche. Heredia lo sentía pero no pensaba en ello. La noche siempre se levanta. La gente se apresura a marcharse a su casa y, en medio del flujo numeroso y obstinado, hay diálogos, rosas y hasta una pelea en la que un hombre ha quedado con su cara inundada de sangre, de hojas amarillas flotando sobre la sangre.
Como lava que se asoma entre fisuras, empe­zaron a encenderse las luces en el parque y la ciudad. Rojas, amarillas, primero pocas y después muchas, en casas y apartamentos, en plazas y calles, en bodegas, almacenes, callejones y ave­nidas, incendiando, inundando, ardiendo con un fuego a cada instante más intenso, un fuego que se arroja bajo el parque y que quema las hojas caídas de los árboles, los papeles y las suelas de los zapa­tos, un fuego que va ocupando poco a poco el subsuelo de toda la ciudad, que crece y se acumula tensándola, combándola, rompiéndola, quebrándo­la, como grito contenido que finalmente salta, como vómito, como orgasmo, como olla a presión que se tensa y estalla para arrojar por los aires partículas pequeñas, fragmentos candentes y minúsculos, proyectiles disparados a la noche por la fuerza de la lava.


XV

Salvé mi vida de puro milagro. Sin encontrarle explicación al asunto aparecí muy cerca del borde del cráter.
A mis pies había un abismo humeante y sin fondo. Terminé de arrastrarme hasta lo alto para saltar fuera y después, reponiéndome, sosegando la agitación causada por la explosión que hizo volar por los aires y estratósfera mi ciudad, aturdido aún, me asomé a mirar el enorme hoyo. Una nube sucia y tibia ascendía lentamente.
Traté de pensar en lo que había sucedido, en la imagen elegida por mis ojos. Me imaginé en el suelo, sucio, con algunas quemaduras, asomando con cautela la cabeza, mi rostro sin gestos, y con un hilo de sangre que caía hasta una ceja, que se represaba allí para después rodar bordeando la nariz y derramarse en una boca, tiznada y reseca, que dejó de aspirar el vapor azufrado y se puso a sentir el sabor de la sangre, ese líquido rojo, ese intenso oleaje.


De "Su última palabra fue silencio" (1993).





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