Cuento incluido en 'Su última palabra fue silencio' (1993)
—¿Cuánto
falta?
—Calculo
que unos tres años.
—Tres
años es mucho.
—Puede
ser mucho o puede ser poco, todo depende. Faltaba más cuando empezamos.
—¿Hace
cuánto que empezamos?
—No
lo sé con exactitud. Pudo ser hace un momento.
—O
hace tres años.
—O
más, mucho más. Lo cierto es que cuando empezamos faltaba más que ahora. Es
posible que ya falten menos de tres años. Quizás dos.
—Tus
márgenes de error son bastante amplios.
—¿Márgenes
de error? Hablas como un científico.
—Sí.
Aquí donde me ves, he hecho algunos estudios.
—¿De
qué?
—No
lo recuerdo con exactitud. Pudo ser medicina o abogacía, algo que debía
conducirme directamente al éxito.
—¿Y
te condujo?
—¿Quién?
—La
profesión, lo que estudiaste, ¿te condujo al éxito?
—¿Qué
es el éxito?
—No
te pongas ahora filosófico. Te condujo o no al éxito.
—No
lo recuerdo...
—...con
exactitud.
—Oye,
tampoco te tomes la libertad de usar mis palabras.
—Son
predecibles.
—No
importa. Son mías. Son de lo poco que puedo llamar mío de verdad. Las veo
emerger desde un pantano oscuro que imagino en mi cabeza, al comienzo
enlodadas, casi ni las distingo. A veces sólo las reconozco cuando ya han
salido por mi boca y han entrado por mis oídos y he pensado en su sentido.
Entonces me enorgullezco o me avergüenzo de lo que dije. Aunque sienta no
haber participado directamente en su gestación.
—Entonces
no son tuyas.
—Son
mías, surgen de mi pantano, salen por mi boca, se escurren como arena por sobre
mis mejillas y se vuelven a meter por mis oídos, llegan, las pienso y las veo
hundirse nuevamente en el pantano. Adiós.
—No
son tuyas. Tú eres de ellas.
—¿Y
ellas de quién son?
—Del
pantano.
—¿Y
el pantano?
—Tres
años más o menos. Ojalá sea menos.
* * *
—Lo
que no puedes negar es que sería más difícil si viajáramos incómodos.
—No
me puedo quejar.
—La silla ofrece la posibilidad
de mover el espaldar. Mira. Ahora está completamente vertical. Ahora un poco
inclinado. Un poco más. Más. Y horizontal como una cama.
—Aun
puedes bajarlo hasta el suelo.
—Dejaría
de ser práctico.
—También
puedes echarlo completamente hacia adelante.
—Dejaría
de ser práctico.
—Puedes
ponerte de pie y estirarte un poco, reactivando la circulación.
—Para
qué quieres una silla, si estás pensando en que uno de sus atributos es la
posibilidad de no estar sentado en ella.
—Para
que deje de ser práctico y tu dejes de decir que dejaría de ser práctico y te
quedes callado y me dejes pensar y yo pueda gozar del paisaje sin tener que
entablar circunloquios absurdos, llenadores de tiempo, temerosos del silencio,
idiotas, monstruosos, dolorosos, nefastos, funestos, terribles.
—No
llores.
—...,
horribles...
—Cálmate.
—...,
torturantes...
—Respira
despacio. No llores. Por favor, no llores. Me partes el alma.
—...,
infernales...
—Levanta
la cabeza.
—...,
demenciales...
—Levanta
la cabeza ahora mismo. Quítate las manos de la cara. Te estás haciendo daño con
las uñas. Te estás poniendo morado.
—...,
infames...
—Mírame
ahora mismo y explícame qué te pasa. No toleraré que te hagas daño en esa
forma.
—...,
no más...
—No
te dejaré así abandonado. Ahora mismo me vas a explicar de qué se trata todo
esto, por qué todo esto. Deja de llorar así. Respira. No te olvides de
respirar. Dímelo todo. Deja de llorar. ¿Qué piensas? ¿Qué sientes? ¿Qué tienes?
—...,
silencio...
—No
tolero que me mandes a callar.
—...
¿Cuánto falta...?
—Tres
años. Uno tal vez.
—O
cien.
—Dudo
que falte tanto. Todo depende. El tiempo a veces parece largo, transcurre
lento, otras veces es veloz, se escurre como agua entre nuestras manos.
—...,
no...
—Sí,
y a veces ni siquiera como agua, como aire, como algo fugaz. ¿Te hablé de mi
niñez?
—Sí.
—¿Y
te conté la historia del día en que supe que el tiempo pasaba?
—Sí,
lo hiciste.
—Te
veo más calmado.
—Sí,
creo que ya pasó.
—¿Qué
tenías?
—No
lo sé.
—Sí
lo sabes. No tolero evasivas. Dime ahora mismo lo que tenías.
—Me
dolía un poco la cabeza.
—¿Y
qué más?
—Nada
más.
—Contesta
qué más tenías. Te lo exijo.
—Tenía
un poco de cansancio. Pensaba en lo largo del viaje.
—¿Acaso
te molesta viajar a mi lado?
—No,
para nada. Es muy agradable viajar a tu lado. Tu charla es tan agradable. Tus
recuerdos de la infancia son tan agradables. Tus palabras saliendo del pantano,
asomando por tu boca, recorriendo como arena del desierto tus mejillas hasta tu
oreja, hasta el pantano del que siguen asomando más palabras. También tú tienes
un pantano. Un pantano que no se cansa de enviar criaturas.
—Estás
cansado.
—Un
poco, lo admito.
—Descansa.
—Si
no te molesta.
—Sólo
deseo que estés bien. Viajamos juntos porque deseo que estés bien. Anda.
Descansa. Te lo ordeno.
—Pero
quisiera gozar un poco del paisaje.
—Es
mejor que no. Debes reponer tus energías. Aún falta mucho para terminar el
viaje.
—¿Cuánto?
—Tres
años. Tal vez menos o un poco más.
—¿Y
por qué sabes cuánto falta?
—Porque
sí.
—¿Alguien
te lo ha dicho?
—Sí,
creo que sí.
—¿Quieres
decir que no es seguro?
—Sí.
Es absolutamente seguro. Faltan tres años más o menos.
* * *
De
lejos parece una geografía milenaria y angulosa. Matices vistosos y quizá
fosforescentes del polvo y de las rocas. Ángulos asombrosamente uniformes.
Fenómeno natural desconcertante. Puedes jugar a sostener la idea de las rocas
precisamente esculpidas por el viento, por el tiempo, por la arena que viaja
en el espacio, a pesar de la aproximación que ya deja discernir movimientos,
desplazamientos en las líneas que ahora pueden empezar a ser llamadas calles o
en los bloques que ya son casas, pequeños apartamentos a los que nuestras
miradas se asoman por las ventanas, cuartos con las luces encendidas porque la
tarde se marcha con un dibujo abigarrado y doloroso que muy pocos levantan la
mirada para ver, un cuadro pintado por nadie para nadie.
Y a
cada instante se afirman más las luces en las ventanas. Y la obra del agua
evaporada y el aire y la luz, poco a poco, se va uniformando en una noche
salpicada de luces pequeñas, ventanas demasiado lejos para poder asomarse a
ellas, a miles de siglos. Y queda entonces la opción de las ventanas de las
casas, los tazones trasladados de las cocinas a las mesas, tomados con trapos
por mujeres vestidas con trajes sencillos. El hombre que espera en silencio en
la mesa, cabizbajo, tal vez triste, tal vez enojado. Los niños mirándose, hablando,
poniendo a prueba la disciplina, molestándose, riñéndose, volviéndose a mirar
la cara del hombre, buscando advertir alguna señal de peligro para suspender el
juego de agresiones, para dejar de sentirse allí en esa mesa y ser arrastrados
por su silencio y sus pensamientos. La mujer les ordena quedarse quietos.
Sirve a cada uno en su plato. Se sienta. Calla. Hasta nosotros sólo llega el
leve ruido de la charla de los niños, de su exasperación monótona, persistente,
casi sin entusiasmo, un ruido que se interroga a cada instante sobre su
sentido, sobre su obligación de ser. La frente del hombre se arruga al tomar la
cuchara. La mujer les ordena a los niños que callen. Comen en silencio, las
miradas en los platos, llevando con movimientos lentos y uniformes la sopa a la
boca. Sintiendo el sabor, callando, pensando, lentos, casi estáticos, como un
cuadro, la bombilla colgando sobre la mesa y dibujando sombras melancólicas en
sus caras, en sus cuerpos que se mueven como la manecilla que indica las horas.
Y sin embargo imagino ese ruido que hay en sus cabezas, el rugido de
tempestades, los gritos y llantos, las carcajadas y viajes vertiginosos, mientras
las manos levantan monótonas las cucharas y unos ojos pequeños se arriesgan a
mirar de reojo.
Duerme.
A mi lado, duerme. Me deja el silencio y la posibilidad de ir hasta mis propios
límites, de recorrer espacios que este viaje y su charla no me han dejado
tiempo para volver a recorrer, espacios en los que ya las cosas no suceden en
el plano de las palabras, sino que oscilan, suben, bajan, se pierden y se
reencuentran en un terreno de imágenes sin discurso, sin lógica, sin por qué,
sin qué, sin qué pasa, sin qué piensa, sin qué tiene, sin explicación alguna,
sin estados de ánimo siquiera y lo que es más importante: sin mí, sin alguien
recordándome que existo, que soy, que voy en este viaje, porque sólo
olvidándome del viaje, olvidándome de mí, puedo dejar a un lado este cansancio,
este peso agobiante que sólo desaparece cuando duerme, cuando no está
recordándome que existo, que vamos, que voy, y tengo la posibilidad de
disolverme en las imágenes, las luces y ventanas, los rostros y los platos, las
sopas humeantes viajando en las cucharas.
* * *
—Despierta.
Parece que estamos llegando. ¿Soñaste?
—Sí.
—¿Qué
esperas para contármelo?
—Soñé
que dormías y que yo pensaba.
—¿Qué
pensabas?
—No
sé.
—Tienes
que saberlo. ¿No me quieres decir lo que pensaste?
—No.
—Vamos,
dímelo. Si no me lo dices es porque se trata de algo malo.
—No
es nada malo.
—Entonces
cuéntamelo.
—Soñé
con un plato de sopa.
—Falsa
alarma. El viaje aún no ha terminado. ¿Te conté que de niño me gustaban los
sueños?
* * *
—Tengo
frío.
—Ponte
un abrigo
—Es
que no es un frío del que pueda protegerme un vestido. Es un frío que sale de
mí.
—Entonces
ponte un abrigo para que no se salga y me enfríe y nos enfríe a todos.
—¿A
todos?
—¿Vas
a decirme ahora que no te has dado cuenta de que no viajamos solos?
—Bueno,
sí. Para empezar viajamos tú y yo, así es que no podemos estar viajando solos.
Aunque la verdad es que respecto a este viaje es más lo que ignoro que lo que
sé.
—A
todos nos pasa.
—¿Qué?
—Eso
de no saber mucho, de ignorarlo casi todo.
—Sí,
a todos y respecto a todo.
—Yo
diría que a casi todo, porque decir todo es ya pretender saber algo con
seguridad.
—Sería
la frase de ese hombre que vimos hace tiempo.
—Era
un juego de palabras.
—Pero
era sensato.
—Pero
era un juego. Mira que al decir que sólo sabía que nada sabía, estaba diciendo
algo contradictorio, se estaba desmintiendo al afirmarse.
—¿Qué
habrá sido de él?
—¿De
quién?
—De
él. Del hombre que nos dijo eso.
—Quizá
haya muerto. Sucedió hace mucho tiempo y el olvido que tengo de él me lo representa
anciano y jovial.
—¿Jovial?
—Sí,
jovial.
—Jovial
es una bonita palabra.
—Es
una palabra jovial.
—Dulce...tibia...
—¿Te
sientes mejor?
—Un
poco. Sólo un poco. Trataré de concentrarme en la idea de calor.
* * *
Primero
una noche fresca, despejada, con vientos helados barriendo las superficies
dormidas. Con luces viajando desde hace mucho tiempo. Con reflejos fríos en
rocas desiertas. Luego, una llamita alterada. Un fósforo protegido del viento
por las manos que se acercan a su luz y a su calor, que intencionalmente se
queman, se aferran a la indecisa tibieza. Más tarde, una antorcha de llama muy
densa, iluminando los pasos en la noche, abriendo caminos, primero la arena,
después pastizales inmensos, bañados por una luz casi invisible, por un
ligero desplazamiento del negro hacia el gris más oscuro, cabellera de la
tierra remotamente distinguible, hasta que la antorcha se acerca, inunda de
verdes y amarillos y el fuego se arroja, se extiende, corre, grita, vocifera,
envuelve, calienta, quema, calienta, envuelve, vocifera, grita, corre, se
extiende, se arroja, se sacude como un oleaje, quema, calcina, barre con el
frío. Hasta que sale el sol plena luz para hacer más visible eso que ahora es
tierra negra, humeante, tibia, y una montañita negra, con una antorcha apagada
en la mano de ceniza.
* * *
—Despierta.
Tuviste una pesadilla.
—No
es una pesadilla.
—Te
movías inquieto, gemías, te quejabas.
—Fue
un sueño agradable. Debiste dejarme.
—Tu
silencio final me asustó. Pensé que habías muerto.
—No.
—Ya
sé que no. Pero me asusté. Por un segundo pensé que habías muerto y que el
resto del viaje tendría que seguir sin alguien con quien hablar.
—No
había dolor. Era como un placer... si supiera lo que es el placer. ¿Sabes lo
que es el placer?
—Claro,
todo el mundo lo sabe.
—¿Qué
es?
—No
preguntes tonterías. No después del susto que me has dado.
—¿Yo?
—Sí,
tú. Pensé que habías muerto.
—¿Yo?
—Sí,
tú. Muerto tú, cadáver tú. Despojo tú. Masa inútil tú, silencio eterno tú.
—¿Silencio
eterno yo?
—Silencio
eterno.
—¡Ahhh!
—No
le veo lo agradable.
—¿Dijiste
silencio eterno?
—Sí,
lo dije. No empieces ahora con tus quejas eternas porque no hago sino hablar y
no te permito un solo segundo de libertad. Ya sé que estás cansado de mí. No
tienes que decírmelo de manera tan insistente. Dije silencio eterno, sí, y me
dio pavor la idea.
—¿Cuánto
falta?
—Calculo
que unos diez años.
—Diez
años es mucho.
—Puede
ser mucho o puede ser poco, todo depende.
—¿De
qué?
—De
muchos factores.
—Dime
algunos.
—De
la forma en que ocupes el tiempo.
—¿El
tiempo depende de la forma en que lo ocupes?
—Indudablemente.
—¿Y
cómo hay que ocuparlo para que transcurra rápido?
—Hablando.
—¿Y
pensando?
—No,
pensando no. Puede ser eterno.
* * *
—¿Puedes
ver algo?
—Sí,
claro que puedo.
—¿Qué
ves?
—Pues
todo. Mis ojos funcionan a la perfección.
—No
me refiero a eso. Quiero decir que si desde tu silla alcanzas a ver algo del
paisaje o del vehículo.
—No
mucho
—Acércate
más al vidrio.
—No
puedo acercarme más. Más cerca estaría del otro lado y empezaría a alejarme.
—¿Vas
a decirme que no ves nada?
—Veo
algunas cosas. Cerca de nosotros todo pasa rápido, todo es como agua cayendo,
algunas figuras que no alcanzo a discernir aparecen a un lado del cristal y se
pierden por el otro.
—¿Vienen
de adelante hacia atrás?
—No
podría asegurar que es así siempre.
—¿Suben?
¿Bajan?
—Se
desplazan. Pasan raudas. Como agua. Como sueños alterados.
—Debe
haber algo que se distinga. Trata de mirar más lejos.
—¿Más
lejos?
—Sí,
en la distancia las cosas se mueven más lento.
—El
paso de las cosas más cercanas no deja ver la distancia. Sólo a veces hay un
claro ocasional y puedo ver una granja, un poblado, una gran ciudad. La última
vez fue el humilde taller de unos zapateros. Clavaban todo el día. Recomponían
suelas de zapatos que sus aprendices hallaban abandonados en las calles y
caminos. Más tarde los futuros zapateros debían regresar los zapatos arreglados
al lugar donde los habían encontrado. No recibían dinero. Nadie los contrataba.
Vivían del placer que les dejaba su trabajo.
—¿Estás
seguro de que viste eso?
—No
mucho.
—Debiste
soñarlo.
—Es
posible. Sólo en los sueños se vive del placer del trabajo.
—Pero
es preferible a vivir de un trabajo sin placer.
—Sí.
—O a
ni siquiera vivir. Sólo trabajar.
—Sí.
Es mejor sólo vivir o sólo sentir placer.
—¿Placer?
—Sí,
aunque viéndolo bien, se puede vivir sin placer, pero no es posible el placer
sin vivir.
—¿Qué
es?
—¿Vivir?
—También,
pero antes explícame el placer.
—Todo
el mundo lo sabe.
—¿Todo
el mundo ha sentido placer?
—Absolutamente.
—¿Cómo
lo sabes?
—Lo
sé.
—¿Como
el hombre que encontramos hace un tiempo?
—Creo
saber más que él.
—¿Y
el vehículo?
—El
vehículo no sabe nada.
—Te
pregunto si sabes algo acerca del vehículo.
—No mucho.
Desde aquí no veo muy bien qué es.
—¿Un
tren?
—Es
posible.
—¿Una
carreta?
—También.
—¿Un
auto?
—Puede
ser un auto.
—¿Un
barco?
—Lo
que pasa veloz tras el cristal bien puede ser agua.
—¿Un
avión?
—Es
posible. No podría negar que volamos.
—¿El
mundo? Lo ves arriba o abajo.
—Simplemente
no lo veo.
—Es
inútil.
—No
te deprimas.
—Es
descorazonador no saber ni siquiera eso.
—No
es importante.
—No
sería importante si supiéramos algo.
—Sabemos
algo.
—¿Qué?
—Que
viajamos.
—¿Estás
seguro de que nos movemos?
—Es
posible que nos hayamos detenido por un momento.
—Pero
mira eso que pasa raudo tras el cristal.
—Entonces
nos movemos, viajamos.
—¿Qué
te hace pensar que no estamos detenidos y lo único que se mueve es eso
indefinido que barre el cristal?
—Puede
ser.
—¿Ves?
No sabemos nada. Esto es deprimente. Déjame pensar.
* * *
Replegarse.
Aprovechar que también se cansa, que poco a poco ha empezado a residir en él
ese diálogo interno, ese eco oscuro y cálido que al final es lo único que
queda, lo último que se disuelve, el último fragmento de conciencia. Confiar en
que no habrá interrupciones, ir aflojando poco a poco las amarras, ir relajando
las alarmas que permanentemente llaman nuestra atención a la superficie. Relajarse,
sentir las tensiones en el cuerpo y liberarlas, la rigidez del cuello, la
avidez ciega en el pubis, la ansiedad presta al salto bajo los muslos. Ir cada
vez más lejos en ese camino que sólo se conoce intuitivamente, que sólo ha sido
recorrido a medias porque siempre habrá más allá un grado superior del
abandono, una forma menos atenta de vigilarse, de aferrarse a ese sujeto que
poco a poco se convierte en un extraño en una silla que viaja al lado de otro
igual de extraño, igual de desconocido, y más tarde una forma de vida
indefinida, un ente sorprendente perdido en la inmensidad.
* * *
—Tiquetes.
—¿Qué?
—Tiquetes.
—Oye.
Despierta. Este hombre pregunta por unos tiquetes.
—Tiquetes.
—Sí.
¿Recuerdas algo de unos tiquetes?
—No
mucho. Creo que son los papeles que autorizan para hacer uso de un vehículo.
—Quiero
decir que si recuerdas haber comprado los tiquetes.
—¿Cuáles
tiquetes?
—Los
de este viaje.
—¿Cuál
viaje?
—Este.
—¿Cuál?
¿El tuyo? ¿El mío? ¿El de los dos? ¿Algunos otros viajes que en este mismo
instante transcurren a través de nosotros?
—Éste...
No puedo decir más.
—No
lo sé. Hace tanto tiempo. Tengo la sensación de que siempre he estado en este
viaje. Bueno, la verdad es que no recuerdo si hace mucho o si hace poco.
—¿Pero,
los tiquetes, los compraste?
—¿Y
por qué habría de comprarlos?
—Cuando
se viaja hay que comprar tiquetes.
—Pero
lo más lógico es que cada uno haya comprado su tiquete, si es que los
compramos.
—¿Por
qué? Tú eres quien lleva nuestro dinero.
—¿Cuál
dinero? ¿De qué dinero hablas? ¿Tengo que recordarte que nos hemos conocido en
este viaje, que antes ni nos habíamos visto y que no hemos tenido sociedades de
ninguna clase?
—Vamos,
no estoy para bromas. Tú debes tener los tiquetes y este señor ya debe estar
cansado de tener su mano estirada.
—¿Qué
tiquetes?
—Los
de este viaje.
—Cuál...
Estoy cansado. Pregúntale. Tal vez sepa algo.
—¿De
qué tiquetes habla?, señor.
—Tiquetes.
—Mire.
No lo tome a mal, pero no sabemos de qué tiquetes habla y, para ser sinceros,
ni siquiera recordamos de dónde venimos y, como si fuera poco, ignoramos hacia
dónde nos dirigimos y, la verdad sea dicha, ni siquiera nos consta que
viajamos.
—Sólo
sé que debo estar aquí, de pie, frente a ustedes, diciendo una y otra vez la
palabra tiquetes.
—¿Quién
lo envía?
—No
debo decirlo.
—Tampoco
debía decir nada diferente a tiquetes y sin embargo lo ha hecho
—Es
diferente.
—¿Qué
tiene de diferente?
—Es
diferente.
—Ahora
la orden es decir: “es diferente”
—No.
—Vamos,
no sea tan obediente. ¿Por qué nos oculta quién lo envió? ¿Lo castigarán si nos
lo cuenta?
—No.
—Con
mayor razón puede decírnoslo.
—¿Y
qué ganarían con saberlo?
—Sabríamos
algo más. Podríamos ir donde ese alguien y preguntarle a quién obedece, cuál es
su propósito. Poco a poco iríamos reuniendo saberes. Tal vez algún día
encontraríamos respuesta a nuestras preguntas.
—¿Y
cuáles son sus preguntas?
—¿Cuánto
falta? ¿Hace cuánto que empezamos? ¿De dónde venimos? ¿Para dónde vamos? ¿Qué
clase de vehículo empleamos? Y algunas más específicas: ¿Nos conocíamos o no
antes de empezar el viaje? ¿Tenemos o no tiquetes? ¿Maneja o no uno de los dos
las finanzas de ambos?
—Yo
tengo la respuesta a esas preguntas.
—¿Cuál
es?
—No.
—¿No?
—Sí.
Uno de los dos no maneja las finanzas
de ambos. No tienen tiquetes. No se conocían antes de empezar el
viaje.
—¿Y
las otras preguntas?
—No
sé la respuesta.
—¿Quién
la sabe?
—No
lo sé.
—Creo
que nos miente.
—Yo
también quiero creer que es así.
—Debo
irme.
—¡Espere!
No debemos dejarlo ir. Es nuestra oportunidad de saber algo.
—Pero
si no quiere o no puede decirnos nada.
—Entonces
lo obligaremos.
—¿Obligarlo?
—Sí.
Sería intolerable seguir así.
—Pero
es como si siempre hubiéramos estado así. ¿Para qué cambiar las cosas? ¿Para
qué buscar empeorarlas?
—Cualquier
cambio será favorable. Habremos vencido un poco la incertidumbre.
—¿Para
qué? Así estamos bien. Me gusta tu charla. Mira que estoy aprendiendo a
respetar tus silencios. ¿Vas a decirme que no te permito pensar?
—Sí.
Pero mis pensamientos viajan en un espacio limitado, juegan con un número
preciso de figuras. Las posibilidades de descubrir algo las ofrece la
imaginación, pero siempre se trata de variaciones sobre lo que ya hay. En
cambio la respuesta a esas preguntas...
—Todo
el mundo se las hace. Son tontas. No es posible pensar todo el tiempo en ellas.
Son preguntas que uno se hace cuando joven y después las olvida. Sólo sirven
para desasosegarte, para aburrirte o entristecerte, y no sabemos lo que va a
durar este viaje y lo mejor es disfrutarlo.
—¿Disfrutarlo?
—Sí,
disfrutarlo. Buscar el placer. Hundirse en él.
—¿El
placer?
—Sí,
el placer. Todo el mundo lo sabe. La ausencia del dolor.
—¿Y
dónde está el placer?
—Todo
el mundo lo sabe.
—Yo
no lo sé.
—Debes
saberlo. Está en ti y en todas partes.
—¿Dónde?
—Sucede
cuando se encuentran tus sentidos con las cosas.
—¿Siempre?
—Casi
nunca.
—Entonces,
¿cuándo?
—Sucede,
por ejemplo, cuando encontramos la mujer.
—¿La
mujer? ¿El ser del que tanto hablamos? La imagino tibia cuando hace frío,
fresca cuando hay calor, reconfortante...
—El
hombre de los tiquetes como que se va.
—...dulce,
suave....
—se
va y es posible que nunca volvamos a verlo.
—...perfumada,
melodiosa...
—Nunca
sabrás lo que querías saber.
—Señor.
Venga acá.
—Tiquetes.
—Quédese.
Tenemos algunas preguntas para hacerle.
—Sólo
sé que nada sé.
—Tiene
que respondernos. Ayúdame. Atémosle las manos con tu corbata. Sus forcejeos son
vigorosos.
—Toma,
átalo fuerte. Siéntalo en tu silla.
—Los
pies. Hay que amarrarle los pies. Ayúdame a quitarme mi corbata.
—No
tienes corbata.
—No
importa. Quítamela. Eso es.
—Listo.
Lo tenemos controlado. ¿Ahora qué hacemos?
—Preguntar.
—Sólo
sé que nada sé.
* * *
—¿En
qué piensas?
—En
las injusticias.
—¿Has
sido injusto?
—Sí.
También he sido injusto.
—Todos
lo hemos sido.
—Lo
sé o creo saberlo. Pero no deja de preocuparme.
—¿Que
eres injusto?
—También.
Pero no me duele tanto como cuando alguien es injusto conmigo.
—Tu
conversación es muy interesante. Pero no le sentaría mal algo de realidad,
alguien sangrando o llorando, alguien gritando de alegría o de dolor. Por lo
menos así es más fácil sentir palabras como justo o injusto.
—Con
esas dos palabras podría contarte mi vida.
—Tenemos
tiempo.
—No
estamos seguros.
—Empieza
al menos. Tardemos lo que tardemos, el tiempo lo habremos ocupado con el
recuento de las justicias e injusticias de tu vida.
—Pero
no sería justo que el viaje terminara en medio de alguna historia muy
importante para mí.
—En
ese caso, no nos moveríamos hasta que terminaras tu historia
—Pero
es muy posible que de mi historia se desprenda otra historia y luego otra y
otra y así toda mi vida.
—Esperaríamos
hasta el final.
—Pero
no es justo que habiendo llegado al final del viaje yo te retenga con mis
historias.
—En
ese caso tus historias serían otro viaje.
—No.
Sería incapaz de cometer tal injusticia.
—Sería
una injusticia que no la cometieras, callando tus historias.
—¿No
hay salida?
—Creo
que no.
—Callaré.
—Te
comprendo.
—¿Sabes?
—¿Qué?
—Ya
me siento mejor.
—¿Mejor
que cuándo?
—Que
hace un momento, cuando pensaba en injusticias.
—¿Pensabas
en alguna en especial?
—No.
Injusticias a secas. La palabra injusticia.
—¿Ni
un llanto, ni un grito, ni sangre?
—Es
posible. Pero no directamente.
—Has
abierto mi apetito de injusticias. Tendrás que contarme alguna o, al menos,
inventarla.
—Está
bien.
—Cuéntala.
—Ya
la conté.
—No
has contado nada.
—Dije:
está bien.
—¿Y?
—Y
esa fue mi injusticia.
* * *
—Siempre
me ha intrigado algo con mis recuerdos. Con el tiempo tienden a confundirse con
mis sueños. A veces se me pone de frente una imagen y, por mucho que intento
recordar, no consigo saber si fue un hecho real o fue un sueño.
—Sucede
a veces.
—¿Y
no te preocupa?
—Sólo
lo suficiente.
—A
veces quisiera pensar como piensas, sentir como sientes.
—Es
un sueño.
—Pero
sólo consigo pensar como pienso, sentir como siento.
—Es
un hecho.
—Pero
sé que me engaño queriendo pensar como piensas. Sé muy bien que no puedo. Sería
incapaz de decir que una cosa es un sueño y que otra es un hecho. Tan sólo
afirmarlo y al momento lo dicho se irá disolviendo.
—Es
un hecho que todo es un sueño.
—¿Y
te quedas tan tranquilo? No sientes que tu estómago da vueltas cuando dices una
cosa como ésa?
—El
estómago es un sueño.
—¿Y
las vueltas?
—Son un
hecho.
* * *
—¿Te
parece si volvemos a intentarlo?
—Nada
perdemos y es posible que ganemos algo.
—¿Quién
te envía?
—Tiquetes.
—¿Quién
te dijo que vinieras a pedirnos los tiquetes?
—Sólo
sé que nada sé.
—Es
inútil.
—Hay
que intentarlo. ¿Recuerdas algún rostro, algunas palabras?
—¿De
qué puede servir?
—Aún
no lo sabemos, pero es posible que también te aclare algo.
—¿Y
qué gano con tener algo claro?
—Entenderás
mejor.
—¿Qué
entenderé mejor?
—Todo,
quién eres, quiénes somos, de dónde venimos, para dónde vamos.
—Yo
sólo quiero ver los tiquetes.
—Es
inútil.
—Déjame
seguir intentándolo.
—¿Para
qué? ¿Para que después de mucho insistir él te diga un nombre o te describa a
alguien? ¿Para que el terreno de tu incertidumbre sea aun mayor? ¿Para que
después de múltiples esfuerzos llegues a ese alguien y, después de una gran
lucha, ese alguien te conduzca a otro alguien? ¿Para que el tiempo no te
alcance para llegar al final y descubras, después de múltiples penurias, lo que
una persona sensata debe admitir sin ningún esfuerzo: que no hay que preguntar?
—Tengo
que intentarlo. No soporto esta ignorancia.
—No
puedes evitarla. Aunque te enojes, aunque golpees a este hombre hasta matarlo,
sólo conseguirás desahogarte pero no lograrás saber nada.
—¿Matarlo?
—Sí,
matarlo. Lo mismo da. Todo el mundo lo hace. Todo el mundo mata a todo el
mundo. Nada importa de verdad.
—¿Matarlo?
—Da
lo mismo. Nada conseguirás.
—¿Quién
te envía?
—Lo
lastimas.
—Sólo
sé que nada sé.
—¿De dónde
venimos?
—Le
haces daño.
—¿Adónde
vamos?
—Contrólate.
No lograrás nada. Él no sabe nada.
—¿Quién
nos mira y se burla de nosotros?
—Sólo
sé...
—Déjalo.
No lo golpees. Contrólate. Resígnate.
—¿Qué
es todo esto?
—Te
lo dije. Te advertí que debías controlarte. Está herido. Parece que lo mataste.
—No
me dijo nada.
—Sí,
está muerto. Es posible que tengas que responder por esto.
—Sólo
pedía unos tiquetes y decía que sólo sabía que nada sabía.
—Lo
mataste. Eres un asesino.
—Tú
me dijiste que nada importaba.
—Eran
sólo palabras. Lo mataste. Acabaste una vida.
—¿Y?
—No
me mires así. Sólo sé que no se hace.
—Sólo
pedía unos tiquetes y decía lo que sabía.
* * *
—Fue
como si despertara.
—No
entiendo.
—Cuando
todo pasó, me pregunté qué estaba haciendo en ese lugar. Miraba en torno mío
como un recién nacido. No entendía nada. Empecé a ponerle nombres a las cosas:
vestidos, cuarto pequeño, puerta de madera, mesita de noche con cenicero,
botella y dos copas. A medida que pasaba el tiempo y mi mirada se movía, seguían
llegando nombres, más y más, en forma creciente.
—¿Qué
nombres?
—Lámpara,
sábanas, cama, hombre en cuclillas sobre esa cama, oliendo el polvo de la
lámpara de un techo exageradamente bajo y sintiendo debajo del abdomen que un
hilito delgado de dolor lo mantiene adherido a un ser humano, a otro ser
humano.
—¿Con
que eso es el placer?
—Es
una de sus formas más extrañas.
—Es
como el final de un viaje.
—Y el
comienzo de otro. Yo diría que es el lapso entre dos viajes.
—Pero
ese lapso no existe.
—Existe,
lo tiene en su registro la memoria.
—Pero
no conseguimos recordarlo. Tú mismo lo has dicho, fue como si despertaras.
—Sí,
sólo tenemos los recuerdos de los viajes, pero no de las partidas y llegadas.
—Todo
esto me deprime.
—Que
tengas un feliz viaje.
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