lunes, 29 de diciembre de 2014

viernes, 19 de diciembre de 2014

Ayer perdí mi reloj...


Ayer perdí mi reloj. Esta mañana perdí mis zapa­tos. Me quedan por perder las medias —con rotos pa­ra que se asome el dedo gordo—, los panta­lones —cargados de polvo y de camino—, la camisa —con más ganchos que botones— y los calzoncillos. En­ton­­ces, ahí sí... No, ahí no. Después de todo eso me quedarán por perder la vergüenza, la dignidad, el orgullo (¿Quién habrá hecho un inventario del ropero del espíritu? ¿Quién sabrá qué se pone o se quita uno antes que lo otro?), la voluntad... y cuando todo esté perdido, entonces, ahí sí, quedará solitaria la esperanza. La esperanza es lo último que se pierde... pero también se pierde.


De Criatura perdida



miércoles, 17 de diciembre de 2014

Adiós Colbert, adiós - La columna de Vivir en El Poblado



Este jueves se acaba aquí en el País del Sueño un programa llamado The Colbert Report. Nunca hubo ni habrá una serie como esa, y la tristeza es semejante a la que tuve hace veinte años, cuando se terminó Los años maravillosos. ¿Por qué hablar de un programa de la televisión gringa? Quizá porque en Colombia hay poco humor. Hay matoneo sonriente, hay chistes automáticos con todo lo notable, hay risas humilla­doras, hay menciones maliciosas y poses irreverentes, pero humor, humor de sátira, humor inteligente y compasivo, humor que se ríe de sí mismo, esas cosas raras veces podemos encontrarlas.

Colbert —el personaje de Colbert que morirá este jueves— nació en otro programa llamado The Daily Show. Allí tenía ocasionales apariciones esa parodia del hombre blanco privile­giado, ególatra, con ideas retrógradas, faná­tico e insen­sible a los que no son cómo él. Tan divertido era ese idiota que muy pronto surgió la necesidad de darle un programa. Así empezó The Colbert Report. Algunos críticos le pronosticaron dos sema­nas de vida. Conside­raban la idea descabellada (en inglés las palabras más hermosas son las que hablan del absurdo: pre­pos­terous, ludicrous, farfetched). Pero Colbert fue germi­nando. La gente empezó a apreciar a este hombre que se vestía con la piel y la actitud de lo más feo del alma gringa, para poner en evidencia su maldad y su ridículo. Nueve años y mil quinientos episodios más tarde, Colbert es el hombre más influyente de la televisión norteamericana y se dispone a sentarse en el trono que antes ocuparon David Letterman y Johnny Carson.

Colbert ha hecho cosas que parecen inimaginables. Hace ocho años, durante la cena de corresponsales en la Casa Blanca, trapeó el salón de eventos con George Bush. Por la vía de la humildad, le dijo en la cara todos los sinónimos de imbécil. Hace unos días, Colbert hizo ver a Barack Obama como un hombre sin gracia y muerto del susto frente a una cámara. Aquella vez hablaron del hombre más poderoso del mundo libre y Obama creía que hablaban de él.

Colbert se ha venido despidiendo de manera apoteó­sica. Ha invitado a hacer donaciones y rifará su escritorio y su chimenea entre los que colaboren. El jueves pasado entrevistó a un dragón que destruyó parte del set. Ese día hizo también uno de los chistes más divertidos de sus nueve años. El dueño de Fox —el ciudadano Kane de nuestro tiempo— se llama Rupert Murdock y su palabra, en muchos ámbitos, es palabra de Dios. Murdock dicta lo que la gente debe pensar y cómo se debe medicar. Lo que él dice sale por miles de bocas en sus canales y emisoras. Hay que tener los pantalones bien puestos para meterse con ese tipo. El jueves pasado Colbert habló de Murdock en relación con un tema más general y, cuando apareció la foto del viejo terco, de pelo teñido y con papada, el todopoderoso ante quien todo el mundo se doblega, Colbert hizo de paso una caricatura que es todo un clásico. Describió al personaje como el primer sobreviviente “de un trasplante de escroto a la cara”. Creo que me reiré por mucho tiempo de ese chiste: de lo casual del apunte, de lo brutal e inesperado de la imagen, de la disolución de jerarquías y del patetismo humano que quedó contenido en ese comentario.


Recordaré a Colbert con gran nostalgia. Dudo que su paso al principal programa de televisión norteamericana le permita tener las libertades que tuvo con su caricatura de la mez­quindad humana. The Colbert Report es una de las obras de arte más completas y finas de estos tiempos tan torpes y deteriorados.



Publicado en Vivir en El Poblado  el 17 de diciembre de 2014 .






Ovidio fue mi preceptor

 

Ovidio fue mi preceptor. Vino en mi auxilio cuando el inoportuno orgullo (quizá no fuera orgullo, después de todo, sino la preocupación por el juicio que mis actos podían producir en los demás) trató de moderarme. "Despojaos de toda vanidad los que deseáis un amor duradero", me dijo, en el momento justo, y adquirí entonces la deuda que ahora estoy pagando.
Era un placer servirte, correr antes de tu llamado, antes de que expresaras tus deseos. Recuerdo una noche. Pensé que no vendrías. Pensé que sería igual a la primera. Había más gente en la casa de Duarte. Varias soledades deambulaban por la casa. Una de ellas había logrado anticiparse y asumir el control de la música y el fuego.
Escogí la zona oscura, el césped menudo frente a la casa. Me hice una almohadilla con las manos y me recosté a mirar el cielo. Me pregunté si moriría sin saber cuál era la osa mayor. Pensé que en un tiempo remoto las estrellas me habían fascinado, me habían absorbido casi hasta la locura. Pronto estaba tratando de ver dibujado tu rostro en alguna galaxia. Me parecía imposible que no hubiera una galaxia con la forma de tu rostro. Veía una raqueta, un arco, una ardilla sentada; pero no conseguía dar con tu figura. Recordé que el universo seguía más allá y pensé que tu galaxia estaba tan oculta para mí como tú misma. Pero esa idea no me agobiaba como ahora. Sabía dónde localizarte al día siguiente si al final no llegabas. Fue una suerte no saber lo que tu ausencia llegaría a pesarme.
Pensé también que era posible que tu rostro sí estuviera en las estrellas, que mi problema era que estaba en la galaxia equivocada, que tal vez desde otro planeta fuera posible verte sonriendo.
Pero llegaste. Primero fueron las luces, luego el ruido del motor. Deseé que fueras tú y eras tú, pero disgustada, bajando de un carro con las latas arrugadas a un costado, con la ropa y el pelo llenos de barro. Recuerdo que estabas furiosa, que saludaste seca a Duarte y a Adelaida, que pediste permiso para ir al que empezaba a ser tu cuarto. Recuerdo que al mirarme me lanzaste una mirada fulminante.
Corrí detrás de ti, en medio de personas que reían por un chiste general. Te encontré sentada en la cama. Desde el baño venía una ligera claridad. Estabas llorando. Me acerqué. Me agaché para ver mejor tu rostro. Mirabas al frente, la pared de madera, la puerta del baño. Retiré el cabello sucio de tu cara, lo alojé sobre tu hombro, esperé a que me miraras.
“Te busqué”, dijiste. "Me sentí tan sola".
No te pude decir nada. Sentí pena y alegría. Te quité las botas sucias y acaricié tus pies, fingí darte un masaje que no habías pedido pero que tampoco tenías fuerzas para rechazar. Fue difícil contener el deseo de besarlos.
Dejaste que te quitara la chaqueta, aflojaste tus brazos, inexpresiva. Fui al baño a buscarte una toalla. Recibiste mi ayuda con una sonrisa que me gusta recordar. Soltaste dos botones de tu camisa y te detuviste. Te vi alejarte y ajustar la puerta del baño, sin cerrarla del todo. Mientras escuchaba el agua que caía sobre ti, me pregunté si pensaste que yo estaba muy cerca, atento a cada ruido, imaginando cada movimiento. Me pregunto si llegaste a imaginar el desconsuelo que sentí con esa luz que me llegaba de la puerta sin cerrar.
Al comienzo me había negado a pensar en tu cuerpo. Sentía que te ultrajaba, que te ensuciaba, que de alguna manera te perdería si te asociaba con impulsos de los que me avergonzaba. Pero en ese momento, imaginando tu cuerpo bajo el agua, la pugna se hizo casi insostenible. Allí, negándome a admitir que lo pensaba, imaginé que cumplía una cita contigo bajo el agua. Luego me replegué en la idea de que sólo debía actuar después de que me hubieras dado una señal.
Me pregunto si no estuviste dándome esa señal constantemente y sólo sucedía que yo no podía verla. He pasado el resto de mi vida preguntándome eso. He vuelto a mirar una y otra vez en la memoria cada gesto, cada palabra tuya, y mi castigo ha sido ver, sin una sombra de duda, la elocuencia de tu asentimiento.
Dejé de imaginar y me puse a buscarte otra ropa. Salí a hablar con Adelaida y le pedí que me ayudara. Me llevó al cuarto de Duarte y me entregó un pantalón suyo. Sonrió compasiva cuando puso en mi mano unos calzoncitos blancos.
“Es difícil no amarla", dijo.
Al regresar al otro cuarto puse la ropa sobre la cama. Seguías en el baño, pero ya no caía agua. Ya estabas vestida cuando volví de la cocina con un café caliente. De nuevo sonreías. Mirabas divertida mi cautela para no regar nada. Te echaste hacia atrás y reíste tendida en la cama.
“Apuesto a que lo riegas”.
“Apuesto a que no”.
Nunca supe qué gané.



Fragmento de La risa del muerto



martes, 16 de diciembre de 2014

Diálogo de sombras




    Diálogo de sombras


“Mi reno no es de este mundo”,
dice uno
“Como ofrecer monedas al rey Midas”,
dice otro

Beben y están felices y desafinan
  canciones de orígenes remotos

Pero no todo el mundo está feliz
  y una belleza avergonzada
viene a expulsarlos del paraíso

La noche es fresca, tolerable
Las sombras de los tres crecen, se alargan
interminables por las calles
que Ibsen frecuentaba

Uno busca atraparlas con la red
de una cámara. Otro agrega inspirado:
“Cuando los cuerpos se marcharon,
  las sombras siguieron hablando”


Oslo, abril de 2008



Penínsulas Extrañas
Poesía 1990-2010

domingo, 14 de diciembre de 2014

Hay en sus matrimonios cosas que notar


Ninguno se casa con su madre, ni con su hija, ni con su hermana. Ni han acceso carnal con ellas. En todos los otros sí. Y si alguno lo hace con éstas, no es tenido por bueno, ni les parece bien a los otros. El señor principal tiene tantas mujeres como quiere. Los otros tienen dos o tres, si les pueden dar de comer. Y no toman por mujer a la de lengua o gente extraña. Y los señores procuran que sean hijas de otros señores, o al menos de linajes principales, de sacos o cabras, y no plebeyos, salvo si alguna es tan bien dispuesta que, siendo ella su vasallo, el señor la quiera.
El primer hijo varón sucede en el Estado. Faltándoles un hijo, heredan las hijas mayores, y los padres las casan con los principales vasallos suyos. Pero si del hijo mayor quedaron hijas y no hijos, no heredan esas hijas, sino los hijos varones de la segunda hija, porque aquella ya se sabe forzosamente que es de su generación. Así, el hijo de mi hermana es indudablemente mi sobrino, y nieto de mi padre, pero el hijo o hija de mi hermano se puede poner en duda.
Algunas veces los indios de Cueva dejan las mujeres que tienen, y aun las truecan unas por otras o las dan en precio de otras cosas, y siempre les parece que gana en el trueco el que la toma más vieja. Estiman que la mujer cuando es vieja ya tiene asentado el juicio y les sirve mejor, y de las tales tienen menos celos. Estos truques de mujeres los hacen sin que mucha ocasión preceda, sino la voluntad de uno o de entrambos, en especial cuando ellas no paren, porque cada uno acusa el defecto de la generación ser del otro, y desta causa, si después de dos años o antes la mujer no se hace preñada, presto se acuerdan en el divorcio. Y esta separación se ha de hacer estando la mujer con el menstruo o camiasa, porque no haya sospecha de que iba preñada del que la repudia o la deja.
Comúnmente, las mujeres de Cueva son buenas personas, aunque no faltan otras que de grado se conceden a quien las quiere. Son muy amigas de los cristianos las que con ellos han tenido alguna conversación, porque dicen que son amigas de hombres valientes. Y ellas son más inclinadas a hombres de esfuerzos que a los cobardes, y quieren más a los gobernadores y a los capitanes que a los otros inferiores. Y se tienen por más honradas cuando uno de los tales las quiere bien. Y si conocen a algún cristiano carnalmente, le guardan lealtad, si no está mucho tiempo apartado o ausente, porque ellas no tienen por fin el ser viudas, ni castas religiosas.
También hay algunas que públicamente se dan a quien las quiere, y a las tales llaman irachas, porque por decir mujer, dicen ira, y a la que es de muchos y amancebada dicen iracha, como vocablo plural, es decir muchas mujeres o también mujer de muchos. Hay otras tan amigas de la libidine, que si se hacen preñadas toman cierta hierba con que luego lanzan y mueven la preñez. Dicen estas que las viejas han de parir, que ellas no quieren estar ocupadas para dejar sus placeres, ni empreñarse para que, en pariendo, se les aflojen las tetas, de las cuales se precian en extremos. Soy testigo de que las tienen firmes y buenas.
Pero cuando paren se van al río muchas dellas, y se lavan la sangre y purgación, y luego les cesa. Y pocos días dejan de hacer ejercicio en todo, por causa de haber parido, y se cierran de manera que —según he oído a los que a ellas se dan— son tan estrechas mujeres en ese caso, que con pena los varones consuman sus apetitos, y las que no han parido, aunque hayan conocido varón, están que parecen casi vírgenes.
Dicho he como traen sus partes honestas cubiertas, pero también en algunas provincias ninguna cosa se cubren. A la mujer, como dije se le llama ira, y al hombre chuy. Pero en algunas provincias al hombre lo llaman ome.
En esta provincia de Cueva hay asimesmo sodomitas abominables, y tienen muchachos con quienes usan aquel nefando delito, y los traen con naguas o en hábito de mujeres, y se sirven de los tales en todas las cosas y ejercicios que hacen con las mujeres: así en hilar, como en barrer la casa, y en todo lo demás, y estos no son despreciados ni maltratados por ello.

Y al paciente lo llaman camayoa, y los tales camayoas no ayudan a otros hombres sin licencia del que los tiene, y si lo hacen se les castiga con la muerte. Algunos principales que incurren en este error se ponen sartales y puñetes de cuentas y otras cosas que por arreo usan las mujeres, y no se ocupan en el uso de las armas, ni hacen cosas que los hombres ejerciten, sino como es dicho en las cosa feminiles de las mujeres. Los camayoas son muy aborrecidos por las mujeres, pero como éstas son muy sujetas a sus maridos, no osan hablar sino pocas veces o con los cristianos, porque saben que les desplace tan condenado vicio.

Gonzalo Fernández de Oviedo, en Santa María del Diablo






sábado, 13 de diciembre de 2014

La niña y el gigante

a Isabella
 El hombre en la foto me resulta familiar. Tiene uno de esos rostros que uno sabe que ha visto en algún lado. El nombre está en la punta de la lengua y uno siente que apenas recupere esos sonidos todo se pondrá en marcha, el cuarto de la foto se llenará de vida, se escucharán las risas de la novia, los suspiros del hombre, las bromas de quien tomó la foto sabiendo que atrapaba un trozo de existencia sublime y doloroso, dichoso y peregrino.


La niña de la foto está feliz y enamorada. El brazo gigantesco que su novio le pasa por los hombros parece que la aplasta, pero ella no se queja, se apoya con un brazo en la rodilla para mantenerse erguida, levanta la mirada hacia su hombre, lo mira fascinada, como si no creyera que una alegría así fuera posible en esta vida.
La foto es una de esas que pierden los colores lentamente. Tiene un cuarto de siglo y, si alguien no se apura a sacar una copia, pronto será imposible distinguirles los rasgos, detalles de vestidos, armarios y miradas, cortinas y retratos, muñecas que dormitan en la cama.
La niña está de blanco, tiene un cabello rubio y contenido detrás de las orejas, su sonrisa es de éxtasis, se esfuerza inútilmente con el brazo por abarcar la espalda del gigante.
El cabello del hombre es oscuro, ondulado. Lleva un pantalón gris de bota estrecha, que se ciñe a las piernas musculosas. La camiseta oscura tiene las mangas cortas; igual podría decirse azul o negra. La mirada es muy triste. La sonrisa no llega.
Si uno acerca los ojos a la foto empieza a verla borrosa y trastocada, considera posible saltar al otro lado, sentir lo que sienten, vivir lo que viven. Entonces ya la imagen no es ajena, como si el corazón –y no los ojos– fuera el que la mirara.
El hombre en la foto es el hombre más triste de la tierra. Unos meses atrás sostuvo entre las manos el cuerpo de su padre asesinado. Un silencio oscuro y muy helado se le metió en el alma cuando limpió la sangre que le mojó las yemas de los dedos. Se convirtió en un ente, una casa vacía, un barco a la deriva. Tardó casi dos meses para poder llorar y, cuando al fin lo hizo, nunca pudo parar.
Cuando miro los ojos del hombre de la foto, cuando miro sus gestos de muerto sin sosiego, me pregunto qué fuerza, qué milagro secreto consiguió mantenerlo con vida, qué prodigiosa mano de otros mundos lo salvó del error de la venganza, del daño irreparable de reaccionar matando.
La niña que aplasta contra su costado es el ser más dichoso de la tierra. Los ojos de aquel hombre la buscaron por entre multitudes: “Eres la más hermosa que he encontrado, la más dulce y más tierna”, le había dicho el gigante, sin esperar a cambio, sin malicia o pecado. “Un día volveré para buscarte y vamos a casarnos”.
Después de aquella foto volvieron a encontrarse un par de veces. Él recobró la sonrisa mirando aquella niña a la que el corazón quería salírsele por la boca cada vez que lo miraba.
Pero luego sus vidas se apartaron.
La niña guardó aquel recuerdo, cuidando que no se le ensuciara con rabia o esperanza. Cada vez que miraba la foto volvía a preguntarse cómo estaría su gigante, en qué lugar del mundo andaría suspirando.

El hombre tardó mucho en comprender que aquel amor, quizá el más verdadero de todos los que habría de encontrarse, había sido un regalo, por toda la tristeza, por el coraje inmenso de nunca haber matado.

De "Una noche en el bosque".




viernes, 12 de diciembre de 2014

La tentación de Aguilar


Aguilar contó que el cacique Taxmar lo tuvo como esclavo por tres años. Fue obligado a cargar leña, agua y pescado, y tenía que obedecer lo que cualquier indio del pueblo le ordenara. Aun si estaba comiendo, debía interrumpirse para hacer lo que pedían. Por su obediencia y diligencia, se ganó la simpatía de todos. Taxmar decidió mejorar la posición de Aguilar en la tribu, y trató de que tomara esposa entre sus hijas. Pero Aguilar se negaba, procurando no ofender. Una vez lo habían enviado a pescar a un río cercano, en compañía de una india hermosa, de catorce años, quien tenía instrucciones de seducirlo. Como debían esperar al amanecer, que era el mejor momento para la pesca, la india colgó la única hamaca que les asignaron, se echó con una manta y empezó a llamar a Aguilar y a pedirle que se acostara con ella. Habló con voz dulce y quejumbrosa. Dijo que tenía frío, y le pidió que la abrazara. Pero Aguilar estaba decidido a cumplir con su voto de castidad. Se puso de rodillas y empezó a combatir con oraciones la terrible tentación. La impúdica damisela siguió empleando ardides y zalamerías luciferinas para quebrantar la voluntad de su acompañante. Cuando vio que no podía vencerlo con cantos de sirena e incitaciones cordiales, se dedicó a insultarlo irritada, a hacer burla de su hombría, a herir su amor propio y sus sentimientos. Pero Aguilar siguió orando de rodillas en la arena. Al otro día, completada la pesca, regresaron al poblado. La muchacha refirió lo ocurrido, y el jefe de la tribu desistió de la idea de casarlo. Pero, como le tenía mucha estima, le confió la guardia de su casa y de sus esposas, sus hijas y toda la servidumbre.


De "Santa María del Diablo"




jueves, 11 de diciembre de 2014






"Se movieron en silencio, bajo cielos de hojas, en una penumbra verde y susurrante de paraje encantado. Cristóbal de León, platero y botánico, descubrió entre los pliegues de las montañas una orquídea de blancura aterciopelada con visos luminosos, cuyo estuche formaba una pequeña y finísima paloma. La llamó la orquídea del Espíritu Santo" . 




De Santa María del Diablo.








martes, 9 de diciembre de 2014

Mi historia




    Mi historia


    Pronto habré reunido la tristeza necesaria
    para escribir mi historia

    Pronto, esta noche tal vez
    o mañana temprano,
    la vida me dará lo que me falta:
    la opresión, el dolor, el desencanto,
    el vacío, la rabia o la dicha postrera
    para no esperar nada y saberme concluido
    ajeno para siempre a lo que pasa

    Entonces seré libre
    para componer mi canto,
    el último grito del que sabe que se marcha
    y –sabiéndose perdido­–
    se rebela cantando a las piedras
    hablándole al olvido

    Y hay algo de alegría en esta espera,
    algo de regocijo
    en este aliento recortado
    que aguarda con paciencia e imagina
    la desgracia que llegará a colmarlo

    y a expatriarlo para siempre de la vida



De Penínsulas Extrañas. Poesía 1990-2010.





jueves, 4 de diciembre de 2014

Razones por las que releo

La columna "Relecturas", de Vivir en El Poblado.

  
   Estaba buscando las gafas y las tenía puestas. ¿Alguien necesita otra prueba de senilidad? Me disponía a escribir la columna de Vivir en El Poblado —y apenas caigo en la cuenta de que la estoy escribiendo—, porque se me ocurrió algo para decir y lo mejor será que lo diga, comenzando en el párrafo que está aquí no más abajito.

Si los lectores supieran la alegría que sienten los columnistas cuando alguno les escribe, soltarían el periódico que leen y escribirían. El drama nacional se titula “El colum­nista no tiene quien le escriba”, porque entre otras cosas nos estamos llenando de columnistas. Están los eruditos, los seudo eruditos, los moralistas, los pugnaces, los que todo lo enjuician, los que todo lo saben, los ilegibles, los que escriben a chorritos, los que hacen y piden favores, los que lisonjean y los que amenazan (¿ya compraron mi libro?), los que disfrutan con minucias del mundo o del idioma, y los que ven y entienden países y continentes. Todos, sin excepción, se alegran cuando alguien les escribe. También se asustan cuando alguien los amenaza y los deja monotemáticos. Pero en general hay alegría, mucha dicha, cuando alguien nos escribe.

La vez pasada hablé de Eric Blair, más conocido como George Orwell, y mencioné sus libros más pedagógicos y también más conocidos. Esta semana me llegó una carta del señor Don Bernardo Mora. Me llamaba Don Gustavo y con tono irreconocible proseguía a decirme: “Hay dos obras de George Orwell que vale la pena leer: Que no muera la aspidistra y Los días de Birmania”. A continuación, hacía una disertación que me eximía de mi ignorancia: “Generalmente las obras iniciales de un escritor pasan desapercibidas y son opacadas por genialidades como 1984 y Rebelión en la granja”.

“No me diga”, pensé mientras veía el nombre de mi corres­ponsal, pero no veía la menor cortesía.

Recordé uno de mis cuentos favoritos, uno que me ha sido más útil en la vida que Rayuela o Cien años de soledad: la historia del viejo y el niño que viajaban con un burro. No sé si se la saben. La he contado muchas veces y ya me cansé de hablar con sordos. Está en dos o tres de mis obras iniciales.

Releo porque lo normal es que lo que pase desaper­cibido sean las genialidades, incluso cuando parecen haber tenido éxito. Ahora mismo me muevo con horror por los pantanosos caminos de un tratado sobre las tumbas escrito por Thomas Browne (“Diuturnity is a dream and folly of expectation”); pero claro, estoy soslayando Religio Medici. Degusto noche a noche deliciosas cucharadas de Tom Jones y me asombro con ese cono­cimiento de los seres humanos. El capítulo 6 del segundo libro es una profunda reflexión sobre el escándalo de Bill Cosby, y en otro lado hay un consejo que le vendría como anillo al dedo a un presidente que conozco: “Una de las máximas que el Diablo dejó a sus discípulos, en una visita reciente a la tierra, fue que una vez conseguido lo que se busca es preciso deshacerse cuanto antes del amigo que nos ayudó a conseguirlo”. Cada noche también leo un poema del mejor libro de Chesterton y bebo un poco de rabia de los hermanos Karamazov. Me gozo mi melancolía con la Anatomía de la melancolía y me muevo con cautela por los últimos cuentos de Joyce Carol Oates, siempre preguntándome por qué a esa mujer se le permiten perversiones que a nadie más le permitirían.

Gracias al señor Bernardo Mora por su carta. La alegría sigue siendo muy inmensa. La próxima vez que me escriba, por lo menos dígame estimado.


Publicado en Vivir en El Poblado el 4 de diciembre de 2014.





El cielo no muda su sentencia

miércoles, 3 de diciembre de 2014

La mujer de garabato

                                                                                           Foto Leo Matiz

Al lado de la gallina telegrafista y de Vargas el averiguador, el planeta de la infancia lo habitaba un montón de criaturas extrañas entre las que se encontraba la mujer de garabato. He vuelto a recordar esta semana a la mujer de garabato, a raíz de un intercambio epistolar que he sostenido con una de mis lectoras de Vivir en el poblado.  La semana pasada empecé mi columna de por allá diciendo que “el internet” era una cosa agridulce. Al día siguiente recibí un mensaje en el que se me informaba que no se decía “el internet”, sino  “la internet”, porque se trata de una red, y que en mi posición tenía el deber de dar un buen ejemplo a los lectores.
Confieso que mi primera reacción fue sentirme culpable. Pero luego se me ocurrió que la precisión era más o menos imprecisa. Le agradecí a la lectora el  comentario y, en mi defensa, le dije que todo el concepto internet también se podía traducir como “sistema”, con toda esa familia de palabras masculinas de remoto origen griego terminadas en “ma”, como poema o esquema o problema. También le aseguré que no tenía la intención de menospreciar al género femenino, que me despierta toda clase de simpatías. Poco después recibí un mensaje suyo en el que me decía que apreciaba mi respuesta y que le parecía correcta. Esa noche me fui a dormir tranquilo, pensando en la dulzura de mi amada. Dormí como un lirón, a pierna suelta, pero después me levanté convertido de nuevo en un peligro social. La lectora había consultado a un amigo suyo ingeniero de sistemas, quien había dictaminado que el internet era mujer. Cuando logré sacudirme la culpa pude responder:
“No dudo que tu amigo ingeniero de sistemas sabe lo que es un sistema. Pero, como soy casi tan terco como tú, pienso que aún puedo defenderme. Lo que en el mundo hispano se suele llamar “la red” viene del término inglés “net”, que en su lengua original no tiene género. De manera que nuestro atrevimiento de ponerle falda o pantalones al internet viene de la traducción más frecuente que hacemos de net, esto es “red”, que en nuestro mixto lenguaje, no lo discuto, es una palabra femenina. Pero, qué tal si en lugar de la palabra red, la que predominara fuera “trasmallo”, por ejemplo, que es una hermosa denominación que en los pueblos del Caribe le dan a lo que  los angloparlantes llaman “net”. Como ves, el hecho de que llamemos red a la red es una cosa cultural y hasta socioeconómica. Si los costeños fueran una potencia mundial, todos estaríamos hablando del trasmallo: ‘se me cayó la conexión del trasmallo’, ‘voy a revisar mis mensajes en el trasmallo’.
La lectora y yo somos ahora grandes amigos. Pero he vuelto a recordar esa historia incompleta que misia Nubia mencionaba a cada rato: “este mugroso es más terco que la mujer de garabato”. Recuerdo que una vez le pregunté en qué consistía la terquedad de la mujer de garabato y lo único que me dijo es que, al morir ahogada, la mujer sacó el último dedito por fuera del agua y dibujo un garabato.  La historia es de una ambigüedad moral inquietante: ¿por qué murió ahogada?, ¿qué papel jugó garabato en esa muerte?, ¿cuáles fueron esas otras manifestaciones de su terquedad?  Me temo que nunca sabré la respuesta a esas preguntas. De la mujer de garabato sólo conozco ese dedito arqueado, pero ha tenido una influencia decisiva en mi vida, ignoro si para bien o para mal. En cuanto a la lectora que se empeña en que yo sea un buen ejemplo, pensamos reunirnos en un cibercafé. Tenemos decidido agarrar al internet y entonces subir su falda o bajar sus pantalones, ese método antiquísimo y todavía infalible para saber si una cosa es ella o él.


Oneonta, septiembre de 2010.
 Publicado en el periódico Centrópolis.




martes, 2 de diciembre de 2014

TELONES DE PAPEL. El cine en la obra de Julio Cortázar

Ponencia presentada en el encuentro de críticos de cine organizado en Pereira, en octubre de 1997. Texto incluido en Un tal Cortázar y otros pasos en las huellas.




Antes de entrar a definir el territorio de esta charla, quiero leer un fragmento de ‘Queremos tanto a Glenda’, el cuento que dio nombre al libro de relatos publicado por Julio Cortázar a finales de 1980:
“Uno va al cine o al teatro y vive su noche sin pensar en los que ya han cumplido la misma ceremonia, eligiendo el lugar y la hora, vistiéndose y telefoneando y fila once o cinco, la sombra y la música, la tierra de nadie y de todos allí donde todos son nadie, el hombre o la mujer en su butaca, acaso una palabra para excusarse por llegar tarde, un comentario a media voz que alguien recoge o ignora, casi siempre el silencio, las miradas vertiéndose en la escena o la pantalla, huyendo de lo contiguo, de lo de este lado.”
Quiero aprovechar esta descripción de la fuga, para proponerles -como tantas veces lo hizo Cortázar- que huyamos a lo otro, al otro lado de las relaciones entre el cine y la literatura, y nos instalemos por un momento en el mundo de la palabra escrita.
 Soy consciente de que este lado -el del cine- también daría bastante que decir a propósito de Julio Cortázar. En la memoria de muchos de nosotros aún quedan imágenes de Blow up, la película de Antonioni inspirada en el cuento de Cortázar Las babas del diablo. Larga es la lista de relatos de Cortázar llevados al cine: Circe’, ‘Cartas de mamá’, ‘Continuidad de los parques’, ‘El ídolo de las Cícladas’, ‘El otro cielo’, ‘Pérdida y recuperación del cabello’ y hasta ‘El perseguidor’, con música de Gato Barbieri.


Se han hecho versiones cinematográficas en torno a algunos apartes de Rayuela y, como hecho curioso, la televisión colombiana fue testigo de la única versión de Los Premios, la primera novela de Cortázar, una completa tragedia escenográfica en la que lo único rescatables eran las escenas en que Amparo Grisales se bañaba en su camarote de cartón-paja.
Pero, en lugar de proponerles un recorrido por la filmografía cortazariana, quiero invitarlos a un paseo por la obra del escritor argentino, sin duda uno de los autores latinoamericanos que mayor atención han concedido al cine en su obra literaria, al lado del también argentino Manuel Puig, el cubano Guillermo Cabrera Infante y el mexicano Carlos Fuentes.
Un recorrido como éste nos permitirá apreciar un asombroso catálogo de la historia del cine y, al mismo tiempo, servirá como testimonio para entender la forma como el cine se asoma e influye en las demás manifestaciones del arte, específicamente en las obras literarias.
Desde sus primeros relatos, cuando sólo era un modesto profesor de provincia en la Argentina, Cortázar menciona directores de cine para alinderar su propia cultura, que ya entonces era amplia.
En Distante espejo, un relato de 1943, sólo publicado tras la muerte de Cortázar, Gabriel Medrano, el alter-ego de ocasión, describe su vida en Chivilcoy de la siguiente manera:
“Agregaré, para ilustración total del ambiente en que me muevo, lo poco que resta de sus elementos: poemas en abrumadora cantidad, la quinta edición de Noticias Gráficas, una botella de whisky Mountain Cream, un tablero de cartón donde arrojo discretamente el cortaplumas, reproducciones de cuadros de Gauguin, Van Gogh y Giotto (...) y algunas pocas salidas al cine, cuando por inexplicable equivocación la empresa local trae una película de René Clair, de Walt Disney, de Marcel Carné”.
En su primera novela, El examen, una historia marcadamente autobiográfica, escrita en 1950, publicada también después de su muerte, Cortázar recurre al mismo mecanismo para definir sus hallazgos al regresar a Buenos Aires, donde se encontró con corrientes culturales y artísticas que su vida de provincia le había negado.
Allí vemos la primera mención de Chaplin -por quien siempre sintió una deuda de gratitud- y del Acorazado Potemkim, una de las películas preferidas de Cortázar, que reaparecería años después, en “Rayuela”, como la preferida de la Maga.
En 1951, pocos meses después de la publicación de su primer volumen de relatos, Bestiario, Cortázar viajó y se radicó de manera definitiva en París.
Mucho se ha dicho sobre el profundo significado de este viaje en la vida y en la obra de Cortázar. Como él mismo lo expresó, París fue su camino de Damasco y, al caer de su caballo imaginario, Cortázar comprendió que el mundo y el arte eran mucho más amplios y complejos que lo que había podido intuir desde la Argentina.
En Francia, Cortázar tuvo acceso a manifestaciones artísticas definitivas en la evolución de su obra y, a la influencia de la literatura misma, sumó la creciente influencia de la música, la pintura y el cine.
Ya para 1960, año de la publicación de la novela Los Premios, el cine es un tema recurrente en las conversaciones de los personajes. En diversos momentos y circunstancias, hay en Los Premios referencias a Boris Karloff, James Dean, Errol Flyn y, en una de las escenas más divertidas de la novela, la caótica conversación entre Atilio Presutti, la Nelly, doña Rosita y doña Pepa, desfilan -como animales de circo- Esther Williams, Norma Talmadje, Lilian Gish, Marlene Dietrich, Charles Boyer y Lo que el viento se llevó.
Con todo y el desfile, hasta ese momento, la presencia del cine en la obra de Cortázar es sólo referencial. Es en “Rayuela”, la famosa antinovela publicada en 1962, donde el cine ocupa un papel protagónico.
Ya en el primer capítulo del libro podemos leer:
“Y entonces en esos días íbamos a los cineclubs a ver películas mudas, porque yo con mi cultura, no es cierto, y vos pobrecita no entendías absolutamente nada de esa estridencia amarilla convulsiva previa a tu nacimiento, esa emulsión estriada donde corrían los muertos; pero de repente pasaba por ahí Harold Lloyd y entonces te sacudías el agua del sueño y al final te convencías de que todo había estado muy bien y que Pabst y que Fritz Lang”.
En el capítulo 60, Morelli −el escritor en permanente reflexión sobre su arte– hace una lista de reconocimientos, de deudas de gratitud, que no alcanzó a incorporar en su obra publicada. Allí, en medio de escritores, pintores, músicos y antiguos poemas épicos, aparecen Buñuel, René Clair y hasta Chaplin “tachado con un trazo muy fino, como si fuera demasiado obvio para citarlo”.
En Rayuela, el cine se convierte en herramienta estilística con usos diversos. Por un lado, decenas de títulos de películas aparecen camufladas en diferentes momentos narrativos. Veamos algunos ejemplos. Aquí, en medio del relato, aparece una película de Hitchcock:
“Traveler se asomó al pozo caliente, miró la calle donde un diario abierto se dejaba leer indefenso por un cielo estrellado y como palpable. La ventana del hotel de enfrente parecía más próxima de noche, un gimnasta hubiera podido llegar de un salto. No, no hubiera podido. Tal vez con la muerte en los talones, pero no de otra manera. Ya no quedaban huellas del tablón, ya no había paso.”
Y aquí, en este juego de palabras, una actriz:
“Porque en realidad él no le podía contar nada a Traveler. Si empezaba a tirar del ovillo iba a empezar a salir una hebra de lana, metros de lana, lanada, lanagnórisis, lanatúrner, lannapurna, lanatomía, lanata, lanatalidad, lanacionalidad, lanaturalidad, la lana hasta lanaúsea pero nunca el ovillo”.
También un par de cintas de los hermanos Marx:
“Órbitas aisladas, de vez en cuando dos manos que se estrechan, una charla de cinco minutos, un día en las carreras, una noche en la ópera, un velorio donde todos se sienten un poco más unidos”.
Quizá la presencia más notoria del cine en el estilo de Cortázar, es la utilización de actrices famosas para caracterizar sus personajes. El recurso se utiliza con tanta frecuencia que podría decirse que es un rasgo distintivo del estilo Cortázariano.
En el capítulo 48 de Rayuela, cuando Oliveira regresa a Buenos Aires, encuentra en el puerto a su viejo amigo Traveler y a la esposa de éste, Talita, “con un gato en una canasta y un aire amable y Alida Valli”.
Más adelante, en un patio bonaerense, la Cuca “sacaba una polverita y se arreglaba con un gesto de directora clínica, algo entre Madame Curie y Edwidge Feuillère.
Y en el capítulo 92:
“Pola tocaba a veces la guitarra, recuerdo de un amor de altiplanicies. En su pieza se parecía a Michelle Morgan, pero era resueltamente morocha.”
Pero no es sólo a nivel formal que se da la presencia del cine en Rayuela.
En la pasión con que el doctor Ovejero -el director del manicomio- guarda una foto de Mónica Vitti, podemos ver los principios de un fetichismo que será desarrollado de manera más amplia en obras posteriores.
A partir de Rayuela, el cine deja de ser una referencia o un simple tema de conversación, y pasa a formar parte de las pasiones, obsesiones y fantasmas de los personajes de Cortázar. En el capítulo 32, la Maga le dice a su hijo Rocamadour:
“Horacio me trata de sentimental, de materialista, me trata de todo porque no te traigo o porque quiero traerte, porque renuncio, porque quiero ir a verte, porque de golpe comprendo que no puedo ir, porque soy capaz de caminar una hora bajo el agua si en algún barrio que no conozco pasan Potemkim y hay que verlo así se caiga el mundo.”
Ahora el cine se conecta con las obsesiones más íntimas de los personajes. La Maga se conmueve una y otra vez con ese cochecito que rueda sin esperanza por las escalinatas del puerto de Odessa.
Talita, por su parte, “tasca el freno de unos celos puramente artísticos en la oscuridad del cine Presidente Roca”, y lleva a su esposo Traveler a reconciliarse con la vida viendo a Marilyn Monroe.

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En la última novela de Cortázar, Libro de Manuel, publicada en 1973, uno de los hilos narrativos principales es un sueño del protagonista que transcurre en un extraño teatro de cine.
El personaje intenta, a lo largo de la obra, encontrarle respuesta al enigma de ese sueño, a la extraña disposición de las sillas en el teatro y al filme de misterio de Fritz Lang que se proyectaba en el telón.
Como un reconocimiento adicional al estrecho vínculo que existe entre el cine y la cultura contemporánea, La Joda, el grupo de la novela, tiene entre sus actos de subversión el sabotaje a las películas que más emoción producen en los espectadores.
“Y entonces justo cuando la Brigitte comienza a convertir la pantalla en uno de los momentos estelares de la humanidad, o más bien en dos y qué dos, che, eso no se impugna ni contesta (...), en ese momento justo Patricio se levanta y produce un espantoso alarido que dura y dura y dura ...”
 El cine reaparece en otro de los clímax de la novela, el momento en que Lonstein encuentra alguien dispuesto a escucharle su elaborada apología de la masturbación:
“Como a mí no me funciona la pareja y las mujeres me salen aburridas en todos los planos, he tenido que crear mi propia dialéctica onanista, mis fantasías todavía no escritas pero tanto o más ricas que la literatura erótica.”
A estas palabras, Andrés Fava, el alter ego de Cortázar responde:
“En fin, cuando yo me masturbaba a los quince o dieciséis años lo hacía imaginándome que tenía en los brazos a Greta Garbo o Marlene Dietrich, cosa que, como ves, no era una pavada, de manera que se me escapa el mérito especial de sus fantasías.”
Escuchemos a Lonstein, antes de dejarlo a solas con su onanismo:
“No es tanto por ese lado, aunque también admite desarrollos más vertiginosos de lo que te imaginas con tus Gretas y tus Marlenes, pero lo que cuenta es la ejecución, y en eso está el arte. Para vos la cosa es una mano bien empleada, ignorás que precisamente el primer peldaño hacia la verdadera cúspide del fortrán consiste en la eliminación de toda ayuda manual.”




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Y así llegamos a nuestro punto de partida, el cuento Queremos tanto a Glenda, publicado por Cortázar en 1980.
Queremos tanto a Glenda nos cuenta la historia de un núcleo de personas que se encuentran y se unen en torno a su admiración desaforada por la actriz de cine Glenda Garson.
Las películas que se le atribuyen a la actriz idolatrada (El látigo, El fuego en la nieve Los frágiles retornos, El uso de la elegancia) terminan por aclarar que se trata de una versión literaria de la actriz inglesa Glenda Jackson.
Con el paso del tiempo y las películas, el núcleo comprende que su misión va mucho más allá de reunirse después del cine a comentar la actuación de Glenda Garson.
Gracias a la solvencia económica que Cortázar le concede a uno de los personajes (lo hace socio de Howard Hughes en unas minas de estaño en el Paraguay), el núcleo se impone la tarea de recoger todas las copias existentes de las películas menos perfectas de Glenda Garson (aquellas estropeadas por los directores, nunca por Glenda) para arreglarlas haciendo cambios en la edición.
Aquí el relato se parece a Pérdida y recuperación del cabello, un cuento publicado en Historias de cronopios y de famas, ya que los personajes rastrean el mundo entero, llegan incluso a invadir filmotecas privadas en los Emiratos Árabes para recuperar todas las copias de las películas y regresarlas luego modificadas.
Cuando la tarea ha terminado, el Núcleo recibe con alegría la noticia de que Glenda Garson se retira del cine y entienden que ese es el final justo y oportuno para una carrera sin mácula.
Pero la historia cambia de rumbo un año más tarde, cuando la actriz siente nostalgia del cine y decide regresar. Al conocer esta noticia, el Núcleo sostiene la última y más tensa de sus reuniones, al final de la misma tienen claro lo que hay que hacer para impedir que Glenda destruya la perfección alcanzada. Irazusta, el adinerado de la historia y uno de los fundadores del Núcleo, se encargara de todo, y todo, para decirlo en pocas palabras, está prodigiosamente condensado en la última frase del relato:
“Queríamos tanto a Glenda que le ofreceríamos una última perfección inviolable. En la altura intangible donde la habíamos exaltado, la preservaríamos de la caída, sus fieles podrían seguir adorándola sin mengua; no se baja vivo de una cruz”.

Hasta aquí, ‘Queremos tanto a Glenda’ no es más que un cuento en el que Cortázar rinde homenaje al cine y a una actriz amada.
Lo sorprendente, lo que hace de este relato y sus circunstancias algo fuera de lo común, ocurrió dos semanas después de la aparición en México de la primera edición del libro Queremos tanto a Glenda.
Cortázar estaba en San Francisco dictando un curso en la Universidad de Berkeley. Por una circunstancia divertida, que todavía podía llamarse coincidencia, estaba anunciada en un teatro local una película titulada Hopscotch, justamente el título con que había sido publicada en inglés la novela “Rayuela”.
En este punto resulta oportuno subrayar la importancia que Cortázar concedió en su vida a esos extraños encuentros, a esas insólitas figuras que construye la realidad y que la gente llama comúnmente coincidencias.
Para Cortázar, las coincidencias eran algo así como mensajes cifrados que provienen de otros niveles de la realidad. Se negaba a creer que ciertas conexiones fueran un producto gratuito del azar.
Justamente las figuras, como las llamó, son uno de los componentes más poderosos de su obra. En Rayuela, los personajes se mueven por las calles de París atentos a esas señales que casi nadie percibe, a esos instantes fugaces en que otras dimensiones parecen revelarse. Otra novela de Cortázar 62/ Modelo para armar explora de manera exhaustiva la idea de que, más que nuestras pasiones o psicologías, lo que rige la vida de los hombres son movimientos triviales, exteriores a nosotros y casi siempre inexplicables.
 Por eso significó tanto para Cortázar descubrir que la protagonista de la película con el nombre de su novela era, y no podía ser otra, que Glenda Jackson:
“Todo se dio en un segundo, pensé irónicamente que había venido a San Francisco para hacer un cursillo con estudiantes de Berkeley y que íbamos a divertirnos con la coincidencia del título de esa película y el de la novela que sería uno de los temas de trabajo. Entonces, Glenda, vi la fotografía de la protagonista y por primera vez fue el miedo. Haber llegado de México trayendo un libro que se anuncia con su nombre, y encontrar una película que se anuncia con el título de uno de mis libros, valía ya como una bonita jugada del azar que tantas veces me ha hecho jugadas así; pero eso no era todo, eso no era nada...”
Dejemos que el mismo Cortázar cuente la historia en Botella al mar, una carta abierta a Glenda Jackson escrita al calor de la emoción y publicada posteriormente en Deshoras, su último libro de relatos:
“Abreviaré un resumen que poco nos interesa ya. En la película usted ama a un espía que se ha puesto a escribir un libro llamado Hopscotch, a fin de denunciar los sucios tráficos de la CIA, del FBI y del KGB, amables oficinas para las que ha trabajado y que ahora se esfuerzan por eliminarlo. Con una lealtad que se alimenta de ternura usted lo ayudará a fraguar el accidente que ha de darlo por muerto frente a sus enemigos; la paz y la seguridad los esperan luego en algún rincón del mundo. Su amigo publica Hopscotch, que aunque no es mi novela deberá llamarse obligadamente Rayuela cuando algún editor de best-sellers la publique en español. Una imagen hacia el final del libro muestra ejemplares del libro en una vitrina, tal como la edición de mi novela debió estar en algunas vitrinas norteamericanas cuando Patheon Books la editó hace años. En el cuento que acaba de salir en México yo la maté simbólicamente, Glenda Jackson, y en esta película usted colabora en la eliminación igualmente simbólica del autor de Hopscoth. Usted, como siempre, es joven y bella en la película, y su amigo es viejo y escritor como yo. Con mis compañeros del Club entendí que sólo en la desaparición de Glenda Garson se fijaría para siempre la perfección de nuestro amor; usted supo también que su amor exigía la desaparición para cumplirse a salvo. Ahora, al término de esto que he escrito con el vago horror de algo igualmente vago, sé de sobra que en su mensaje no hay venganza sino una incalculablemente hermosa simetría, que el personaje de mi relato acaba de reunirse con el personaje de su película porque usted lo ha querido así, porque sólo ese doble simulacro de muerte por amor podía acercarlos. Allí, en ese territorio fuera de toda brújula usted y yo estamos mirándonos, Glenda, mientras yo aquí termino esta carta y usted en algún lado, pienso que en Londres, se maquilla para entrar en escena o estudia el papel de su próxima película”.

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Así, con esa incalculablemente hermosa simetría, con ese viejo escritor que se mira a los ojos con la actriz amada en otro nivel de realidad, llega a su punto culminante la presencia del cine en la obra de Julio Cortázar.
El cine fue referencia constante, guiño, metáfora, pasaje (la oscuridad del teatro fue un camino para llegar a lo otro: como los puentes, el metro o los tablones) y, lo más importante, el cine se instaló en la obra de Cortázar como uno de sus fantasmas principales, centro de sus obsesiones y figura protagónica en esa película de perseguidores y perseguidos que fue toda su obra.
Quizá ningún otro escritor latinoamericano entendió como él, que el cine es una prodigiosa extensión de los mismos sueños, las mismas fantasías, los mismos horrores que por siempre han estremecido al hombre cada vez que se ha quedado a solas consigo mismo en la tierra de nadie, allí donde todos son nadie.