miércoles, 17 de diciembre de 2014

Ovidio fue mi preceptor

 

Ovidio fue mi preceptor. Vino en mi auxilio cuando el inoportuno orgullo (quizá no fuera orgullo, después de todo, sino la preocupación por el juicio que mis actos podían producir en los demás) trató de moderarme. "Despojaos de toda vanidad los que deseáis un amor duradero", me dijo, en el momento justo, y adquirí entonces la deuda que ahora estoy pagando.
Era un placer servirte, correr antes de tu llamado, antes de que expresaras tus deseos. Recuerdo una noche. Pensé que no vendrías. Pensé que sería igual a la primera. Había más gente en la casa de Duarte. Varias soledades deambulaban por la casa. Una de ellas había logrado anticiparse y asumir el control de la música y el fuego.
Escogí la zona oscura, el césped menudo frente a la casa. Me hice una almohadilla con las manos y me recosté a mirar el cielo. Me pregunté si moriría sin saber cuál era la osa mayor. Pensé que en un tiempo remoto las estrellas me habían fascinado, me habían absorbido casi hasta la locura. Pronto estaba tratando de ver dibujado tu rostro en alguna galaxia. Me parecía imposible que no hubiera una galaxia con la forma de tu rostro. Veía una raqueta, un arco, una ardilla sentada; pero no conseguía dar con tu figura. Recordé que el universo seguía más allá y pensé que tu galaxia estaba tan oculta para mí como tú misma. Pero esa idea no me agobiaba como ahora. Sabía dónde localizarte al día siguiente si al final no llegabas. Fue una suerte no saber lo que tu ausencia llegaría a pesarme.
Pensé también que era posible que tu rostro sí estuviera en las estrellas, que mi problema era que estaba en la galaxia equivocada, que tal vez desde otro planeta fuera posible verte sonriendo.
Pero llegaste. Primero fueron las luces, luego el ruido del motor. Deseé que fueras tú y eras tú, pero disgustada, bajando de un carro con las latas arrugadas a un costado, con la ropa y el pelo llenos de barro. Recuerdo que estabas furiosa, que saludaste seca a Duarte y a Adelaida, que pediste permiso para ir al que empezaba a ser tu cuarto. Recuerdo que al mirarme me lanzaste una mirada fulminante.
Corrí detrás de ti, en medio de personas que reían por un chiste general. Te encontré sentada en la cama. Desde el baño venía una ligera claridad. Estabas llorando. Me acerqué. Me agaché para ver mejor tu rostro. Mirabas al frente, la pared de madera, la puerta del baño. Retiré el cabello sucio de tu cara, lo alojé sobre tu hombro, esperé a que me miraras.
“Te busqué”, dijiste. "Me sentí tan sola".
No te pude decir nada. Sentí pena y alegría. Te quité las botas sucias y acaricié tus pies, fingí darte un masaje que no habías pedido pero que tampoco tenías fuerzas para rechazar. Fue difícil contener el deseo de besarlos.
Dejaste que te quitara la chaqueta, aflojaste tus brazos, inexpresiva. Fui al baño a buscarte una toalla. Recibiste mi ayuda con una sonrisa que me gusta recordar. Soltaste dos botones de tu camisa y te detuviste. Te vi alejarte y ajustar la puerta del baño, sin cerrarla del todo. Mientras escuchaba el agua que caía sobre ti, me pregunté si pensaste que yo estaba muy cerca, atento a cada ruido, imaginando cada movimiento. Me pregunto si llegaste a imaginar el desconsuelo que sentí con esa luz que me llegaba de la puerta sin cerrar.
Al comienzo me había negado a pensar en tu cuerpo. Sentía que te ultrajaba, que te ensuciaba, que de alguna manera te perdería si te asociaba con impulsos de los que me avergonzaba. Pero en ese momento, imaginando tu cuerpo bajo el agua, la pugna se hizo casi insostenible. Allí, negándome a admitir que lo pensaba, imaginé que cumplía una cita contigo bajo el agua. Luego me replegué en la idea de que sólo debía actuar después de que me hubieras dado una señal.
Me pregunto si no estuviste dándome esa señal constantemente y sólo sucedía que yo no podía verla. He pasado el resto de mi vida preguntándome eso. He vuelto a mirar una y otra vez en la memoria cada gesto, cada palabra tuya, y mi castigo ha sido ver, sin una sombra de duda, la elocuencia de tu asentimiento.
Dejé de imaginar y me puse a buscarte otra ropa. Salí a hablar con Adelaida y le pedí que me ayudara. Me llevó al cuarto de Duarte y me entregó un pantalón suyo. Sonrió compasiva cuando puso en mi mano unos calzoncitos blancos.
“Es difícil no amarla", dijo.
Al regresar al otro cuarto puse la ropa sobre la cama. Seguías en el baño, pero ya no caía agua. Ya estabas vestida cuando volví de la cocina con un café caliente. De nuevo sonreías. Mirabas divertida mi cautela para no regar nada. Te echaste hacia atrás y reíste tendida en la cama.
“Apuesto a que lo riegas”.
“Apuesto a que no”.
Nunca supe qué gané.



Fragmento de La risa del muerto



No hay comentarios:

Publicar un comentario