Ovidio fue mi preceptor. Vino en mi
auxilio cuando el inoportuno orgullo (quizá no fuera orgullo, después de todo,
sino la preocupación por el juicio que mis actos podían producir en los demás)
trató de moderarme. "Despojaos de toda vanidad los que deseáis un amor
duradero", me dijo, en el momento justo, y adquirí entonces la deuda que
ahora estoy pagando.
Era un placer servirte, correr antes de
tu llamado, antes de que expresaras tus deseos. Recuerdo una noche. Pensé que
no vendrías. Pensé que sería igual a la primera. Había más gente en la casa de
Duarte. Varias soledades deambulaban por la casa. Una de ellas había logrado
anticiparse y asumir el control de la música y el fuego.
Escogí la zona oscura, el césped menudo
frente a la casa. Me hice una almohadilla con las manos y me recosté a mirar el
cielo. Me pregunté si moriría sin saber cuál era la osa mayor. Pensé que en un
tiempo remoto las estrellas me habían fascinado, me habían absorbido casi hasta
la locura. Pronto estaba tratando de ver dibujado tu rostro en alguna galaxia.
Me parecía imposible que no hubiera una galaxia con la forma de tu rostro. Veía
una raqueta, un arco, una ardilla sentada; pero no conseguía dar con tu figura.
Recordé que el universo seguía más allá y pensé que tu galaxia estaba tan
oculta para mí como tú misma. Pero esa idea no me agobiaba como ahora. Sabía
dónde localizarte al día siguiente si al final no llegabas. Fue una suerte no
saber lo que tu ausencia llegaría a pesarme.
Pensé también que era posible que tu
rostro sí estuviera en las estrellas, que mi problema era que estaba en la
galaxia equivocada, que tal vez desde otro planeta fuera posible verte
sonriendo.
Pero llegaste. Primero fueron las luces,
luego el ruido del motor. Deseé que fueras tú y eras tú, pero disgustada, bajando
de un carro con las latas arrugadas a un costado, con la ropa y el pelo llenos
de barro. Recuerdo que estabas furiosa, que saludaste seca a Duarte y a
Adelaida, que pediste permiso para ir al que empezaba a ser tu cuarto. Recuerdo
que al mirarme me lanzaste una mirada fulminante.
Corrí detrás de ti, en medio de personas
que reían por un chiste general. Te encontré sentada en la cama. Desde el baño
venía una ligera claridad. Estabas llorando. Me acerqué. Me agaché para ver
mejor tu rostro. Mirabas al frente, la pared de madera, la puerta del baño.
Retiré el cabello sucio de tu cara, lo alojé sobre tu hombro, esperé a que me
miraras.
“Te busqué”, dijiste. "Me sentí tan
sola".
No te pude decir nada. Sentí pena y
alegría. Te quité las botas sucias y acaricié tus pies, fingí darte un masaje
que no habías pedido pero que tampoco tenías fuerzas para rechazar. Fue difícil
contener el deseo de besarlos.
Dejaste que te quitara la chaqueta,
aflojaste tus brazos, inexpresiva. Fui al baño a buscarte una toalla. Recibiste
mi ayuda con una sonrisa que me gusta recordar. Soltaste dos botones de tu
camisa y te detuviste. Te vi alejarte y ajustar la puerta del baño, sin
cerrarla del todo. Mientras escuchaba el agua que caía sobre ti, me pregunté si
pensaste que yo estaba muy cerca, atento a cada ruido, imaginando cada
movimiento. Me pregunto si llegaste a imaginar el desconsuelo que sentí con esa
luz que me llegaba de la puerta sin cerrar.
Al comienzo me había negado a pensar en
tu cuerpo. Sentía que te ultrajaba, que te ensuciaba, que de alguna manera te
perdería si te asociaba con impulsos de los que me avergonzaba. Pero en ese
momento, imaginando tu cuerpo bajo el agua, la pugna se hizo casi insostenible.
Allí, negándome a admitir que lo pensaba, imaginé que cumplía una cita contigo
bajo el agua. Luego me replegué en la idea de que sólo debía actuar después de
que me hubieras dado una señal.
Me pregunto si no estuviste dándome esa
señal constantemente y sólo sucedía que yo no podía verla. He pasado el resto
de mi vida preguntándome eso. He vuelto a mirar una y otra vez en la memoria
cada gesto, cada palabra tuya, y mi castigo ha sido ver, sin una sombra de
duda, la elocuencia de tu asentimiento.
Dejé de imaginar y me puse a buscarte
otra ropa. Salí a hablar con Adelaida y le pedí que me ayudara. Me llevó al
cuarto de Duarte y me entregó un pantalón suyo. Sonrió compasiva cuando puso en
mi mano unos calzoncitos blancos.
“Es difícil no amarla", dijo.
Al regresar al otro cuarto puse la ropa
sobre la cama. Seguías en el baño, pero ya no caía agua. Ya estabas vestida
cuando volví de la cocina con un café caliente. De nuevo sonreías. Mirabas
divertida mi cautela para no regar nada. Te echaste hacia atrás y reíste
tendida en la cama.
“Apuesto a que lo riegas”.
“Apuesto a que no”.
Nunca supe qué gané.
Fragmento de La risa del muerto
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