Ninguno se casa con su madre, ni con su hija, ni
con su hermana. Ni han acceso carnal con ellas. En todos los otros sí. Y si
alguno lo hace con éstas, no es tenido por bueno, ni les parece bien a los otros.
El señor principal tiene tantas mujeres como quiere. Los otros tienen dos o
tres, si les pueden dar de comer. Y no toman por mujer a la de lengua o gente
extraña. Y los señores procuran que sean hijas de otros señores, o al menos de
linajes principales, de sacos o cabras, y no plebeyos, salvo si alguna es tan
bien dispuesta que, siendo ella su vasallo, el señor la quiera.
El primer hijo
varón sucede en el Estado. Faltándoles un hijo, heredan las hijas mayores, y
los padres las casan con los principales vasallos suyos. Pero si del hijo mayor
quedaron hijas y no hijos, no heredan esas hijas, sino los hijos varones de la
segunda hija, porque aquella ya se sabe forzosamente que es de su generación.
Así, el hijo de mi hermana es indudablemente mi sobrino, y nieto de mi padre,
pero el hijo o hija de mi hermano se puede poner en duda.
Algunas veces los
indios de Cueva dejan las mujeres que tienen, y aun las truecan unas por otras
o las dan en precio de otras cosas, y siempre les parece que gana en el trueco
el que la toma más vieja. Estiman que la mujer cuando es vieja ya tiene
asentado el juicio y les sirve mejor, y de las tales tienen menos celos. Estos
truques de mujeres los hacen sin que mucha ocasión preceda, sino la voluntad de
uno o de entrambos, en especial cuando ellas no paren, porque cada uno acusa el
defecto de la generación ser del otro, y desta causa, si después de dos años o
antes la mujer no se hace preñada, presto se acuerdan en el divorcio. Y esta
separación se ha de hacer estando la mujer con el menstruo o camiasa, porque no
haya sospecha de que iba preñada del que la repudia o la deja.
Comúnmente, las
mujeres de Cueva son buenas personas, aunque no faltan otras que de grado se
conceden a quien las quiere. Son muy amigas de los cristianos las que con ellos
han tenido alguna conversación, porque dicen que son amigas de hombres
valientes. Y ellas son más inclinadas a hombres de esfuerzos que a los cobardes,
y quieren más a los gobernadores y a los capitanes que a los otros inferiores.
Y se tienen por más honradas cuando uno de los tales las quiere bien. Y si
conocen a algún cristiano carnalmente, le guardan lealtad, si no está mucho
tiempo apartado o ausente, porque ellas no tienen por fin el ser viudas, ni
castas religiosas.
También hay
algunas que públicamente se dan a quien las quiere, y a las tales llaman
irachas, porque por decir mujer, dicen ira, y a la que es de muchos y
amancebada dicen iracha, como vocablo plural, es decir muchas mujeres o también
mujer de muchos. Hay otras tan amigas de la libidine, que si se hacen preñadas
toman cierta hierba con que luego lanzan y mueven la preñez. Dicen estas que
las viejas han de parir, que ellas no quieren estar ocupadas para dejar sus
placeres, ni empreñarse para que, en pariendo, se les aflojen las tetas, de las
cuales se precian en extremos. Soy testigo de que las tienen firmes y buenas.
Pero cuando paren
se van al río muchas dellas, y se lavan la sangre y purgación, y luego les
cesa. Y pocos días dejan de hacer ejercicio en todo, por causa de haber parido,
y se cierran de manera que —según he oído a los que a ellas se dan— son tan
estrechas mujeres en ese caso, que con pena los varones consuman sus apetitos,
y las que no han parido, aunque hayan conocido varón, están que parecen casi
vírgenes.
Dicho he como
traen sus partes honestas cubiertas, pero también en algunas provincias ninguna
cosa se cubren. A la mujer, como dije se le llama ira, y al hombre chuy. Pero en
algunas provincias al hombre lo llaman ome.
En esta provincia
de Cueva hay asimesmo sodomitas abominables, y tienen muchachos con quienes
usan aquel nefando delito, y los traen con naguas o en hábito de mujeres, y se
sirven de los tales en todas las cosas y ejercicios que hacen con las mujeres:
así en hilar, como en barrer la casa, y en todo lo demás, y estos no son
despreciados ni maltratados por ello.
Y al paciente lo
llaman camayoa, y los tales camayoas no ayudan a otros hombres sin licencia del
que los tiene, y si lo hacen se les castiga con la muerte. Algunos principales
que incurren en este error se ponen sartales y puñetes de cuentas y otras cosas
que por arreo usan las mujeres, y no se ocupan en el uso de las armas, ni hacen
cosas que los hombres ejerciten, sino como es dicho en las cosa feminiles de
las mujeres. Los camayoas son muy aborrecidos por las mujeres, pero como éstas
son muy sujetas a sus maridos, no osan hablar sino pocas veces o con los
cristianos, porque saben que les desplace tan condenado vicio.
Gonzalo Fernández de Oviedo, en Santa María del Diablo
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