sábado, 13 de diciembre de 2014

La niña y el gigante

a Isabella
 El hombre en la foto me resulta familiar. Tiene uno de esos rostros que uno sabe que ha visto en algún lado. El nombre está en la punta de la lengua y uno siente que apenas recupere esos sonidos todo se pondrá en marcha, el cuarto de la foto se llenará de vida, se escucharán las risas de la novia, los suspiros del hombre, las bromas de quien tomó la foto sabiendo que atrapaba un trozo de existencia sublime y doloroso, dichoso y peregrino.


La niña de la foto está feliz y enamorada. El brazo gigantesco que su novio le pasa por los hombros parece que la aplasta, pero ella no se queja, se apoya con un brazo en la rodilla para mantenerse erguida, levanta la mirada hacia su hombre, lo mira fascinada, como si no creyera que una alegría así fuera posible en esta vida.
La foto es una de esas que pierden los colores lentamente. Tiene un cuarto de siglo y, si alguien no se apura a sacar una copia, pronto será imposible distinguirles los rasgos, detalles de vestidos, armarios y miradas, cortinas y retratos, muñecas que dormitan en la cama.
La niña está de blanco, tiene un cabello rubio y contenido detrás de las orejas, su sonrisa es de éxtasis, se esfuerza inútilmente con el brazo por abarcar la espalda del gigante.
El cabello del hombre es oscuro, ondulado. Lleva un pantalón gris de bota estrecha, que se ciñe a las piernas musculosas. La camiseta oscura tiene las mangas cortas; igual podría decirse azul o negra. La mirada es muy triste. La sonrisa no llega.
Si uno acerca los ojos a la foto empieza a verla borrosa y trastocada, considera posible saltar al otro lado, sentir lo que sienten, vivir lo que viven. Entonces ya la imagen no es ajena, como si el corazón –y no los ojos– fuera el que la mirara.
El hombre en la foto es el hombre más triste de la tierra. Unos meses atrás sostuvo entre las manos el cuerpo de su padre asesinado. Un silencio oscuro y muy helado se le metió en el alma cuando limpió la sangre que le mojó las yemas de los dedos. Se convirtió en un ente, una casa vacía, un barco a la deriva. Tardó casi dos meses para poder llorar y, cuando al fin lo hizo, nunca pudo parar.
Cuando miro los ojos del hombre de la foto, cuando miro sus gestos de muerto sin sosiego, me pregunto qué fuerza, qué milagro secreto consiguió mantenerlo con vida, qué prodigiosa mano de otros mundos lo salvó del error de la venganza, del daño irreparable de reaccionar matando.
La niña que aplasta contra su costado es el ser más dichoso de la tierra. Los ojos de aquel hombre la buscaron por entre multitudes: “Eres la más hermosa que he encontrado, la más dulce y más tierna”, le había dicho el gigante, sin esperar a cambio, sin malicia o pecado. “Un día volveré para buscarte y vamos a casarnos”.
Después de aquella foto volvieron a encontrarse un par de veces. Él recobró la sonrisa mirando aquella niña a la que el corazón quería salírsele por la boca cada vez que lo miraba.
Pero luego sus vidas se apartaron.
La niña guardó aquel recuerdo, cuidando que no se le ensuciara con rabia o esperanza. Cada vez que miraba la foto volvía a preguntarse cómo estaría su gigante, en qué lugar del mundo andaría suspirando.

El hombre tardó mucho en comprender que aquel amor, quizá el más verdadero de todos los que habría de encontrarse, había sido un regalo, por toda la tristeza, por el coraje inmenso de nunca haber matado.

De "Una noche en el bosque".




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