Este jueves se acaba aquí en el País del Sueño un
programa llamado The Colbert Report.
Nunca hubo ni habrá una serie como esa, y la tristeza es semejante a la que
tuve hace veinte años, cuando se terminó Los
años maravillosos. ¿Por qué hablar de un programa de la televisión gringa?
Quizá porque en Colombia hay poco humor. Hay matoneo sonriente, hay chistes
automáticos con todo lo notable, hay risas humilladoras, hay menciones
maliciosas y poses irreverentes, pero humor, humor de sátira, humor inteligente
y compasivo, humor que se ríe de sí mismo, esas cosas raras veces podemos
encontrarlas.
Colbert —el personaje de Colbert que morirá este jueves—
nació en otro programa llamado The Daily
Show. Allí tenía ocasionales apariciones esa parodia del hombre blanco
privilegiado, ególatra, con ideas retrógradas, fanático e insensible a los
que no son cómo él. Tan divertido era ese idiota que muy pronto surgió la
necesidad de darle un programa. Así empezó The
Colbert Report. Algunos críticos le pronosticaron dos semanas de vida.
Consideraban la idea descabellada (en inglés las palabras más hermosas son las
que hablan del absurdo: preposterous, ludicrous, farfetched). Pero Colbert
fue germinando. La gente empezó a apreciar a este hombre que se vestía con la
piel y la actitud de lo más feo del alma gringa, para poner en evidencia su
maldad y su ridículo. Nueve años y mil quinientos episodios más tarde, Colbert
es el hombre más influyente de la televisión norteamericana y se dispone a
sentarse en el trono que antes ocuparon David Letterman y Johnny Carson.
Colbert ha hecho cosas que parecen inimaginables. Hace
ocho años, durante la cena de corresponsales en la Casa Blanca, trapeó el salón
de eventos con George Bush. Por la vía de la humildad, le dijo en la cara todos
los sinónimos de imbécil. Hace unos días, Colbert hizo ver a Barack Obama como
un hombre sin gracia y muerto del susto frente a una cámara. Aquella vez
hablaron del hombre más poderoso del mundo libre y Obama creía que hablaban de
él.
Colbert se ha venido despidiendo de manera apoteósica.
Ha invitado a hacer donaciones y rifará su escritorio y su chimenea entre los
que colaboren. El jueves pasado entrevistó a un dragón que destruyó parte del
set. Ese día hizo también uno de los chistes más divertidos de sus nueve años.
El dueño de Fox —el ciudadano Kane de nuestro tiempo— se llama Rupert Murdock y
su palabra, en muchos ámbitos, es palabra de Dios. Murdock dicta lo que la
gente debe pensar y cómo se debe medicar. Lo que él dice sale por miles de
bocas en sus canales y emisoras. Hay que tener los pantalones bien puestos para
meterse con ese tipo. El jueves pasado Colbert habló de Murdock en relación con
un tema más general y, cuando apareció la foto del viejo terco, de pelo teñido
y con papada, el todopoderoso ante quien todo el mundo se doblega, Colbert hizo
de paso una caricatura que es todo un clásico. Describió al personaje como el
primer sobreviviente “de un trasplante de escroto a la cara”. Creo que me reiré
por mucho tiempo de ese chiste: de lo casual del apunte, de lo brutal e
inesperado de la imagen, de la disolución de jerarquías y del patetismo humano
que quedó contenido en ese comentario.
Recordaré a Colbert con gran nostalgia. Dudo que su paso
al principal programa de televisión norteamericana le permita tener las
libertades que tuvo con su caricatura de la mezquindad humana. The Colbert Report es una de las obras
de arte más completas y finas de estos tiempos tan torpes y deteriorados.
Publicado en Vivir en El Poblado el 17 de diciembre de 2014 .
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