jueves, 4 de diciembre de 2014

Razones por las que releo

La columna "Relecturas", de Vivir en El Poblado.

  
   Estaba buscando las gafas y las tenía puestas. ¿Alguien necesita otra prueba de senilidad? Me disponía a escribir la columna de Vivir en El Poblado —y apenas caigo en la cuenta de que la estoy escribiendo—, porque se me ocurrió algo para decir y lo mejor será que lo diga, comenzando en el párrafo que está aquí no más abajito.

Si los lectores supieran la alegría que sienten los columnistas cuando alguno les escribe, soltarían el periódico que leen y escribirían. El drama nacional se titula “El colum­nista no tiene quien le escriba”, porque entre otras cosas nos estamos llenando de columnistas. Están los eruditos, los seudo eruditos, los moralistas, los pugnaces, los que todo lo enjuician, los que todo lo saben, los ilegibles, los que escriben a chorritos, los que hacen y piden favores, los que lisonjean y los que amenazan (¿ya compraron mi libro?), los que disfrutan con minucias del mundo o del idioma, y los que ven y entienden países y continentes. Todos, sin excepción, se alegran cuando alguien les escribe. También se asustan cuando alguien los amenaza y los deja monotemáticos. Pero en general hay alegría, mucha dicha, cuando alguien nos escribe.

La vez pasada hablé de Eric Blair, más conocido como George Orwell, y mencioné sus libros más pedagógicos y también más conocidos. Esta semana me llegó una carta del señor Don Bernardo Mora. Me llamaba Don Gustavo y con tono irreconocible proseguía a decirme: “Hay dos obras de George Orwell que vale la pena leer: Que no muera la aspidistra y Los días de Birmania”. A continuación, hacía una disertación que me eximía de mi ignorancia: “Generalmente las obras iniciales de un escritor pasan desapercibidas y son opacadas por genialidades como 1984 y Rebelión en la granja”.

“No me diga”, pensé mientras veía el nombre de mi corres­ponsal, pero no veía la menor cortesía.

Recordé uno de mis cuentos favoritos, uno que me ha sido más útil en la vida que Rayuela o Cien años de soledad: la historia del viejo y el niño que viajaban con un burro. No sé si se la saben. La he contado muchas veces y ya me cansé de hablar con sordos. Está en dos o tres de mis obras iniciales.

Releo porque lo normal es que lo que pase desaper­cibido sean las genialidades, incluso cuando parecen haber tenido éxito. Ahora mismo me muevo con horror por los pantanosos caminos de un tratado sobre las tumbas escrito por Thomas Browne (“Diuturnity is a dream and folly of expectation”); pero claro, estoy soslayando Religio Medici. Degusto noche a noche deliciosas cucharadas de Tom Jones y me asombro con ese cono­cimiento de los seres humanos. El capítulo 6 del segundo libro es una profunda reflexión sobre el escándalo de Bill Cosby, y en otro lado hay un consejo que le vendría como anillo al dedo a un presidente que conozco: “Una de las máximas que el Diablo dejó a sus discípulos, en una visita reciente a la tierra, fue que una vez conseguido lo que se busca es preciso deshacerse cuanto antes del amigo que nos ayudó a conseguirlo”. Cada noche también leo un poema del mejor libro de Chesterton y bebo un poco de rabia de los hermanos Karamazov. Me gozo mi melancolía con la Anatomía de la melancolía y me muevo con cautela por los últimos cuentos de Joyce Carol Oates, siempre preguntándome por qué a esa mujer se le permiten perversiones que a nadie más le permitirían.

Gracias al señor Bernardo Mora por su carta. La alegría sigue siendo muy inmensa. La próxima vez que me escriba, por lo menos dígame estimado.


Publicado en Vivir en El Poblado el 4 de diciembre de 2014.





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