Confieso que he matado
NO
HABLARÉ DE animales —un perro, una paloma y un caballo—, para que el cuento que
les cuento no sea largo.
Mi
debut en el mal fue prematuro.
Llevaba
siete meses en el vientre de mi madre. Todo era bello y tranquilo.
Salvo
unos mareos iniciales, mamá gozaba de salud perfecta.
Todo
era expectativa y ropa nueva.
Un
día, mamá fue de compras con la abuela a un centro comercial.
No
sabría explicar por qué razón mi pierna se movió cuando las dos mujeres bajaban
por una escalera eléctrica.
Mamá
dio un gritito estupefacto y se volvió para contarle a su madre que acababa de
sentir una tierna patadita. Llevó ambas manos a la parte inferior del vientre y
puso gesto de estar atenta a los acontecimientos de su interior.
Las
dos mujeres estallaron en risitas y saltitos jubilosos.
Ésa
fue la última risa de mamá.
Desatenta
al transcurrir de la escalera, tropezó y cayó de espaldas cuando llegó al
final.
MIS
DOS ABUELAS decidieron hacerse cargo del asunto.
El
asunto era yo.
A
pesar de que rara vez estaban de acuerdo, lograron que yo sobreviviera.
Consiguieron
una nodriza negra, llamada Evangélica, para que me amamantara. El poder
destructor de mis encías fue, durante mucho tiempo, tema obligado en las
conversaciones familiares. Tanto sufrió mi pobre nodriza, a causa de mi
desesperada sed de vida, que cuando me acostumbré a los biberones se despidió
de las abuelas, no esperó a recibir pago por su trabajo y nunca se volvió a
saber de ella.
Bueno,
yo sí supe de ella, pero mucho después, cuando no había ya nadie para compartir
la noticia.
Mi
padre se había convertido en un ente después de la muerte de mamá. Se pasaba
todo el día sentado en una silla de la sala, con un retrato en las manos.
Cuando
alguna de las mujeres pasaba por ahí conmigo, mi padre levantaba una mirada
amenazante y me gruñía.
Nunca
me cargó.
No
recuerdo que en mi infancia haya tenido conmigo un gesto de cariño.
Sólo
mucho después pudimos sentarnos a hablar, pero más le habría valido seguir
callado.
DURANTE
LA FIESTA de mis nueve años ocurrió una anécdota sin par.
Para
entonces, la abuela Chepa había ido cediendo en sus aspiraciones de poder. Se
había hecho a la idea de que estaba en casa ajena —era de la abuela Fabiola, se
la compró su marido una semana antes de morirse— y había terminado por obedecer
sin quejas lo que le mandaba su compañera en el equipo encargado de mi crianza.
La
abuela Fabiola había obligado a mi padre a levantarse de la silla y a soltar
por un momento el retrato de mamá. Por primera vez en la vida estuvimos los
cuatro reunidos en la mesa del comedor.
Pero
cuando me dispuse a apagar las velitas, alguien notó que faltaba algo, que no
bastaban dos ancianas y un ente para hacer una fiesta.
Entonces,
la abuela Chepa salió a la calle y reclutó a cuatro niños.
No
eran amigos míos. Después, uno de ellos casi llegó a serlo. Pero le daban a la
mesa un admirable aire de fiesta. Creo que por primera vez en esa casa todos
estábamos contentos al mismo tiempo.
Después
de los ires y venires con el pastel y el helado, llegó la hora de los regalos.
La
abuela Fabiola me dio un reloj en el que Mickey Mouse tenía un brazo más corto
que el otro. Con un disimulo que todos advirtieron, puso un paquetito cuadrado
en las manos de papá y lo empujó para que caminara en mi dirección. Cuando
estuvo cerca de mí, traté de tomar la cajita pero él ofreció resistencia un
momento y luego la dejó ir. Soltó una carcajada cuando caí al suelo.
Fue
la primera vez que vi reír a papá.
Ignoro
lo que pasó en ese instante, pero cuando me levanté, atemorizado, con ganas
contenibles de llorar y tanteando la bola que empezaba a crecerme en la cabeza,
el autor de mis días era otro. Mi caída, en cierto modo, había restituido el
equilibrio. Tan abrupto fue el cambio, y tan radical, que se acercó a mí
sonriendo, me pasó la mano por la cabeza y me dijo: “Sana que sana, culito de
rana. Si no sanas hoy, sanarás mañana”.
Pero
la metamorfosis de papá no fue lo único raro de mi fiesta de nueve años. Cuando
le llegó el turno a la abuela Chepa, se acercó a mí, me dio un beso en la
frente, y me dijo: “Ya viene tu regalo”. Entonces caminó hacia la puerta de la
casa.
Nos
pareció raro que caminara hacia la calle. Era de suponerse que tuviera el
regalo en su cuarto.
Después
se nos ocurrió pensar que había escondido el regalo en una casa vecina, para
sorprendernos a todos. Pero nuestras conjeturas se fueron desmoronando con los
años.
Nunca
volvimos a tener noticias de la abuela Chepa. Hasta el sol de hoy —por cierto,
qué sol hace— no he podido encontrar rastro de ella. Pasé casi toda la vida sin
poder descifrar el sentido de aquel gesto.
Después,
mucho después, fui capaz de entender y agradecer el regalo de su ausencia.
LA
DESAPARICIÓN de la abuela Chepa incrementó los achaques de la abuela Fabiola.
Una
semana después de mi cumpleaños, papá tuvo que acompañarla al hospital porque
se sentía morir. Le descubrieron azúcar en la sangre, presión alta y una
arritmia en el corazón. Cuando regresó del hospital se instaló en su inmensa
cama, rodeada de fotografías de antepasados y de imágenes de santos, y sólo muy
pocas veces se volvió a levantar.
Papá
ya no se sentía tranquilo en su silla de la sala. Muchas cosas definitivas le
habían ocurrido. La primera: mi caída. La última: enterarse de la situación
financiera de la familia.
Una
mañana me llamó casi en secreto cuando me vio salir del cuarto de la abuela. Me
pidió con gestos que me acercara, apoyó por primera vez la mano en mi hombro y
me habló con susurros apremiados.
—¿Cómo
está?
Yo
le dije que bien, que llevaba dos días sin quejarse.
—Tenemos
que conseguir dinero con urgencia —tenía cara de estar pidiendo prestado—.
Ahora, con las medicinas, hay más gastos.
Yo
lo miré en silencio. Alejé un poco la cabeza para verlo mejor. Nada había
preguntado y no se me ocurría algo para decirle.
—¿Qué
se te ocurre, hijo?
Yo
le dije algo que me salió sin esfuerzo y sin pensarlo:
—Vuélvete
mafioso. Dicen que esa gente gana mucha plata.
Mi
padre entrecerró los ojos desconfiado, tratando de adivinar en mi rostro si yo
le tomaba el pelo. Pero no, hablaba en serio, y desde ese día por la tarde
salió a buscar la manera.
Con
su inteligencia no fue fácil.
El
primer día, según supe después, buscó en el directorio telefónico de una cabina
pública el número de la Mafia.
Después
empezó a acercarse poco a poco.
Las
ausencias de mi padre empeoraron el estado de la abuela. Le habíamos dicho que
papá estaba buscando un trabajo, pero le aterraba la idea de que su hijo
saliera a exponerse a los peligros de la calle. Muchas veces trató de retenerlo
fingiendo recaídas. Lo obligó a pedir ambulancias, exigió que la llevaran a
hospitales donde médicos sonrientes e irritados la hacían esperar eternidades
en camillas antes de mandarla a casa.
Con
el tiempo, papá aprendió a negociar con sus pataletas. Algunas veces la
regañaba como si fuera su padre, le decía que se dejara de niñerías, que nada
malo iba a pasar y que tampoco tardaría. Otras veces, cuando el agravamiento se
volvía más histriónico, papá suspiraba, decía: “Me quedo” y se sentaba en su
silla, sin la foto de mi madre, porque yo la había escondido.
Un
día que papá decidió mostrar fuerza de carácter, se despidió de la abuela con
un beso en la frente y silenció sus protestas con la palma de la mano.
—No
quiero oír más esta novela —dijo con una seguridad recién adquirida en su nuevo
ambiente de trabajo.
La
abuela se calló en seco y me miró como perrito regañado. Yo levanté las cejas
con un gesto que nada significaba. Cuando papá salió, la abuela arrugó la
frente, hizo un puchero adolorido con los labios y me dijo:
—Pídeme
una ambulancia.
Yo
busqué en la mesita de noche la tarjeta del hospital y me fui a la sala a
llamar. Dije lo que tantas veces había oído decir. La voz me preguntó el nombre
de la abuela y la dirección. Pude responder sin ningún problema. Luego me hizo
una pregunta más difícil:
—Y
dígame una cosa, ¿qué tan grave es la situación? El asunto es que ahora mismo
tenemos otra emergencia.
Recuerdo
que callé un momento, que miré hacia la puerta del cuarto de la abuela y
respondí tranquilo y bien educado:
—No
es urgente, señorita.
La
ambulancia tardó cerca de hora y media.
Invertí
ese tiempo en vestirme y ayudar a vestir a la abuela.
Recuerdo
la tristeza que me dio el erosionado paisaje de sus tetas.
También tuve tiempo para llamar y dejarle a
papá un recado en el café que empezaba a convertirse en su oficina.
En
la ambulancia me hicieron viajar entre el conductor y una paramédica.
El
hombre no paraba de sonreírme.
Cada
vez que necesitaba hacer un cambio terminaba poniendo la mano sobre mi muslo. A
mí la cosa me pareció rara, pero la situación no estaba como para terminar de
complicarla. Así que decidí convencerme de que el brazo se le cansaba.
Por
fortuna no tardamos en llegar.
La
gente del hospital se llevó tan rápido a la abuela que pronto la perdí de
vista.
Estuve
dando vueltas por los pasillos un buen rato, preguntando por su paradero, pero
nadie parecía saber de ella.
Al
final me senté en el borde de una fuente que adornaba un patiecito.
Me
estaba preguntando qué es el agua cuando llegó la paramédica a buscarme. Me
pasó el brazo sobre los hombros y me fue llevando por un pasillo.
—Tenemos
que avisarle a tu padre.
Yo
dije que le había dejado un recado en su oficina, que no debía tardar.
—Tienes
que estar tranquilo —me dijo.
Yo
estaba tranquilo. No veía por qué pudiera no estarlo.
Cuando
entramos al cuarto la abuela dormía en una cama más pequeña que su cama.
Me
acerqué para hablarle pero noté algo raro: su rostro había perdido las arrugas.
Ahora
parecía que no le dolía nada.
CON
LA MUERTE de la abuela, fui yo quien quedó paralizado.
Pasaba
días enteros en la silla que había sido de mi padre, mirando el retrato de mi
madre y echándome la culpa por la muerte de la abuela. Habría bastado una
respuesta distinta, cuando pedí la ambulancia, para que ella estuviera viva y
sufriendo tranquila en su cuarto.
Papá
entraba y salía de la casa con pasos cada vez más decididos.
Yo
quise hablarle del remordimiento que tenía, confesarle llorando que la abuela
había muerto por mi culpa, pero él no dejaba de hablar. Siempre traía
sorpresas: unas botas de cuero de serpiente cascabel, un sombrero Stetson, un
violín Stradivarius, una cabeza miniaturizada por los indios del Amazonas.
Al
final desistí de hablarle y me dediqué a tratar de sacarle ruidos decorosos al
violín destartalado.
Como
nadie había pensado en ponerme en una escuela, mi escuela fue el televisor.
Los
programas que más me gustaban eran los documentales. Ahí había aprendido que
ser mafioso era el mejor trabajo. Ahí aprendería casi todo.
Entre
el violín, la televisión y la avalancha de chécheres que papá traía a la casa,
llegué a mis catorce años.
Me
sorprendió verlo llegar a la casa con un pastel gigante y un montón de señores
y de niños. No había tenido una fiesta de cumpleaños desde que se fue la abuela
Chepa.
Papá
estaba radiante. Tenía una sonrisa inmensa en la cara y en su pecho brillaba
una cadena de oro con un dije gigantesco que representaba la última cena. La
túnica de Jesucristo tenía incrustaciones de platino y los ojos de todos,
excepto los de Judas, estaban hechos de chispitas de diamante. Me presentó a
toda esa gente como su “heredero” y le ordenó a los niños que jugaran conmigo.
Los
señores se pusieron a beber en la sala y los niños nos fuimos al cuarto de la
abuela. La única posibilidad de diversión que nos brindaba ese lugar eran las
fotos y las láminas de santos. Decidimos descolgar todo eso y ponerlo encima de
la cama. Hubo que mover sillas y armarios para alcanzar los más altos.
Luego
llevamos todos los cuadros hasta el patio y estuvimos practicando puntería con
guijarros, hasta que los amigos de papá decidieron marcharse y llamaron a sus
hijos.
Al
final quedamos solos, papá y yo, mirando el piso del patio repleto de cristales
destrozados y de cartones rasgados.
—No
te preocupes —dijo cayéndose hacia los lados—. Somos ricos, podemos comprar las
fotos que queramos.
Yo
pensé que tal vez sería difícil volver a reunir a la gente de las fotos, pero
no dije nada. Me tenía enternecido el nuevo tono de mi padre.
Se
dedicó a buscar mis ojos entre el vaivén del alcohol y cuando creyó
encontrarlos dijo:
—Ya
eres grande. Si algo llegara a pasarme, la casa queda a tu cargo.
Se
aferró a mis cachetes pellizcándolos. Buscó de nuevo mis ojos y me habló con
gesto malicioso.
—Supongo
que ya subiste escalas.
Yo
no entendía lo que me decía.
—No te hagas el inocente —soltó mis mejillas, sacó de un bolsillo del
pantalón un fajo gordísimo de dinero. Contó sonriente, deteniéndose a ratos
para mirarme de reojo.
—Toma —puso cinco billetes en el bolsillo de mi camisa—. La primera vez es
para siempre.
EL
DÍA DE MI decimocuarto cumpleaños fue la primera vez que salí de casa por la
noche.
En
la esquina me encontré con uno de los niños que habían estado en mi fiesta de
nueve años. Lo saludé. Me saludó. Hablamos dos o tres cosas. Le pregunté qué
era exactamente subir escalas. Se rió y me preguntó cuánto tenía. Le mostré los
billetes y me dijo: “Si me invitas, te llevo”.
Lo
invité y me llevó.
Las
escalas eran empinadas y la mujer que me tocó era fea, pálida hasta la anemia,
con el pelo muy negro y un mechón blanco que le caía sobre la frente.
Cuando
estuvimos a solas en el cuarto me ordenó que me desnudara. Me examinó con
espíritu científico y dictaminó amable: “Estás limpiecito”.
Yo
empezaba a decirle que era la primera vez que me acostaba con una mujer, pero
ella me interrumpió. Estaba desnuda y patiabierta sobre la cama.
—Apúrate,
tesoro, que me muero de ganas.
Cuando
me hallaba adentro, la mujer empezó a sacudir la cadera con movimientos
violentos. Por un momento pensé que me lo arrancaría y que se quedaría con él
puesto. Pero después de la zozobra y del aturdimiento de los primeros
instantes, conseguí sosegarme y empezar a aplicar conocimientos que el
televisor de casa me había dado.
No
me sorprendió ver la transformación de sus gestos. Me tenía confianza y sabía
lo que se hacía en esos casos. Hacía poco había visto el documental sobre los
taoístas. Vi que me dirigía una sonrisa que podría llamar perversa.
—Mentiroso.
A cuántas les habrá dicho que es la primera vez.
Después
cerró los ojos y dejó de sonreír.
De
su boca salían quejas cavernosas.
A
cada movimiento mío salía una queja suya.
Si
me movía rápido, se quejaba rápido.
Si
me movía despacio, se quejaba despacio.
Después
de una serie de movimientos lentos me detuve un momento.
Ella
entreabrió los ojos y me dijo en susurros:
—Me
vas a matar.
Entonces
volví a moverme. Primero despacio y después más rápido y después mucho más
rápido y después con una rapidez descomunal.
Al
final sus quejas eran una sola queja larga, agónica y aguda que se disolvió en
silencio.
—TIENE
UN VALOR incalculable —decía mi padre mientras yo la examinaba y me preguntaba
cuál podía ser el mérito de ese juguete burdo. Pensé que lo habían engañado una
vez más.
Al
principio me pareció como un sueño o una mentira. Tenía un rostro fruncido y
oscuro, de facciones asiáticas. Parecía estar sufriendo por un cólico infame.
Tenía un cabello demasiado largo para sus proporciones. La única manera de
agarrarla, de manipularla, de traerla y llevarla y acercarla a los ojos era
tomándola por ese cabello grueso y azabache, quizá lo más vivo de todo el
conjunto.
—Es
real —dijo mi padre—. Los gringos pagan millones por una como ésta.
Yo
trataba de sentir la realidad de esa cosa grotesca y diminuta, pero no lo
lograba. Papá decidió ponerla encima del televisor. Logró equilibrarla con la
ayuda de un cenicero de cristal. Le ordenó los cabellos, le sonrió con cariño y
se olvidó de ella mientras le estaba dando la última mirada.
Yo
me obligué a interesarme en ese rostro casi verde, remoto, sin alma. Pasé días
enteros con el televisor apagado, mirándolo, tratando de explicar el truco,
imaginando al artesano que modeló facciones con la piel de una vaca, que se
propuso hacer orejas opuestas e idénticas, que compiló cabellos entre sus
allegados, que fabricó pestañas y cejas con paciencia triunfal.
Luego
me fui aburriendo y volví al televisor.
A
veces he pensado que la vida es una historia que alguien está contando. He
pensado también que el narrador es torpe, que le falta elegancia, que resuelve
los apuros de manera tan obvia que sólo inspira lástima. El pobre narrador
necesitaba que yo me interesara en el canal de los documentales, que viera el
informe sobre las cabezas reducidas del Amazonas, que asistiera con atención
boquiabierta a la explicación del método: la cabeza aún tibia, el cráneo
extraído casi con cariño, la mezcla de líquidos, piedras y arena que encogía la
piel de la víctima conservando las facciones.
Ignoro
en qué momento me acerqué al televisor para tomar la cabeza. Estaba fascinado
con el documental. Supe que en un museo de Nueva York está el conquistador
español al que los indios redujeron de cuerpo entero hasta dejarlo de ochenta
centímetros. Conocí también la historia del explorador alemán que se internó en
la selva para tratar de investigar sobre el proceso: su cabeza reducida, rubia
y barbada apareció meses después en un mercado de Iquitos.
Cuando
volví a mirar la cabeza que tenía en las manos, sentí que la miraba por primera
vez.
Sentí
también que todavía estaba viva, que mis manos acababan de arrancarla, que aún
tenía sueños y pesadillas, y que quería hablarme.
Dejé
caer aquella cosa abominable como si me quemara.
Caí
de rodillas ante ella en el suelo de la sala.
Cerré
los ojos con fuerza como si me atacara un cólico terrible y dije, con los
dientes apretados:
—Dios
mío, es real.
DURANTE
LA ADOLESCENCIA, mi afición predilecta era menear el plectro a solas, sin
testigo, libre de amor, de celo, de odio, de esperanza y de recelo.
La
muerte de la prostituta fea había matado en mí el interés por buscar otros
encuentros. Salía poco de casa, no hablaba con nadie, excepto con papá, cuando
llegaba con alguno de sus anuncios trascendentales.
El
chico que me había acompañado a subir escalas se cambiaba de acera cuando me
veía. Aquella noche se había vuelto energúmeno conmigo porque yo insistía en
que me metieran a la cárcel.
—Yo
la maté, la maté —le decía a todo el que pudiera oírme.
Pero
nadie quería escucharme.
En
un arrebato de desesperación, el chico me tapó la boca y me aplicó una llave de
judo. Cuando me tuvo controlado dijo con furia contenida:
—¿No
oyes, cretino? ¿Escuchaste lo que dijo el administrador? La mofeta había
sufrido tres infartos. Su muerte era de esperarse.
Al
final logró arrastrarme hasta la calle y me llevó hasta mi casa a los
empujones. Ni siquiera esperó a que abriera la puerta. Agachó la cabeza y se
alejó farfullando.
Los
fines de semana papá solía invitarme a la hacienda de su jefe, pero yo siempre
le decía que no.
Sólo
una vez fui a los paseos de esos mafiosos de pacotilla y no me quedaron ganas
de volver.
Primero
me montaron en la parte de atrás de un Mercedes Benz. Papá estaba a mi derecha
y un hombre de gafas impenetrables ocupó el espacio a mi izquierda. El hombre
que conducía tenía un sombrero de vaquero que dejaba asomar por debajo una
calva brillante. A su lado iba un sujeto largo y flaco de cabello desgreñado.
Me saludaron con sonrisas que duraron muy poco tiempo en sus rostros. De repente,
todos los que estaban en el auto sacaron de lugares insólitos armas de corto y
mediano alcance.
La cosa, en un principio, parecía un juego. Pero iban demasiado serios para
estar jugando. El hombre le hizo señas a la gente que ocupaba otros autos
idénticos y formaron una caravana que alternaba el orden todo el tiempo. Así
salimos de la ciudad y llegamos a la finca del jefe. Todo el tiempo tuvieron
las armas preparadas. Supongo que en los otros autos ocurría lo mismo. Después
de la sorpresa y el terror, pasé el resto del viaje mirando de reojo la actitud
de mi padre. Era un hombre muy distinto al que miraba y remiraba la foto de mi
madre. Había un brillo fanático en sus ojos. Sostenía con ambas manos su
calibre 38 de acero y alargaba los brazos apuntando hacia el piso. Cuando por
fin llegamos, las armas desaparecieron. En la hacienda había también mujeres y
niños. Ese día hice los primeros disparos de mi vida.
Uno
de tantos cavernícolas fue comisionado para entretener a los niños y no
encontró nada más oportuno que un juego de tiro al blanco. Nos llevó cerca de
un bosquecito que empezaba detrás de la casa. Puso una lata de sopa encima de
una piedra y nos fue pasando una pistola enorme y negra, hermosa y fría,
calibre 45.
Mis
disparos no pegaron en la piedra, mucho menos en la lata. Siguieron de largo
quién sabe con qué rumbo. El resto de la vida he tenido la sensación de que
esas tres balas están volando por ahí y que es posible que haya muertos cuando
encuentren su destino.
El
regreso a la casa se produjo en circunstancias similares. En lugar del hombre
de gafas, viajaba a mi lado la novia del jefe. Era una mujer divina, de cabello
oscuro y blusa muy blanca, que me hizo gestos dulces todo el tiempo. Ella y yo
éramos los únicos inermes. Cuando hablaba gesticulaba mucho con los brazos y yo
podía ver, por entre los botones sueltos, la vibración de sus pechos generosos.
A veces dejaba caer su mano sobre mi muslo y me sonreía. Yo traté de
responderle a su sonrisa con un gesto que le dijera que no era un niño sino un
hombre hecho y derecho, pero me dio pavor ese juego cuando la imaginé
muertecita de la dicha.
Cuando
estuvimos en casa, papá creyó necesario darme algunas explicaciones. Me dijo
que los tiempos eran difíciles y el negocio, peligroso. Me aseguró, sin que se
lo preguntara, que no había matado a nadie. Me habló también de la otra gente,
de las leyendas que circulaban sobre el calvo del sombrero, de su afición a
torturar usando fresas de dentista. Habló, con envidia mal disimulada, de todas
las mujeres con que se acostaba el jefe. Habló del jefe, tratando de descartar,
como un defecto menor, que llevara más de cien muertos encima.
Esa
noche vomité hasta las tripas. Desde la puerta del baño, papá me preguntó qué
me había caído mal. Tres torrentes más tarde le pude contestar.
—Son
las balas, papá.
TAMBIÉN
SOY RESPONSABLE de la muerte de mi padre. Lo soy más que esa persona sin rostro
y sin nombre que tiró del gatillo.
Después
de aquel paseo abominable, tuve la tentación de decirle que abandonara todo
eso, que era un juego demasiado peligroso, que no se justificaba. Pero olvidaba
mi intención cuando lo veía llegar, feliz con la nueva adquisición: un
televisor de miles de pulgadas, una silla que se transformaba en bar, en cama o
en altar; una colección completa de los discos de Tito Puente y otra con los
conciertos de Juan Sebastián Bach.
A
veces el grupo tenía reuniones en nuestra casa. La cuadra se llenaba de
automóviles de lujo y hombres de gesto oscuro se repartían por el vecindario.
Entonces papá y los principales (supongo que papá también tenía algo de
principal) se encerraban en el cuarto de la abuela. Durante una de esas
reuniones, el jefe salió a buscar un poco de agua y encontró que no había nadie
más en casa, salvo el chico del violín.
Cuando
lo vi acercarse me pareció gigantesco. Pensé que los muertos que llevaba encima
romperían el techo. Decidí que en adelante llevaría el cabello desgreñado.
—¿Cómo
te va con el violín?—me habló con voz dulce.
No
supe ni pude ni traté de decir nada.
—¿Me
dejas buscar agua en la cocina?
Me
pareció un chiste, pero hablaba en serio. Era el ser más elegante y de mejores
modales que había visto.
Cuando
volvió de la cocina con el agua se acercó a darme las gracias. Antes de ir a
encerrarse en el cuarto acarició mi mejilla con la mano derecha, dibujó una
sonrisa y se alejó en silencio. Aún logro concentrarme en el recuerdo y revivir
el cosquilleo de ternura que dejó sobre mi rostro aquella mano.
Cuando
terminó la reunión y todos se marcharon, papá me entregó una cajita envuelta en
papel de regalo.
—Toma.
Dice Panelo que le debes un concierto para su cumpleaños.
La
cajita tenía una loción de color azul claro y fragancia indescriptible.
Panelo
fue asesinado al día siguiente, poco antes de la una de la tarde.
“Hijueputa,
me mataron”, fue lo último que dijo.
La
noticia de su muerte dejó a mí padre deshecho. Pasó casi tres días sin salir,
bebiendo, llorando, diciéndome que no era justo que mataran al único amigo que
había tenido.
Después
del desahogo con el llanto, vinieron días de expectativa y miedo. El teléfono
no paraba de sonar y papá murmuraba con énfasis ansiosos. Hubo también muchas
visitas, reuniones fugaces en el cuarto de la abuela. Pero con las semanas las
cosas volvieron a calmarse. Ya entonces yo era consciente de lo fácil que se
olvida un muerto. Me pareció natural que papá volviera a llegar sonriente, que
siguiera trayendo cacharros y armatostes. Las noches sigilosas y estratégicas
también formaban parte de los ciclos.
Una
de esas noches papá me hizo un esbozo de los acontecimientos. La muerte de su
jefe la habían ordenado nuevos grupos que querían apoderarse del negocio. Los
nuevos no querían sanguinarios y preferían matarlos. Su estilo era distinto,
compraban policías y políticos y todos tan contentos.
Pero
eso no era todo. Quedaba un gran problema: se había desatado una matanza entre
los que querían la fortuna de Panelo. Todos desconfiaban de todos. Los que
sabían mucho resultaban incómodos. Lo único que podían hacer los pacíficos como
papá era tratar de contactar a todos los bandos y proclamar su falta de
ambición.
Esa
noche papá me aseguró que poco a poco todo aquello se iría tranquilizando. Los
meses siguientes parecieron darle la razón. Las llamadas habían desaparecido
casi por completo y se hacían muy pocas reuniones en la casa.
Lo
único diferente en esos días era la persistencia de mi padre con el trago. Cada
vez que recuerdo los últimos meses de su vida los veo como una borrachera que
no se interrumpía.
Su
trago favorito era un whisky llamado Pingüino. La botella tenía base arqueada
y, si uno la ponía a balancearse, parecía caminar como un pingüino.
Una
noche, frente a una ondulante botella de whisky, papá me confesó que se sentía
cansado. Dijo que ya había conseguido todo lo que quería y que a veces pensaba
que su vida carecía de sentido.
Lo
miré alarmado.
En
ese momento comprendí que yo era tan hijo suyo como él era hijo mío. Sentí que
debía actuar con decisión y disipar la flaqueza de ese instante.
—No
sé qué hacer —me dijo desolado, con la mirada roja y unas ojeras largas.
Entonces
recordé la fuerza de sus gestos durante sus primeros días en la mafia, el
cambio que la fe le dio a su vida. Pensé también, envenenado de egoísmo, en mi
sueño callado de viajar a Milán, convencido de que allá mi violín sonaría
mejor.
—Consigue
más plata —le dije.
A
la semana siguiente, un nuevo grupo empezó a reunirse cada noche en el cuarto
de la abuela.
A
mediados de agosto soñé que me hundía entre el fango y las lápidas de un
cementerio enorme. La angustia era creciente. Ya sólo me quedaba un brazo y la
cabeza por fuera de la tierra. Si no aparecía alguien me hundiría sin remedio,
moriría en ese sueño.
Entonces
llegó alguien que ahora no recuerdo y miré agradecido sus ojos muy abiertos.
Esperó a que el alivio se fuera de mi rostro y me abrazó y me dijo:
—Mataron
a tu padre.
DORMÍ
MUCHO TRAS la muerte de mi padre.
He
llegado a creer que lo hacía para pedir explicaciones.
Viajaba
por aquellos parajes en busca de una sombra que había visto en aquel sueño,
pero no volví a encontrarla.
En
cambio encontré olvido y placeres y colores más vivos que los de la vigilia
abominable.
Durmiendo,
en fin, fui bienaventurado y es justo en la mentira ser dichoso quien siempre
en la verdad fue desdichado.
La
vida en la vigilia terminó reducida a la mínima expresión.
Cuando
tenía hambre abría cualquier cajón con la certeza de que encontraría dinero. Al
ver aquellos fajos gordos abriéndose como pavos reales recordaba la noche en
que mi padre me mandó a subir escalas.
Un
día desperté con el temor de que el dinero fuera a acabarse. Busqué y rebusqué
en todos los cajones y reuní una montaña de billetes en el centro de la sala.
Parecía un pastel de cumpleaños.
Conté
minuciosamente y me dediqué a calcular cuánto podía gastar cada semana si
llegaba a vivir hasta los cien años. El resultado era alentador. Podría comprar
comida sin problema, podría ir al cine una o dos veces por semana y comprar
cada seis meses una camisa y un pantalón. Después de esos cálculos, todavía me
quedaba una reserva para accidentes o enfermedades.
Pero
cuando tenía todo claramente organizado, empecé a practicar con mi Stradivarius
y pensé si no sería insensato creer que viviría hasta llegar a los cien años.
Esa mañana empezó a crecer la idea de viajar a Milán. Pero, como soy lento,
tardé casi dos años en realizarla.
Aquellos
meses fueron tranquilos hasta el cansancio. Yo me levantaba muy temprano, me
bañaba, me vestía y me sentaba a practicar con mi Stradivarius. Cuando tenía
que comprar algo, salía después del mediodía y a veces se me antojaba ver una
película. Cuando me quedaba en casa, hacía una breve siesta y seguía
practicando.
Una
tarde sentí algo como un relámpago dentro de la cabeza. Me pareció que el
violín estaba ardiendo y tuve que soltarlo. Entonces comprendí que esa vida que
llevaba no podía seguir así por mucho tiempo. Pasé casi dos días cerca de la
ventana, amparado por las cortinas, mirando el mundo de afuera.
Me
preguntaba cómo haría para conocer a alguien. Necesitaba con urgencia conversar
con alguien. Por la falta de uso, mi voz salía errática y pastosa las pocas
veces que debía usarla. A veces tardaba eternidades para encontrar palabras de
la vida diaria. En mi cabeza había más sonidos que palabras.
Pero
antes de lanzarme a la aventura de las calles apelé a un nuevo recurso. Imaginé
a una mujer que me acompañaba. Le puse un nombre y le adiviné un carácter. Le
di los colores y las formas de mis mejores fantasías. Era inteligente y dulce,
parecía conocerme más que nadie.
La
ilusión funcionó por algún tiempo. En las noches se hacía más palpable. Yo
dejaba las luces apagadas e imaginaba nuestra conversación de matrimonio viejo.
Hablábamos de todo, de las reparaciones que hacían falta en la casa, de mis
complejos y mis miedos, hasta de mis problemas con las uñas y los dientes.
Pero
nuestro paraíso empezó a deteriorarse. Traté de discutir con ella lo que nos
pasaba y respondió con evasivas. A pesar de su sordera, le dije que a nuestro
amor le hacía falta carne y deseo también, que no bastaba que me entendiera y
que muriera por mí. Pero ella siguió hablando de abrir espacio. Se puso a hacer
una lista de cosas que podíamos botar o regalar.
Ese
día dejé la cosa así. Pero ya los calderos del deseo empezaban a arder.
Una
noche de viernes, después de haber visto una película que me dejó inquieto,
llegué a casa silencioso y malhumorado.
Ella
me quitó los zapatos, me trajo unas pantuflas y me acarició el pelo. Me
preguntó si quería una tisana y le grité que no, que ella sabía muy bien lo que
yo quería, lo que venía queriendo desde hacía meses.
Su
carcajada fue lo que me sacó de casillas. Empecé a perseguirla por toda la
casa. Sólo entonces admití que aquel lugar estaba invadido por aparatos
inútiles. En mi esfuerzo por alcanzarla derribé muebles y estanterías. Alcancé
a meter el pie cuando trataba de encerrarse en el cuarto de la abuela.
El
golpe en el tobillo fue fulminante. Pero era menos fuerte que el deseo. Cuando
la tuve acorralada contra una esquina, la agarré por las ropas y la arrojé en
la cama.
Pasé
horas y horas poseyéndola sin misericordia. No dejé de moverme a pesar de su
silencio y su quietud, de su rigor creciente. Tenía que retirar del banco de
mis glándulas los ahorros de muchos años.
Al
final caí rendido. Dormí de un solo golpe hasta el domingo por la tarde. Cuando
por fin abrí los ojos, la cabeza reducida del Amazonas me miraba desde cerca y
sonreía.
LA
VÍCTIMA SIGUIENTE fue un anciano. Después del episodio con la cabeza, procuraba
estar poco tiempo en casa. Pronto descubrí que una manera de estar siempre
haciendo cosas y en contacto con la gente era uniéndome a grupos de
voluntarios. Bastaba llegar a las oficinas de un centro de ayuda para los que
necesitan ayuda. Ahí encontraría tareas de sobra.
Decidí
probar suerte como lector para ciegos y ancianos. En la oficina me dieron una
lista de direcciones. Me recomendaron que hiciera arreglos para visitar a uno
cada día, y me pidieron que al final de la semana les pasara la cuenta por los
gastos que había tenido.
No
voy a hablar de todos. Sé muy bien lo valioso que es su tiempo. Hablaré
solamente de tres: dos viejitos y una ciega.
La
ciega era... bueno... eh... ciega. También era joven y bonita. Me esperaba los
lunes por la mañana en la salita de su casa, con una postura de alumna
aplicada, las piernas bien juntitas, las manos bien simétricas sobre la falda
gris oscura y bien planchada.
Su
madre solía moverse por la cocina o por los cuartos, mientras yo leía en la
sala. A veces calculaba silencios o pausas y lanzaba comentarios amables.
La
ciega se llamaba Soledad y me pedía que le leyera artículos sobre la moda de
París. Sus ojos erráticos y grises parecían perderse aun más cuando yo empezaba
a describirle cortes y materiales, pliegues, colores y accesorios.
Era
ciega de nacimiento y siempre me intrigó lo que se imaginaba cuando yo
mencionaba los colores. Pero nunca pude hablar con ella de esas cosas.
Uno
de los viejitos era un ogro, el otro era un santo. El primero era gordo y el
otro era flaco. No creo que la contextura tenga que ver con el carácter. He
visto flacos perversos y gordos dulces y mansos. Menciono ese rasgo porque es
uno de los pocos detalles exteriores que los diferenciaban. Tenían la misma
edad: ochenta y tres años. Ambos estaban postrados en sus camas. Ambos tenían
el cabello de un blanco impecable y la piel clara. He calculado que tenían la
misma altura. Al gordo lo veía los martes por la tarde y al flaco los miércoles
por la mañana. Los dos se llamaban Gustavo Adolfo y ambos proclamaban que era
el nombre de un poeta, ilustre para uno, cornudo para el otro.
A
veces me daba por pensar que eran dos versiones distintas de una misma persona.
Imaginaba el momento de la juventud en que se separaron: el autobús que uno
tomó y el otro no, el encuentro que uno tuvo y otro no.
El
hombre de los martes me recordaba a mi abuela con su manera de quejarse. Era
tiránico con sus empleados. Tenía una criada y un chofer a los que mantenía
jodidos con una campanita que ocupaba su mesita de noche.
Le
gustaba que le leyera sobre Napoleón. A veces, cuando se olvidaba de mi
presencia, llevaba la mano al pecho, la deslizaba dentro de la camisa de su
pijama y elevaba la frente con gesto marcial.
El
otro Gustavo Adolfo era alegre y cariñoso. Nunca tuve que leerle. Me decía:
—No
seas pendejo. Mejor me cuentas tu vida. Algo me dice que es más entretenida.
Tenía
una rara habilidad para hacer las preguntas necesarias y yo empecé a sentirme a
gusto cada miércoles contándole mi historia. Uno se da cuenta de que ha tenido
una vida cuando tiene que contarla.
Gustavo
Adolfo intercalaba risas cómplices o exclamaciones compasivas. A veces, cuando
me veía en dificultades, se decidía a regalarme alguna historia de los tiempos
en que ni mis padres habían nacido.
La
charla con Gustavo Adolfo me quitaba para el resto de la semana el sabor amargo
que me había dejado la charla con Gustavo Adolfo.
Por
suerte la amargura duró poco. El último martes que fui a leer a esa casa, el
chofer se acercó a la cama del viejo y le preguntó si podía tener con él a su hijo de ocho años, porque ese día no había
escuela. El niño tenía orejas grandes y cara de malo.
El
viejo apretó los labios con furor, abrió los ojos como si fueran a echarle
gotas y gritó.
—
¿Usted qué cree?, canalla, ¿que esto es un orfanato?
Al
niño se le borró la maldad y se le bajaron las orejas. El hombre se puso rojo
como esa manzana que está ahí, y a mí me fue dando ira mala. Si hay algo que no
soporto, si hay algo que no tolero, si hay algo que me saca de casillas es que
humillen a una persona frente a sus hijos.
Nadie
se dio cuenta de mi enojo. Cada uno estaba reconcentrado en su papel en la
tragedia. Respiré hondo y profundo, esperé a que el chofer se marchara del
cuarto con el niño, dejé que un silencio sirviera de punto y aparte y propuse
leer un capítulo que hablaba de la muerte de Napoleón.
Hice
mi mejor esfuerzo en esa lectura. Además de la úlcera o cáncer de estómago, le
agregué problemas de diabetes y de presión arterial. También principios de
artritis. Mi voz fue lenta y mi dicción perfecta cuando dije que los trajines
de su vida le habían dado a su cuerpo la fragilidad y el deterioro de un hombre
de ochenta años.
No
dejé de notar que ese dato había hecho mella en Gustavo Adolfo.
Seguí
mi lectura, cada vez más prolífico y pausado. Hablé de las punzadas de dolor,
de las terribles taquicardias y dolores musculares.
Cuando
leí el testamento que dictó a finales de abril, lo hice con voz adolorida, como
si un ejército minúsculo me atacara por dentro.
Al
leer su voluntad de que arrojaran sus cenizas al Sena, me detuve y le pregunté
a Gustavo Adolfo qué quería que hiciéramos con sus cenizas. Me miró con unos
ojos de terror detenido y no me dijo nada.
Entonces
seguí inventando males y dolores, vómitos, mareos y gritos de agonía, hora por
hora, día por día.
Cuando
por fin llegamos a las cinco y cuarenta y nueve de la tarde del cinco de mayo
del año mil ochocientos diecisiete después de Cristo, Gustavo Adolfo, el malo,
ya era ido.
EN
MILÁN ME FUE bien, gracias a Dios. A pesar de que no pude usar mi Stradivarius,
porque resultó robado y tuve problemas con la Interpol, logré abrirme camino
hasta La Scala. Realicé varios conciertos en las escalinatas, con un
violín de ocasión que sonaba como un grillo al que estaban torturando, y mi
Stetson nunca permaneció vacío por mucho tiempo.
El
único contacto que tenía con mi tierra era Gustavo Adolfo. Nos escribíamos
cartas regularmente: él se quejaba y yo le contaba lo que había visto.
Allá
en la lejanía me conmovían esos minuciosos lamentos escritos a máquina y en
papel de mantequilla. Imaginaba a mi ancianísimo amigo buscando las letras en
el teclado como en una sopa de letras.
Me
contaba que se deprimía con frecuencia, que estaba enfermo, que yo era el único
amigo que tenía, que llamó a otra persona para que le leyera pero que no era lo
mismo. Como para borrar el sabor de sus reproches, siempre terminaba sus
mensajes hablando de la alegría que le daba saber que yo estaba llegando tan
demasiadamente lejos en la vida.
Pero
pronto me cansé de ese país tan gesticulante, de esas prostitutas tan frágiles
que se morían al menor zarandeo. Pocos meses después de cumplir mi viejo sueño
de conocer Milán, mi nuevo sueño era poder volver a casa y no salir sino a lo
necesario.
Cuando
bajé del avión que me traía de ese país con forma de zapato tuve el impulso de
besar el suelo que pisaba.
Lo
primero que hice aquel día, después de dejar en casa el equipaje, fue buscar a
mi amigo. Llevaba casi dos meses sin recibir noticias suyas y estaba
preocupado.
Me
recibió su sobrina con gesto compungido. Antes de llevarme a su cuarto me contó
que hacía sólo una semana lo habían tenido hospitalizado, que sus pulmones
estaban muy débiles, que nunca estuvo sano desde que yo me había ido, que ni
siquiera comía y que si seguía vivo era de milagro.
Tardó
en reconocerme cuando entré a su cuarto. Estaba en una sillita mecedora al lado
de la cama mirando hacia el piso con gesto distraído.
—Hola
—dijo, como si hubiéramos dejado de vernos hacía cinco minutos. Su pecho se
movía con dificultad. Parecía empujar sus pulmones con esfuerzos voluntarios
del abdomen. Volvió a mirarme y dijo:
—Caramba,
¿cómo te ha ido?
Le
dije que bien y lo ayudé a recordarme.
—¿Y
ese milagro?
—En
este continente tengo más amigos.
Sus
ojos se alegraron cuando le entregué la cajita de chocolates. Trató de abrirla
de inmediato pero la impaciencia le entorpecía las manos.
Lo
ayudé y tomó codicioso un chocolate con forma de espiral. Lo pasó, como si
volara, por entre los labios y las encías desdentadas y lo depositó en la
lengua con gesto triunfal. Pero la alegría duró poco. La presencia del dulce le
llenó la boca de saliva y empezó a toser con una debilidad que daba ganas de
llorar.
Su
sobrina vino alarmada, pero él levantó una mano para tranquilizarla.
—Todo
bajo control —dijo con una voz que presumía de saludable—. Me alegra mucho
verte —me dijo cuando de verdad tuvo todo bajo control.
Seguimos
hablando un poco más, pero estábamos cansados y le prometí volver al día
siguiente. Antes de despedirnos me dio un consejo extraño que aún no he
comprendido: “Hay muchos que se repiten por dinero. No cometas ese error.”
Cuando salía de su cuarto lo vi cerrar los ojos y sonreír aliviado.
Esa
noche murió ahogado con sus babas. Cuando su sobrina lo encontró, tenía la boca
abierta y en el fondo se veía navegar un chocolate.
UN DÍA, DESPUÉS DE salir de la casa de Gustavo Adolfo, después de haberle
repetido a su sobrina que todo era culpa mía, y de oírla decirme de nuevo que
no viera las cosas de ese modo, que pensara en lo feliz que su tío se había
puesto cuando volvió a verme, en la
alegría que yo le había dado a sus últimos años, sólo unos pasos después de
haber salido a la calle, sintiendo otra vez llevadero el peso de la culpa, me
crucé con Soledad.
—Hola,
Soledad —le dije y ella se detuvo, movió la cabeza en todas direcciones y
arrugó el ceño.
Tenía
unas gafas oscuras que ocultaban el frenesí de sus ojos. Llevaba un bastón
larguísimo con el que tanteaba el futuro de sus pasos. Vi que se disponía a
seguir y volví a hablarle.
—¿No
te acuerdas de mí?
—Cómo
olvidarte —dijo—. El problema es que no sé si eres tú o el recuerdo que tengo
de ti.
La
acompañé hasta su casa tomándola del brazo. Me preguntó por la moda de Milán,
me pidió que recordara un domingo cualquiera y que le describiera la ropa que
llevaba la gente en una plaza. Con los ojos ocultos era realmente bella.
Antes
de despedirnos me obligó a prometerle que iría a leerle.
El
lunes siguiente, a las diez de la mañana, estábamos sentados en la sala de su
casa hablando de un vestido de organdí.
En
fin, en fin, tras tanto acá y allá yendo y viniendo, tras tanto variar vida y
destino, y de moverme de uno en otro desatino, terminé por encontrar un plácido
equilibrio. Pasaba casi todo el tiempo en casa dedicado a leer (mi vida de
violinista estaba liquidada). Salía los miércoles a comprar comida y a pagar
las cuentas de los servicios. Casi todos los viernes iba al cine. Los lunes le
leía a Soledad.
Algunas
veces las visitas se prolongaban hasta por la tarde. Pronto se hizo común que
su madre me invitara a almorzar con ellas. Pronto llegó también a ser natural
que se marchara y nos dejara solos en la casa.
Cuando
Soledad me dijo que estaba embarazada agradecí en secreto que no hubiera visto
mi primer gesto.
Tardé
sólo unos segundos en reponerme del golpe, pensé: “Qué diablos” y le dije:
—Acabas
de hacerme el hombre más feliz que hay en el mundo.
Mis
visitas se intensificaron. Algunas noches de lluvia, la madre de Soledad me
invitaba a quedarme y cumplía con el protocolo de ponerme una sábana en el
sofá. Luego se encerraba en su cuarto prometiendo, sin decirlo, que no se
interesaría en lo que pasara esa noche en su casa.
Soledad
me conducía sigilosa hasta su cuarto y nos amábamos sin luz y sin tropiezos.
Un
día, cuando ya su barriguita era como una luna llena, fuimos de compras a un
centro comercial.
Como
no sabíamos si sería niño o niña, decidimos comprar ropa blanca en una de las
tiendas del segundo piso.
La
tienda de las cunas estaba en el primero.
Apenas
ayudé a Soledad a poner los pies en la escalera eléctrica sentí un relámpago en
la cabeza y me dejé arrastrar hacia lo hondo con una fascinación inexplicable.
Dos
peldaños delante de mí, Soledad y mi hijo viajaban confiados.
En
el techo de cristal se veía un hermoso cielo azul de primavera y pensé que la
vida era bella, después de todo.
También
esta patada fue involuntaria.