A comienzos del siglo XVII, un joven checo decidió buscar
un oficio tranquilo que, además de sustento, le diera alegría. Dos guías
vinieron a acompañarlo: Ubicuo y Engaño. Ubicuo lo condujo hasta un lugar
elevado desde donde podía ver el mundo: una ciudad de trazos laberínticos,
rodeada de murallas y de abismo. Engaño le puso mal puestos unos lentes que
mostraban las cosas como deben ser vistas.
El viaje comenzó junto a una puerta por donde entraba,
del abismo a la ciudad, una fila de seres aturdidos. Un viejo de ojos fieros,
llamado Destino, conminaba a cada uno a recibir un papel en el que había una
palabra: “Manda”, “Obedece”, “Escribe”, “Labra”, “Estudia”, “Juzga”,
“Construye”, “Pelea” y otras más. Ubicuo explicó al viajero que los recién
nacidos estaban recibiendo la tarea de su vida. Engaño le dijo que tomara su
papel y obedeciera sin protestas. Pero el joven le dijo a Destino que quería
ver el mundo antes de tomar una decisión. El viejo accedió con un gruñido. Tomó
un papel en blanco, escribió: “Especula”, y lo invitó a marcharse.
Ubicuo propuso que fueran al mercado, “donde tantos
oficios y edades y clases y razas se congregan”. El viajero pensó que aquella
multitud era como la de las abejas de un panal, pero mucho más extraña: unos
corrían, unos paseaban, unos yacían, unos vendían, unos compraban, unos reían,
unos cantaban, unos vociferaban, unos formaban grupos numerosos y otros se
aislaban. “Aquí tienes”, dijo Engaño, “la hermosa variedad de los humanos, la
imagen misma de Dios”. El viajero notó que por debajo de los lentes podía ver las
cosas como eran de verdad. Vio las máscaras que usaban para relacionarse, vio
las monstruosidades detrás de las máscaras. Cuando protestó por la impostura,
Engaño la llamó prudencia. Algunos que estaban cerca miraron al viajero con
enojo. Comprendió que debía cuidarse de expresar lo que veía. Así siguieron su
viaje.
El joven vio el barullo de las gentes, cada uno queriendo
hablar más fuerte que los otros, procurando la atención de multitudes; vio a
montones ocupando su vida en necedades; vio gente caminando con espejos para
verse caminando; vio gente caer y gente reír por la caída; vio a algunos
sonreírse de frente y agraviarse en la distancia; vio los zancos con que
algunos pretendían ponerse por encima de los otros, y vio a los otros buscando
que tropezaran; vio a unos hombres destruir lo que hacían otros hombres; vio a
la Muerte incansable; vio a los hombres decididos a ignorarla.
Ninguna esfera humana se escapa a la mirada desnuda que
Comenius nos ofrece en El laberinto del
mundo (1623). Ahí están las miserias de la vida conyugal, las desdichas y
absurdas tareas que ocupan los días de todos los oficios, la vanidad de las
clases instruidas, la corrupción de gobernantes y jerarcas religiosos, el
cotilleo, la envidia, la crueldad, el desprecio. Sólo unos pocos hombres silenciosos
parecían escapar a esa miseria general, pero Engaño se las arregló para alejar
al viajero. Omito aquí el final de la historia porque después del recorrido se
antoja inútil hablar de esos asuntos. Sólo quiero decir que El laberinto del mundo es una joya de la
literatura alegórica, a la altura de la Divina Comedia, y que si el libro de
Comenius no ha tenido un prestigio similar es porque afirma que la vida puede
ser mucho peor que el Infierno de Dante. Tal vez por eso se acaba.
Publicado en Vivir en El Poblado el 30 de mayo de 2013.
No hay comentarios:
Publicar un comentario