Me duele el estómago de reírme con la lectura del libro de Manuel García Viñó, El País: La cultura como negocio, en especial con sus comentarios satíricos sobre las "glorias" literarias que ha fabricado el grupo Prisa, de España. Cuesta creer que ganadores de premios literarios y académicos de la lengua y candidatos al Nobel (nominados por otros escritores del mismo grupo), puedan escribir tan mal y deban su presencia en el Parnaso a esa caja de resonancia compuesta, entre otros, por el diario El País, Alfaguara, la cadena Ser y CanalPlus.
Casi diez años han pasado desde la publicación del libro de García Viñó, el grupo Prisa no es lo que era, pero sigue dictando el canon, porque la industria editorial sigue siendo un mecanismo bien montado y la gente sigue comprando libros por razones similares.
A pesar de las repeticiones excesivas y una edición descuidada, El País, la cultura como negocio es un libro necesario, en especial para los amantes de la literatura. Quizá las mejores ideas de ese libro están resumidas en un valiente artículo de Juan Goytisolo que García Viñó reproduce en integridad. Fue publicado en El País y desencadenó reacciones de las plumas al servicio del grupo Prisa. Es una lección de dignidad artística y no puedo resistir la tentación de reproducirlo.
Vamos a menos
Por Juan Goytisolo
La decisión del jurado
del Premio Cervantes el pasado mes de diciembre prueba de modo concluyente (por
si hubiera aún necesidad de ello) la putrefacción de la vida literaria
española, el triunfo del amiguismo pringoso y tribal, la existencia de
fratrías, compinches y alhóndigas, la apoteosis grotesca del esperpento. Sí, Spain
is different, y lo es sin remedio. Las vehementes declaraciones de
amor del laureado, de un amor que, a diferencia del de Wilde y Gide, sí se
atreve a decir su nombre, al secretario de Estado de Cultura ('¡Ay, mi amor,
cuántas cosas te debo! Me has hecho un hombre. De verdad que estoy con
vosotros. Cuenta conmigo para lo que quieras'); sus expresiones chulas e
insultantes respecto a los otros candidatos, entre los que por fortuna no me hallaba
yo ('ahora sí que les hemos jodido bien', '¡esto es la polla!'); sus muy
rendidas gracias a quienes 'se lo han trabajado [el premio] a muerte' (su
padrino, José Hierro y el crítico estrella de este periódico), resultarían
inconcebibles en otro país que el nuestro. En la flamante España que va
a más, la ignorancia, desfachatez y venalidad reinantes permiten
galardonar no a Valente, sino a don José García Nieto, pues en razón de la
ausencia casi general de criterios de valor, todo vale. En corto, la cultura ha
sido sustituida por su simulacro mediático y nadie o muy pocos elevan la voz
contra ese estado de cosas. La resignación y el conformismo con los poderes
fácticos reinan en el campo literario como en los felices tiempos del
franquismo.
Lo más extraordinario de este inefable festival de burlas y
vanidades es la insistencia del galardonado en la índole 'política' de su
premio y su recompensa a 'la España progresista' que él encarna. ¡El
autoproclamado escritor de izquierdas, e incluso rojo, publicaba sin duda en Cuadernos
de Ruedo Ibérico o Nuestras Ideas, y no en la La
Gaceta Literaria! Para un memorialista de su pedigrí, la desmemoria
que afecta a la vida española es una baza única. ¡Del patrocinio de don Juan
Aparicio al de Luis Alberto de Cuenca, qué impecable trayectoria de izquierdas!
Mas lo ocurrido con el
cervantes -empleemos la minúscula para evitar el ultraje a la memoria de
nuestro primer escritor- no puede considerarse con todo un hecho aislado: se
inscribe en un cuadro genérico de premios, recompensas, medallas, galardones,
ditirambos y propaganda desaforada destinados a transformar en obras de arte
unos partos de mediocridad escasamente áurea cuando no atentados mortales a la
inteligencia y buen gusto. La distinción fundamental entre el texto literario y
el producto editorial ha sido cuidadosamente borrada y, para emplear los
términos acuñados por Antonio Saura, el 'hipo de la moda' se confunde con 'la
moderna intensidad'. No tengo nada en contra de los buenos 'productos' que
sirven de soporte material a la publicación de obras minoritarias y de mayor
enjundia. Una gran editorial como Gallimard -a la que se tributó un merecido
homenaje en la Feria del Libro de Guadalajara- ha sabido combinar unos y otras
durante casi un siglo hasta componer un catálogo digno de admiración. Pero en
España, en donde la cultura es escasa y superficial, víctima de nuestra trágica
discontinuidad histórica -¿puede considerarse 'normal' un país en el que el
lector no pudo acceder al disfrute de una obra como La Regentadurante
más de cuarenta años?-, el empeño de algunos en sostener la obra de calidad
lucha quijotescamente contra la ignorancia de los más y la demostrada
incompetencia de los dómines de la cultura. Si a ello añadimos el hecho de que
la educación se ha convertido en una nueva forma de calamidad pública -como
señaló recientemente Juan Pablo Fusi, el nivel de conocimientos de los
universitarios de hoy en las disciplinas de humanidades es tal vez inferior al
de los colegios de enseñanza media de la Institución Libre de Enseñanza en
tiempos de Cánovas-, obtendremos un cuadro completo de la desertificación ética
y literaria de nuestra España de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos.
No hay que extrañarse así de que en este clima triunfalista y deletéreo de
sometimiento a lo inane, pero mediático -o por mejor decir, de mediático por lo
inane-, asistamos a la reproducción clónica de premios y obras premiadas, en
los que el contenido del libro viene determinado de antemano por estrategias e
imperativos de su promoción. Una buena promoción suple con creces la baratija
impresa y atenúa el hedor de lo manido y rancio con un buen empaquetado de
regalo de Nina Ricci o Dior. Todo ello no sería posible sin la complicidad
activa o pasiva de las páginas culturales de los grandes periódicos,
dependientes, como nadie ignora, de intereses políticos o empresariales más o
menos confesables. Cualquier crítico o escritor de escaso fuste pero de muchas
campanillas puede pontificar sobre la 'retórica hueca' de Valente o perdonar la
vida a Borges mientras proclama al inefable cervantes de las botas negras
brillantes y pañuelo rosa o de bufanda blanca y pantalón rojo eléctrico, lo
mismo da, el mejor escritor de todas las Españas. Cualquier avispado columnista
de cartón piedra puede establecer, con ayuda o sin ayuda del ministerio, su
canon literario y forjarse de ese modo, a costa de omisiones mezquinas y
flagrantes desafueros, una pequeña celebridad. Los amores y desamores de los
pretendientes a Bloom mas de integridad condigna de un cabecilla de taifa,
reflejan fielmente lo que escribió Cernuda -a quien no se lee y se cita con
desparpajo- en uno de sus ensayos: 'Lo lamento, pero la crítica no consiste
como creen ahí, en administrar un compuesto de azúcar, melaza, sacarina y
jarabe a aquellos escritores admirados y palo tras palo a aquellos detestados
por el crítico, sino otra cosa'. Para desdicha nuestra, esta 'otra cosa' sigue
brillando por su ausencia. Recuerdo la reseña de una novela de difícil
repercusión fuera de España en la que el crítico prodigó 16 adjetivos de elogio
(cinco de ellos terminados enante). El mismo crítico se despachó a
gusto con otra -ésta sí traducida posteriormente a varias lenguas no obstante
su índole minoritaria- con un número apenas inferior de frases o términos
demoledores y despectivos.
Pero en un caldo de
cultivo como el de nuestra villa y corte, en el que la tontería y falsedades de
las que habla Cernuda pasan por valores contantes y sonantes, nada significa ya
nada. Igual da Gala que martingala y Verdi que Monteverdi ('basta quitarle el
Monte', como dijo un musicólogo de tertulia). Los opiniónomos y sabios
disciernen títulos de gloria o de infamia sin tomarse la molestia de leer a
quienes trituran o ensalzan. (Hace años incurrí en la ingenuidad de presentarme
a una plática radiofónica sobre la novela que acababa de publicar. Al llegar
con unos minutos de antelación al estudio sorprendí a los contertulios mientras
leían apresuradamente la contracubierta del libro para saber de qué iba. Los
ejemplares a su disposición lucían una virginidad ajena a todo manoseo zafio. A
pesar de ello, al empezar la charla, tres de ellos alabaron la obra y uno la
criticó con dureza. Pero se trataba de una iluminación directa del Espíritu
Santo, ya que ninguno la había leído).
Es una desdicha que el
Paráclito no alumbre casi nunca las mentes de nuestros reesponsables
culturales. Sus intervenciones salvíficas son más bien raras. ¡Ojalá tuviésemos
con nosotros a este camarero de un restaurante popular de Monterrey que me
habló de unas semanas deDisciplina Clericalis y de don Sem Tob! De
depender de mí, le habría nombrado inmediatamente ministro de Educación.
La amenaza más grave que
hoy pesa sobre el escritor y el futuro mismo de la literatura es su rendición
sin combate a los halagos del poder mediático y a las crudas leyes de la
compraventa: el tanto vendes tanto vales que levanta hasta los cuernos de la
luna a los fabricantes de best- sellers y margina a quienes
escriben sin anhelo de recompensa y permanecen fieles a la ética del lenguaje.
Como escribía en su bello discurso de recepción del Nobel el novelista chino
Gao Xingjian, 'si el juicio estético del escritor debiera seguir las tendencias
del mercado, ello equivaldría al suicidio de la literatura'.
Para no suicidarse, el
escritor tiene que aceptar en efecto la soledad creadora, mucho menos dramática
por fortuna que la de quienes, como Osip Mandelstam o Bulgakov, no pudieron ver
impresa su obra o perecieron a causa de su exigencia moral y estética
insobornable. Evocar el destino de éstos o de algunos grandes creadores de
nuestra lengua (de los que tan poco sabemos) resultaría una ayuda preciosa en
el momento de afrontar la alternativa. No pienso aquí en las plumas serviles o
zafias que existen tan sólo a la sombra del poder o gracias a su continua
presencia mediática sino en aquellas que, dotadas de la sensibilidad innata del
escritor capaz de plasmar su visión del mundo, sacrifican su precioso don al
afán barato de hacer carrera.
Una prensa atenta a la
educación ciudadana debería cuidar de la defensa de los valores literarios y
artísticos más allá de las modas y combinaciones mercantiles. Dicha labor no es
cómoda en un medio habituado a la confección y venta de productos de
asimilación instantánea conforme a las normas de las sociedades configuradas
por el mercado global (productos consumidos a su vez por éstas con la misma
facilidad y rapidez que las hamburguesas zampadas, digeridas y evacuadas de sus
hamburgueserías). Pero los críticos que aceptan sin pestañear dicho orden de cosas
y ensalzan regularmente las obras plastificadas y fabricadas en serie deberían
comparecer ante un tribunal de deontología. Que los órganos de prensa venales o
al servicio del poder -para el que la cultura es sólo un motivo de decoración o
alarde vano- participen en tal almoneda no puede sorprender a nadie. En otros
casos dicha conducta resulta más difícil de encajar.
EL PAÍS es 'algo más que
un periódico'. Es también, como sabemos, la matriz o pieza clave de un poderoso
grupo empresarial con ramificaciones en el ámbito editorial y en diversos
medios de comunicación de España e Iberoamérica. Su credibilidad informativa le
ha permitido conquistar de buena ley una audiencia internacional y alzarse al
nivel de los cuatro o cinco mejores periódicos del mundo. Merced a ello podemos
disfrutar de la lectura de algunas de las mejores plumas españolas y
extranjeras tocante a los problemas y realidades acuciantes con las que debemos
lidiar. En mis viajes a diversas zonas conflictivas a lo largo de la última
década he podido comprobar igualmente la excepcional seriedad y competencia de
sus corresponsales en los Balcanes, Rusia, Oriente Próximo y el Magreb. Pero
advierto con creciente inquietud -y esto es la otra cara de la moneda, visible
no obstante, a todo observador sin anteojeras- la incidencia de una serie de
presiones internas y externas, ligadas a su dimensión empresarial y a la
imbricación que conlleva, que ponen a dura prueba en una de sus secciones sus
designios de imparcialidad.
Si al cabo de los años
leo siempre con el mismo incentivo las páginas de Opinión y las informaciones y
crónicas internacionales (las de España me interesan menos con excepción de las
que tocan al País Vasco, el racismo y la inmigración), en el campo cultural
verifico a menudo la fuerza de estas presiones y la existencia de un lo
nuestro y lo ajeno de un nosotros y ellos que
justifican un muy diferente trato a autores y obras según pertenezcan o no al
grupo multimedia o, lo que es peor, sean amigos o no de quienes a la sombra
pinchan y cortan.
No descubro el
Mediterráneo si señalo que algunas informaciones sobre el número de premios
acumulados y ejemplares vendidos de un autor de la casa, reiterados con
machaconería, corresponden más bien a las funciones de un buen agente literario
que a las de un periódico serio cuya fiabilidad nadie debería poner en duda.
Tampoco descubro el Atlántico si apunto al hecho de que el nombre de ciertos
autores es escamoteado por causas que los interesados ignoran y que ese
ninguneo llega a tales extremos que se puede informar sobre la presentación de
un libro y omitir el nombre del presentador (esto acaeció la pasada primavera
con la del bello poemario póstumo de Carlos Fuentes Lemus; su presentador,
Julián Ríos, desapareció de la reseña del acto). Se me dirá que esto puede
ocurrir en todos los diarios. Mas la índole sistemática de las promociones y
ninguneos no debería sobrepasar ciertos límites so pena de afectar la confianza
que deposita en ellos el lector.
Algunas omisiones, por
minúsculas que sean, pueden acarrear consecuencias dañinas y citaré un ejemplo
que me atañe. Cuando el imam Jomeini decretó su célebre fatwua contra
Salman Rushdie, recibí en Marraquech una llamada telefónica de Londres para
solicitar mi firma en una carta cuyo texto fue publicado el día siguiente en The
Times. Por más señas, fui el único firmante español y el único que
suscribió la protesta contra el desafuero en un país musulmán. Poco después, la
misma carta, con sus signatarios, apareció en este periódico. Sólo faltaba mi
firma: detalle insignificante y al que no presté mayor atención. Pero he aquí
que al cabo de unos años un colega me reprochó, de buena fe sin duda, haber
negado mi apoyo moral al escritor perseguido. Entonces comprobé, con retraso,
las secuelas de ciertas omisiones para mí tan misteriosas como las que existían
en tiempos de la censura franquista, y lamenté no haber indicado públicamente
el escamoteo de mi nombre en la lista reproducida en EL PAÍS en forma de
comunicado o anuncio.
Más allá de estas
anécdotas de escaso interés para el lector, percibo en las páginas de Cultura
los corolarios de una endogamia que, por acentuarse de año en año, corre el
riesgo de convertirse en autismo. La existencia de unos intelectuales
orgánicos, no ya al servicio de un partido político o grupo social, sino de la
empresa, tiene a la corta o a la larga efectos negativos si no se toma
conciencia de ello y no se adoptan medidas para circunscribir el mal. Todos
conocemos a estos escritores (buenos o mediocres, igual da) que están siempre en
la brecha, allí donde deben estar y que si critican lo divino y lo humano se
guardan muy mucho de emitir el menor reparo al funcionamiento del sector
cultural y a unos favoritismos de los que son los primeros beneficiarios. Tal
vez eso sea inevitable y difícil de erradicar. Pero si desaparecen las voces
críticas o son ahogadas por un discurso satisfecho y eufórico -como sucedía en
otra escala, mucho más nociva, en las antiguas Uniones de Escritores de los
países del 'socialismo real'- se corre el riesgo de hablar y aplaudir a quien
habla de forma 'autorizada'; en otras palabras, de confundir la voz propia con
la voz de la sociedad.
Junto a la figura del
Defensor del Lector a secas, habría que crear la de un Defensor del Lector
Literario, con el encargo expreso de señalar los usos y abusos de nuestro
peculiar Parnaso con la ironía de un Larra o un Clarín; el elogio en el que no
cree ni el que lo da ni el que lo lee ni a veces, si conserva una pizca de
lucidez, el que lo recibe; los compadreos, aborrecimientos y exclusiones ajenos
a toda ética y sentido común; la censura comercial mucho más solapada y
mortífera que la antigua censura religiosa, ideológica o política. Hoy, como
hace cuarenta años, lo que entiendo por crítica literaria -extraño quizás a la
mentalidad española,según creía Cernuda- se refugia de ordinario en unas pocas
revistas independientes de toda subvención estatal y autonómica, como es el
caso heroico de Quimera o Archipiélago, o
recurre al libelo provocador pero saludable del samizdat. Quién
sabe si los foros espontáneos de internautas serán en el futuro la única
alternativa viable a la tiranía de la trivialidad.
Las cosas no han
cambiado mucho desde el día en el que el último cervantes llegó al café Gijón.
En mi novela Don Julián -prohibida por los servicios del
entonces padrino de aquél-, hablaba de 'esas estatuas todavía sin pedestal,
pero ya con la mímica y el desplante taurómacos' de los escaladores del
'laurífico escalafón, que vierten a raudales su simpático don de gentes: si me
citas te cito, si me alabas te alabo, si me lees te leo: ¡original y castizo
sistema crítico fundado en la tribal, primitiva economía de trueque! ¡Poetas,
narradores, dramaturgos, al acecho de planetario premio, de alcaponesca beca!:
trenzándose, entretanto, unos a otros, floridas guirnaldas, prodigándose
henchidos elogios, redactando sonoros panegíricos: fuera de tono, inauténticos
siempre excepto cuando airada, recíprocamente se combaten', etcétera.
Cualquier parecido con
el Parnaso de hoy sería desde luego simple coincidencia. En este campo, si
tenemos en cuenta los estragos de la seudocultura mediática y la ignorancia
general de nuestro pasado, incluso el más próximo, no cabe sino concluir que vamos
a menos.
El País. 10 de enero de 2001.
No hay comentarios:
Publicar un comentario