martes, 28 de mayo de 2013

Gabriel y la dignidad





Hace cuatro meses, cuando Gabriel llegó a casa de Sofía, era poco más que un montón de huesos unidos por débiles cartílagos, por sombras de músculos, y un par de ojos dulces.
Al principio Sofía no entendió por qué su madre le regalaba esa derrota hecha caballo. Viven en una granja en las estribaciones de los Catskills donde los humanos están al servicio de los animales, era evidente que Gabriel necesitaba un hogar, pero lo que no estaba claro era por qué llegaba en forma de regalo.
Sofía acababa de cumplir treinta años y seguía acomodándose sin drama en una personalidad tranquila y lúcida, en una especie de cima montañosa desde donde es posible ver, sin alterarse, la locura inicial, los años en que “la bestia” que había en ella trató de destruirla de muchas maneras. La bestia no se quedó sin probar nada: alcohol, drogas, troncos de árboles contra los que su coche se estrellaba sin conseguir matarla.
Luego vino la guerra. Algo dentro de Sofía había tocado fondo y entrar al ejército fue la forma de volver a empezar. Sofía estuvo en Irak, sobrevivió el adoctrinamiento de los primeros meses, se movió por las cocinas de los campamentos, limpió escritorios de generales, donde había secretos inconfesables, entendió que la guerra es un negocio y vio morir gente destrozada por razones absurdas. Mucho de lo que Sofía es hoy se lo debe al ascetismo que aprendió durante esos cuatro años, a la conciencia que encontró de que muy dentro de ella había una fuerza virtualmente indoblegable.
De manera que, cuando Gabriel llegó, Sofía no se detuvo a pensar en el mensaje detrás de ese regalo, sino que se puso de inmediato en la tarea de salvarle la vida. Gabriel era un animal humillado. Cuando Sofía levantaba la mano para acariciarlo, Gabriel intentaba escapar sobresaltado. Ni siquiera era posible imaginar que algún día pudiera montarlo.
Sofía encontró en el cuidado de Gabriel la distracción necesaria para sobrellevar la espera. Su novio es un sargento que ahora mismo está en Colombia en misión militar. Se conocieron en Alemania y han vivido separados por las guerras del mundo, reencontrándose por semanas, tratando de planear un futuro que unas veces parece realizable y otras, una ilusión que se diluye.
Mientras Sofía ha venido suspirando, ha seguido cuidando día a día de Gabriel, ha vivido una historia de amor mucho más simple y real y cotidiana. Cuando por fin pudo montarlo, Sofía se sintió decepcionada. No se sabe nada del pasado de Gabriel. Sofía y su madre calculan que tiene catorce años, unos cincuenta y cinco en el tiempo de los humanos. Durante las primeras cabalgadas, Gabriel parecía débil de carácter, demasiado pusilánime para entusiasmar a una mujer acostumbrada a caballos avasallantes. Llegó a pensar en regalarlo y conseguirse uno mejor.
Pero el tiempo pasó y un día, hace muy poco, Gabriel sorprendió a Sofía con una serie de pasos, de trotes, de figuras que sólo pueden hacer los caballos finos. Ahora está gordo y colorado, como dirían las madres paisas. El resto de su cuerpo se ha puesto a la altura del brillo de sus ojos. Ahora Gabriel es un viejo que ha encontrado una segunda juventud y que sonríe cuando siente la alegría y la sorpresa de su chica, la apacible sanadora que tuvo que ir a la guerra, que tuvo que combatir a la bestia que había en ella, para entender que el amor es una planta que se riega día a día, y que su fruto es la dignidad.

Oneonta, marzo de 2009.


Publicado originalmente en Centrópolis, el periódico del centro de Medellín.





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