Apuntes sobre La Celestina y la tradición picaresca.
‘El silencio escuda y suele
encubrir’, dice la primera de las octavas acrósticas que abren la Tragicomedia
de Calixto y Melibea, o La Celestina, un texto que podemos
considerar inaugural de la tradición picaresca.
Curioso que el
primer sustantivo de la tradición sea el silencio, pero más que curioso
revelador de los motivos e intenciones de un género que se ha instalado siempre
en la periferia: en las periferias de las urbes, en las periferias de la
sociedad, en las periferias del lenguaje.
En el verso citado,
el silencio es todo menos ausencia; todo, menos vacío. Al ‘encubrir’ oculta y
se hace cómplice de una falta y al ‘escudar’ protege de los ataques. Tras él se
esconde lo no dicho, quizá la parte más importante, sincera y vulnerable de un
texto, también la más rebelde y peligrosa, pues al negarse a entrar en los
pactos y convenciones del discurso –lo que puede decirse– conserva intacta su
carga de libertad y rebeldía.
El texto pícaro
es un texto autoconsciente de silencios y en ocasiones existe en función de
ellos. Sabe que las palabras son siempre incapaces de expresar completamente y
por eso sólo las emplea como sofismas, como estratagemas, como trazos que
pactan y fingen sometimiento y obediencia mientras van delineando
minuciosamente, con precisión y claridad, los bordes de lo inexpresado.
Conviene
detenernos a analizar la complicidad y la protección que ofrece el silencio.
Cuando se dice que ‘escuda’, está implícito el concepto de ataque. El
silencio es defensa de seres perseguidos y atacados. No es gratuito, entonces,
que los personajes de la picaresca suelan ser seres golpeados física y
moralmente por su sociedad. Pero, más que los personajes, el autor mismo es un
perseguido que construye sus defensas con silencios, con omisiones y elipsis
que sin embargo no desaparecen del texto, que se ofrecen al lector como
espacios para llenar y frente a los cuales el autor sigue ejerciendo un dominio
desde el texto (el lector posee una libertad relativa para llenar lo no dicho;
en la mayoría de los casos el narrador ofrece pocas libertades).
Más interesante
aún es la función encubridora del silencio. ‘Encubrir’ implica falta (culpa) y
complicidad. El silencio se convierte en aliado de la transgresión. Cada vez
que una obra deja de decir, podemos inferir una culpa, una trasgresión, una
violación del orden predominante.
Pero sería un
error centrar nuestro análisis en este primer verso de la Celestina, sin
considerar el verso que le sigue:
‘El silencio
escuda y suele encubrir,
La falta de
ingenio y torpeza de lenguas’.
Cuando se leen
estos dos versos como una unidad, el significado del primer verso cambia, se
diluye, parece perder su potencia al pactar con la sabiduría popular. Pero lo
que ha ocurrido es una muestra de la gran habilidad del autor del texto pícaro,
la manifestación más osada de su silencio: la del decir y desdecir.
La Celestina es un
texto de silencios revelados, expuestos a la luz pública, pero disueltos,
disimulados con permanentes contradiscursos. Contradiscursos son los gritos de
los moribundos que piden confesión, después de que nos han sido mostrados –y
nos hemos regodeado– el relato de sus faltas. Contradiscurso es la ausencia
radical de un narrador, que de esta manera adquiere distancia frente al
comportamiento de sus personajes. La narración implica atención, interés, en
cierta forma implica una apología. Al eliminarla por completo del texto y dejar
sólo diálogos se dibuja, se perfila, una aparente censura.
El poema
acróstico que abre el libro, con el nombre del autor revelado y oculto, revela
la tensión constante de un texto como La Celestina. La tradición
picaresca se inicia con uno de los recursos más sofisticados del silencio: la
de lo que se dice sin que parezca que ha sido dicho.
Otro recurso
interesante en esta obra consiste en la omisión deliberada de escenas
importantes. En el canto primero, por ejemplo, la conversación entre Calixto y
la Celestina, la que determina el resto de la trama, es omitida y suplantada
por una conversación de menor importancia que transcurre al mismo tiempo. En
cuanto texto que se hace desear, que no se entrega fácilmente, que nunca revela
la totalidad de sus elementos, el texto pícaro se erige a sí mismo como un
cuerpo silencioso que se convierte en réplica del ‘deseo’ de posesión que está
en el centro de las motivaciones de los personajes.
Idéntico recurso
es el que observamos en el momento en que Calixto y Melibea por fin se
encuentran. El texto se corta de manera abrupta, muestra una breve escena entre
Tristán y Sosia, para después volver a los lamentos de Melibea por la
virginidad perdida. La escena primordial ha sido omitida y, al hacerlo, el
autor confirma una vez más que la fuerza, las motivaciones que mueven a los
personajes, son asuntos que quedan –que deben quedar– por fuera del texto.
‘Lo no dicho’
funciona en diferentes niveles en la novela picaresca. Como ya lo hemos
mencionado, es un recurso del narrador para perfilar sus contenidos más fuertes
y peligrosos, aquellos que le pueden deparar castigos.
Lo no dicho es,
también, una forma de construcción del personaje, que de esta manera se vuelve
mucho más complejo, menos encasillable por el discurso.
Pero es
necesario considerar un nivel de ‘lo no dicho’ que corresponde al contexto de
la novela picaresca.
La novela picaresca
es, en sí misma, el territorio de lo que no se dice, es el texto que se ocupa
de las palabras o acciones de quienes no cuentan en una sociedad, ya sea por su
marginalidad social o económica –como en el caso del Lazarillo o de los
personajes de Rinconete y Cortadillo– o porque su función
dentro de la sociedad debe permanecer oculta en aras del orden moral –como en
el caso de la Celestina.
Desde esa
perspectiva, el texto picaresco es lo no dicho. Es, en sí mismo, un
contradiscurso que se le opone al discurso del establecimiento, al de los
grupos dominantes con sus privilegios, entre los que se cuenta el control de
los discursos.
Resulta lógico,
entonces, que el texto picaresco suela ser un texto permanentemente atento a
las posibilidades y usos del lenguaje. Al hacer uso de unos términos que no le
pertenecen, el texto pícaro se presenta siempre como una traducción de un
discurso que no tiene un lenguaje propio. La lectura del texto pícaro
plantea problemas similares a los que plantea la lectura de una
traducción, está siempre presente la tensión entre lo que se quiso decir y lo
que finalmente se dijo. El pícaro (el personaje y el narrador pueden ser vistos
como niveles de una representación) es en esencia un ser desarraigado,
exiliado, un extranjero que intenta sobrevivir y conserva la propia integridad
de sus valores en condiciones de enajenación. El pícaro es un extranjero, un
indocumentado, que se ve obligado siempre a representar, a fingir sometimiento,
lealtad, disciplina. Es, en últimas, aquel que vive casi siempre atrincherado
en el silencio para seguir viviendo.
En el silencio
vive ese Larazillo que parece revelarnos muchas cosas de su vida, pero que sólo
está revelando detalles del mundo que lo rodea. Con todo y las confesiones
sobre su infancia, con todo y la minuciosidad de detalles con que se refiere a
episodios como el del ciego o el del clérigo, el Lazarillo es un misterio que
jamás no es mostrado en el texto. Vemos los golpes que recibe, vemos sus ganas
de comer (de hacer ‘invisibles’ los alimentos, vemos incluso sus lágrimas al
despedirse de su madre, pero no vemos su verdadera identidad, sus sentimientos,
sus recuerdos, su opinión sobre esa ‘Vuestra Merced’ a la que le habla.
Más allá de
omisiones notables (como la del tratado cuarto, donde las vejaciones sufridas
parecen ser más dolorosas porque el narrador las elude, o como las referentes a
sus primeros ocho años), el texto omite, como en La Celestina, un
factor central de su desarrollo: lo que significa para el narrador personaje el
hecho de poder ‘arrimarse a los buenos’.
El último
tratado nos ofrece una prueba adicional de que estamos frente a una
construcción discursiva que encubre y protege motivaciones ulteriores. Al
negarse a discutir asuntos que su propia narración hace evidentes (la
infidelidad de su esposa con el alguacil), confirmamos una vez más el carácter
hermético del personaje. El texto mismo alerta constantemente contra lo
‘invisible’, a través de recurrencias en torno al tema de la ceguera. El mismo
trasfondo cultural del narrador sugiere dimensiones no desarrolladas ni
expuestas íntegramente en el texto.
Y como ya quedan
sólo cinco minutos, y creo que me voy a quedar con las ganas de hablar de
manera amplia sobre Rinconete y Cortadillo, diré al menos que ese
texto confirma rasgos de la tradición picaresca, como el carácter marginal de
los personajes y el juego con el lenguaje. Pero quizá lo más notorio del texto
radica en que es una reflexión sobre el carácter equívoco de todo discurso, de
cómo el lenguaje, el discurso, la voz –al igual que el silencio, pero en
sentido contrario– encubre y protege, ya no al perseguido o al marginal, sino
que es una herramienta para disponer los valores y la moral del lado de quien
lo posee.
El discurso es
la alcahueta del que ha conseguido que sus crímenes sean legitimados.
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