miércoles, 8 de mayo de 2013

Lo que encubre el silencio

Apuntes sobre La Celestina y la tradición picaresca.



‘El silencio escuda y suele encubrir’, dice la primera de las octavas acrósticas que abren la Tragicomedia de Calixto y Melibea, o La Celestina, un texto que podemos considerar inaugural de la tradición picaresca.
Curioso que el primer sustantivo de la tradición sea el silencio, pero más que curioso revelador de los motivos e intenciones de un género que se ha instalado siempre en la periferia: en las periferias de las urbes, en las periferias de la sociedad, en las periferias del lenguaje.
En el verso citado, el silencio es todo menos ausencia; todo, menos vacío. Al ‘encubrir’ oculta y se hace cómplice de una falta y al ‘escudar’ protege de los ataques. Tras él se esconde lo no dicho, quizá la parte más importante, sincera y vulnerable de un texto, también la más rebelde y peligrosa, pues al negarse a entrar en los pactos y convenciones del discurso –lo que puede decirse– conserva intacta su carga de libertad y rebeldía.
El texto pícaro es un texto autoconsciente de silencios y en ocasiones existe en función de ellos. Sabe que las palabras son siempre incapaces de expresar completamente y por eso sólo las emplea como sofismas, como estratagemas, como trazos que pactan y fingen sometimiento y obediencia mientras van delineando minuciosamente, con precisión y claridad, los bordes de lo inexpresado.
Conviene detenernos a analizar la complicidad y la protección que ofrece el silencio. Cuando se dice que ‘escuda’, está implícito el concepto de ataque. El silencio es defensa de seres perseguidos y atacados. No es gratuito, entonces, que los personajes de la picaresca suelan ser seres golpeados física y moralmente por su sociedad. Pero, más que los personajes, el autor mismo es un perseguido que construye sus defensas con silencios, con omisiones y elipsis que sin embargo no desaparecen del texto, que se ofrecen al lector como espacios para llenar y frente a los cuales el autor sigue ejerciendo un dominio desde el texto (el lector posee una libertad relativa para llenar lo no dicho; en la mayoría de los casos el narrador ofrece pocas libertades).
Más interesante aún es la función encubridora del silencio. ‘Encubrir’ implica falta (culpa) y complicidad. El silencio se convierte en aliado de la transgresión. Cada vez que una obra deja de decir, podemos inferir una culpa, una trasgresión, una violación del orden predominante.
Pero sería un error centrar nuestro análisis en este primer verso de la Celestina, sin considerar el verso que le sigue:
‘El silencio escuda y suele encubrir,
La falta de ingenio y torpeza de lenguas’.
Cuando se leen estos dos versos como una unidad, el significado del primer verso cambia, se diluye, parece perder su potencia al pactar con la sabiduría popular. Pero lo que ha ocurrido es una muestra de la gran habilidad del autor del texto pícaro, la manifestación más osada de su silencio: la del decir y desdecir.
La Celestina es un texto de silencios revelados, expuestos a la luz pública, pero disueltos, disimulados con permanentes contradiscursos. Contradiscursos son los gritos de los moribundos que piden confesión, después de que nos han sido mostrados –y nos hemos regodeado– el relato de sus faltas. Contradiscurso es la ausencia radical de un narrador, que de esta manera adquiere distancia frente al comportamiento de sus personajes. La narración implica atención, interés, en cierta forma implica una apología. Al eliminarla por completo del texto y dejar sólo diálogos se dibuja, se perfila, una aparente censura.
El poema acróstico que abre el libro, con el nombre del autor revelado y oculto, revela la tensión constante de un texto como La Celestina. La tradición picaresca se inicia con uno de los recursos más sofisticados del silencio: la de lo que se dice sin que parezca que ha sido dicho.
Otro recurso interesante en esta obra consiste en la omisión deliberada de escenas importantes. En el canto primero, por ejemplo, la conversación entre Calixto y la Celestina, la que determina el resto de la trama, es omitida y suplantada por una conversación de menor importancia que transcurre al mismo tiempo. En cuanto texto que se hace desear, que no se entrega fácilmente, que nunca revela la totalidad de sus elementos, el texto pícaro se erige a sí mismo como un cuerpo silencioso que se convierte en réplica del ‘deseo’ de posesión que está en el centro de las motivaciones de los personajes.
Idéntico recurso es el que observamos en el momento en que Calixto y Melibea por fin se encuentran. El texto se corta de manera abrupta, muestra una breve escena entre Tristán y Sosia, para después volver a los lamentos de Melibea por la virginidad perdida. La escena primordial ha sido omitida y, al hacerlo, el autor confirma una vez más que la fuerza, las motivaciones que mueven a los personajes, son asuntos que quedan –que deben quedar– por fuera del texto.
‘Lo no dicho’ funciona en diferentes niveles en la novela picaresca. Como ya lo hemos mencionado, es un recurso del narrador para perfilar sus contenidos más fuertes y peligrosos, aquellos que le pueden deparar castigos.
Lo no dicho es, también, una forma de construcción del personaje, que de esta manera se vuelve mucho más complejo, menos encasillable por el discurso.
Pero es necesario considerar un nivel de ‘lo no dicho’ que corresponde al contexto de la novela picaresca.
La novela picaresca es, en sí misma, el territorio de lo que no se dice, es el texto que se ocupa de las palabras o acciones de quienes no cuentan en una sociedad, ya sea por su marginalidad social o económica –como en el caso del Lazarillo o de los personajes de Rinconete y Cortadillo– o porque su función dentro de la sociedad debe permanecer oculta en aras del orden moral –como en el caso de la Celestina.
Desde esa perspectiva, el texto picaresco es lo no dicho. Es, en sí mismo, un contradiscurso que se le opone al discurso del establecimiento, al de los grupos dominantes con sus privilegios, entre los que se cuenta el control de los discursos.
Resulta lógico, entonces, que el texto picaresco suela ser un texto permanentemente atento a las posibilidades y usos del lenguaje. Al hacer uso de unos términos que no le pertenecen, el texto pícaro se presenta siempre como una traducción de un discurso que no tiene un lenguaje propio. La lectura del texto pícaro plantea problemas similares a los que plantea la lectura de una traducción, está siempre presente la tensión entre lo que se quiso decir y lo que finalmente se dijo. El pícaro (el personaje y el narrador pueden ser vistos como niveles de una representación) es en esencia un ser desarraigado, exiliado, un extranjero que intenta sobrevivir y conserva la propia integridad de sus valores en condiciones de enajenación. El pícaro es un extranjero, un indocumentado, que se ve obligado siempre a representar, a fingir sometimiento, lealtad, disciplina. Es, en últimas, aquel que vive casi siempre atrincherado en el silencio para seguir viviendo.
En el silencio vive ese Larazillo que parece revelarnos muchas cosas de su vida, pero que sólo está revelando detalles del mundo que lo rodea. Con todo y las confesiones sobre su infancia, con todo y la minuciosidad de detalles con que se refiere a episodios como el del ciego o el del clérigo, el Lazarillo es un misterio que jamás no es mostrado en el texto. Vemos los golpes que recibe, vemos sus ganas de comer (de hacer ‘invisibles’ los alimentos, vemos incluso sus lágrimas al despedirse de su madre, pero no vemos su verdadera identidad, sus sentimientos, sus recuerdos, su opinión sobre esa ‘Vuestra Merced’ a la que le habla.
Más allá de omisiones notables (como la del tratado cuarto, donde las vejaciones sufridas parecen ser más dolorosas porque el narrador las elude, o como las referentes a sus primeros ocho años), el texto omite, como en La Celestina, un factor central de su desarrollo: lo que significa para el narrador personaje el hecho de poder ‘arrimarse a los buenos’.
El último tratado nos ofrece una prueba adicional de que estamos frente a una construcción discursiva que encubre y protege motivaciones ulteriores. Al negarse a discutir asuntos que su propia narración hace evidentes (la infidelidad de su esposa con el alguacil), confirmamos una vez más el carácter hermético del personaje. El texto mismo alerta constantemente contra lo ‘invisible’, a través de recurrencias en torno al tema de la ceguera. El mismo trasfondo cultural del narrador sugiere dimensiones no desarrolladas ni expuestas íntegramente en el texto.
Y como ya quedan sólo cinco minutos, y creo que me voy a quedar con las ganas de hablar de manera amplia sobre Rinconete y Cortadillo, diré al menos que ese texto confirma rasgos de la tradición picaresca, como el carácter marginal de los personajes y el juego con el lenguaje. Pero quizá lo más notorio del texto radica en que es una reflexión sobre el carácter equívoco de todo discurso, de cómo el lenguaje, el discurso, la voz –al igual que el silencio, pero en sentido contrario– encubre y protege, ya no al perseguido o al marginal, sino que es una herramienta para disponer los valores y la moral del lado de quien lo posee.
El discurso es la alcahueta del que ha conseguido que sus crímenes sean legitimados.







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