Texto publicado originalmente
en el número 29 (Abril 2007)
de la revista 'La casa de Asterión'
Si un improbable grupo de ociosos decidiera hacer la lista
de las novelas colombianas más importantes de los años setenta, tendría que
fatigar la memoria un buen rato después de escribir los primeros títulos. Varias
razones explican la amnesia. Primero está la sombra del árbol García Márquez.
Después está nuestra falta de memoria. Hasta los amantes de la literatura
estamos sometidos a los caprichos de los medios —que celebran y descartan
“genios” en cuestión de semanas— y tenemos una curiosidad tan ligera y
olvidadiza como la de los hombrecitos del futuro que imaginó H. G. Wells. Ahora
nos ocupamos de algo y al instante siguiente lo olvidamos. Por eso es tan
improbable ese grupo de ociosos dedicado a hacer listas sobre tiempos tan
remotos.
Pero supongamos
que el grupo existe, que se trata de amantes tan enamorados de la literatura
que no tienen problema en incluir en su lista El
otoño del patriarca, Qué
viva la música, Los parientes de Esther, Aire de tango, Los cortejos del
diablo, Cóndores no entierran todos los días. Supongamos incluso que se toman tan en
serio su tarea, que consultan manuales y archivos para agregar otros
títulos. Es posible asegurar que, por más que se esforzaran, la lista que
hicieran estaría incompleta. Faltaría El
laberinto.
Incluso si en ese
grupo dedicado a combatir la intrascendencia se encontrara Humberto Rodríguez
Espinosa, no se le ocurriría pensar que su novela es digna de estar en esa
lista. Su modestia es desconcertante. Parece avergonzado de haber escrito un
libro que tendría que estar en la lista de los mejores del siglo.
Descubrí la novela
de Rodríguez Espinosa escarbando en un anticuario de Pereira, hace un poco más
de un año. Me llamó la atención que hubiera sido publicada por Seix Barral, en
1973, cuando esa editorial era una de las más influyentes de Iberoamérica. Allí
publicaban sus novelas en aquel tiempo Vargas Llosa, Cabrera Infante, Cortázar,
Puig y Donoso.
El comienzo de la
novela es simple y apabullante: “Z regresaba a casa con el paquete de
provisiones bajo el brazo y una sonrisa recién comprada, cuando de improviso
cayó en el hueco”. Esa noche y los días siguientes, en compañía de un grupo de
amigos, viviendo la caída del rutinario Z a lo largo de más de
trescientas páginas, descubrimos con treinta y tres años de retraso una obra
maestra que ha sido borrada de nuestra historia literaria.
El laberinto es una mirada
llena de lucidez a nuestras mezquindades de criaturas perdidas entre máquinas y
aparatos burocráticos. Es un viaje sin regreso a las cavernas más profundas del
ser. Es, para no agotarnos en descripciones, la aventura del absurdo K, de
Kafka, llevada a los últimos extremos del absurdo, ahora en el cuerpo maltrecho
de Z, un pobre diablo que a todos nos recuerda nuestra pobre diablez.
El gozo perverso
de la lectura ameritaba el esfuerzo de tratar de dar con el autor. En la
contraportada del libro estaba la foto de un ejecutivo de ceño fruncido que no
parecía coincidir con la abismal agudeza de aquel libro. El infierno allí
descrito, ése que todos llevamos dentro y que nos empeñamos en ignorar, sólo
parecía posible que viniera de las manos de un hombre llevado al límite de la
desesperación. Era difícil aceptar que nuestro Dante tuviera pinta de
empleado bancario.
Fue difícil y
fácil encontrarlo. Ninguno de los profesores de literatura consultados
tenía noticias del autor y de sus libros. En archivos de bibliotecas era
posible encontrar copias de sus otros libros, pero casi ninguna reseña crítica.
Su última colección de cuentos, Camino
de premios (1989), fue
malinterpretada por un reseñador que quiso afirmarse a sí mismo denigrando. El
hecho de que la reseña no haga ninguna alusión a El laberinto demuestra lo poco que sabía de lo que
tenía en las manos.
Al final, el
directorio telefónico de Bogotá fue el único que pudo dar noticias de Rodríguez
Espinosa. La llamada lo sorprendió. Fue atento y aceptó complacido conceder una
entrevista.
“Soy abogado. Me
he defendido. Estoy jubilado y en plan de retirarme. Nunca pensé que la
literatura pudiera servir mucho”, tiene aspecto de hombre bueno, no hay otra
manera de describirlo.
Ahora vive en un
edificio sobre la carrera séptima, cerca de la Universidad Javeriana, donde su
hija está terminando los estudios universitarios. Se le ve decidido a cumplir
su misión más importante: acompañar a su hija, ayudarla en el cuidado de su
nieta, para hacerle la vida más fácil. Lleva tres años en ese lugar y habla con
terror de la violencia que se ve desde la ventana. Cuando su hija se gradúe, piensa
irse a vivir a un lugar tranquilo y silencioso.
“Soy abogado especializado en trasteos”,
agrega sin que los gestos de su rostro revelen la ironía. Los trasteos se han
confabulado con la vida para hacer más difícil la carrera literaria de este
hijo de madre monja y padre librepensador, para extraviarle manuscritos, para
insistir en desalentarlo en la obstinación de escribir que le nació desde niño.
“Desde los siete años he estado escribiendo vainas y vainas. Cuando estaba
terminando el colegio, me puse a darle más en serio al asunto”.
Para Humberto
Rodríguez Espinosa no ha sido fácil darle al asunto. A pesar de que ha
publicado dos novelas, El
laberinto y La reforma, y dos libros de
cuentos, El fusilamiento y Camino
de premios, a pesar de que nunca ha dejado de escribir diariamente, rara
vez su tarea se ha visto recompensada o alentada. Su vida de escritor ha estado
llena de tropiezos, de derrotas y de triunfos equívocos, pero él lo toma todo
con calma a la hora del balance: “He tenido un poco de mala suerte”, dice sin
mucho énfasis.
Cuando tenía
dieciocho años, fue presentado por el periódico El Tiempo como una de las promesas de la
literatura colombiana. Siendo estudiante de Derecho, quedó finalista del Premio
Esso, en 1966, que ganó Rojas Herazo con En
noviembre llega el arzobispo. Pero el único testimonio que queda de ese
honor es la mención de su seudónimo, Humo
Rodsa, en la edición del libro ganador.
“Allí tengo el acta del premio”, dice
señalando hacia el interior de su apartamento. “Es bellísima. Mendoza Varela y
Elisa Mujica fueron parte del jurado. Fui muy amigo de Elisa. Dejó una obra muy
interesante, pero nadie le ha prestado atención”.
Cuando se graduó
de abogado, se fue a hacer una especialización en derecho civil en la
Universidad de París y, mientras estaba en Europa, le informaron que había
ganado el premio literario de la editorial Santiago Rueda, de Buenos Aires.
Estaba tan feliz con el premio que decidió dejar los estudios y venirse a
Bogotá. Pero en esos días murió don Santiago Rueda, el dueño de la editorial.
Nunca publicaron su novela. Nunca recibió el dinero del premio. El manuscrito
de su libro jamás fue encontrado.
“Después tuve la oportunidad de que me publicaran
un libro en una colección de Colcultura, que dirigía Cobo Borda. Pusieron el
libro en la lista de espera pero la colección se terminó y el manuscrito
también desapareció”.
Incluso El laberinto tiene su historia rara. La novela fue
finalista del premio Biblioteca Breve, pero la versión que publicaron no era la
última. “Me quedé con la versión final de El
laberinto guardada”, dice
volviendo a señalar hacia el interior del apartamento, donde reposa un
laberinto que nadie ha visitado.
“Uno está rodeado
de absurdos”, concluye el autor de una de las novelas más desoladoras que se
han publicado en Colombia, sólo comparable —pero distinta en muchos
sentidos— a Celia se pudre, de Rojas Herazo.
“La novela tiene
unas cosas desesperanzadas a morir. Algunos amigos me decían que era como un
mal sueño, casi como una pesadilla surrealista. Después, en otros libros, le
bajé un poco a lo que escribía”.
Uno podría decir
que la opinión de los amigos llevó a Humberto Rodríguez Espinosa a avergonzarse
de haber escrito El laberinto.
Uno podría lamentarse de esa influencia negativa, preguntarse qué más habría
podido escribir si hubiera encontrado voces de aliento; pero resulta imposible
concebir que alguien pudiera llegar más lejos en los caminos de la desolación.
Se le ve
dubitativo, inseguro, cuando habla de El
laberinto. Como si él mismo
no supiera lo que hizo. Como si le faltaran fuerzas para hacerse responsable de
lo escrito. Pero cuando se han visitado aquellas páginas es posible entender
que detrás del hombre tranquilo e inofensivo que habla debe haber una especie
de demonio convencido y seguro de cada línea del libro.
“La escritura obedeció a razones
inconscientes. La novela surgió de la necesidad de hacerla. En Colombia no tuvo
sino dos comentarios, uno, de Garavito, y otro, de Aguilera Garramuño, en El Pueblo, de Cali. Pasó
desapercibida. Tuvo también algunos lectores en Barcelona y en Costa Rica, pero
nada más. Una vez Rafael Humberto Moreno Durán me dijo que la novela era para
esperar muchas cosas de mí, pero que me quedé callado”.
“Estoy callado, completamente”, dice con voz
perfectamente audible, mientras hace una pausa en la tarea de escritor que
jamás ha abandonado. “En esa época obviamente era una máquina de escribir. El
ambiente de oficinas para El
laberinto lo tomé del Banco
del Comercio, donde yo estaba trabajando de abogado. Tuve la escenografía
adecuada para esa historia sobre un mundo que se estaba volviendo
esquizofrénico, que ya empezaba a ser lo que es hoy: un mundo mercantilizado
donde uno es el que se levanta, otro es el de por la tarde, uno es alguien
distinto, según el lugar o las circunstancias”.
“Para mí escribir ese libro fue una catarsis
tremenda. Luego pasé a otros estados de la vida. Todo eso está superado. Pero
era necesario buscar un poquito en el fondo de las cosas, asomarse a la
negrura”.
Cuando El laberinto salió publicado, Rodríguez Espinosa
pensó que podría vivir de la literatura. Se veía a sí mismo como un escritor
profesional. Pero los manuscritos se fueron acumulando, fueron aplazados por
las ocupaciones más urgentes y las necesidades inmediatas: “La vida cotidiana
me llevó a lo puramente económico”. Se había casado con una abogada y teatrera
de quien “la prosa de la vida” lo fue separando. Nunca volvió a tener una
oportunidad con una editorial grande como la que tuvo con esa novela.
Rodríguez Espinosa
siente que su obra ha tenido una evolución tocada por la realidad del país. Hoy
en día se ocupa en desarrollar ideas que ya aparecían en sus primeros cuentos y
que, con el tiempo, llegó a pensar que había tratado de manera precipitada.
Incluso es posible encontrar un antecedente de El laberinto en la
historia temprana de un niño que se arroja confiado desde un árbol, a los
brazos de su padre, pero se estrella contra el suelo cuando su padre retira los
brazos y le dice: “Para que aprenda a ser hombre”.
El laberinto es una novela
diferente en el conjunto de la obra de Rodríguez Espinosa. “Mis novelas tienen
un enfoque más social. Una de ellas es sobre un barrio de invasión y los
desplazados por la violencia de esa época. Así como hoy son Ciudad Bolívar o la
comuna nororiental en Medellín. Me fui a vivir allá cuando estaba escribiendo
esa novela”.
Cuando se le
pregunta si cree que alguna vez sus libros serán rescatados del olvido,
responde sin amargura: “Aquí nadie se fija en las cosas del pasado. Nadie se
preocupa. Se limitan a lo conocido del momento. Pero lo que pasó, pasó”.
“El rechazo no me
ha afectado, pero se siente. A veces, cuando enviaba un libro a una
editorial, pensaba: ‘En quince días me llega la carta’. Una vez se demoraron
media hora. La respuesta decía: ‘No queremos cuentos, sino novelas’. Así ha
sido siempre. Estoy acostumbrado. Ya me hice a la idea”.
Pero los rechazos,
la mala suerte y el olvido no han conseguido amilanarlo. “Sigo escribiendo. En
los primeros cuentos que uno escribe hace una propuesta como para treinta o
cuarenta años. Se me va la vida y no voy a alcanzar a desarrollar todas esas
ideas”.
No parece haber
considerado jamás la idea de dejar de escribir, lo horroriza saber que algunos
amigos de su generación fueran derrotados: “Quedaron aplastados, dejaron
de escribir”. Escuchándolo hablar sobre su oficio, se entiende que, incluso, si
le dijeran que nadie va a leerlo, Rodríguez Espinosa seguiría escribiendo: La reforma, la mandé a México
pero no encontró resonancia. Es una historia de verdad, ocurrió a finales del
siglo XIX. Un día llegó a un pueblo una mula con la nueva Constitución. Es un
enredo impresionante. Las mulas se enverracan y se toman el pueblo, porque los
alcaldes no leían las Constituciones. Me divertí mucho escribiéndola”.
“Tengo en camino, por lo menos, cinco novelas.
Una de ella se llama Las muertes
secretas, que es la que está más avanzada. Es una historia sobre la
violencia, pero enfoqué la cuestión desde el punto de vista de las guerras muy
largas. Superamos a Irlanda en cuanto a guerras largas. Pero nadie se da cuenta
del horror. Nos hemos habituado. Tenemos una concepción estadística del
problema pero no nos preguntamos qué está pasando por dentro: Los suicidios,
las muertes violentas, el horror que ha habido por siglos y seguirá habiendo.
El derecho ha sido para mí como una ventana para asomarme a la realidad. Ahora,
por ejemplo, cogen campesinos y dicen que son guerrilleros para cobrar la
recompensa”.
Al final de la
charla, Humberto Rodríguez Espinosa hace una visita guiada a su estudio. Allí
está el escritorio, el estante con los libros que necesita a la mano. El
manuscrito de El
laberinto no se ve por ningún
lado, está en una caja, esperando el próximo trasteo.
“Releo mucho. He avanzado poco en lo nuevo. Me
apasiona lo que me gustó en otras épocas. Ahora estoy releyendo El
cuarteto de Alejandría y
Proust. Siempre cosas viejas. Soy muy dado a lo antiguo. Los autores de antes
le pusieron oficio a su tarea. Virginia Wolf, por ejemplo, lo destroza a uno,
queda uno temblando. Esa es la penetración que se debe tener en toda novela. A
Onetti lo releo desde hace rato, desde antes de ser muy conocido. Las obras de
Shakespeare también las releo todo el tiempo. Shakespeare es como la Biblia.
Ahí está todo lo que tú quieras saber sobre el corazón humano. Hay cosas de
Shakespeare que no entiendo, pero no me importa. Con eso tengo. Eso ya es
bastante”.
Al final vuelve a
su silla en la sala. Suspira con ese rostro apacible que hace tiempo aprendió a
ocultar los vértigos que hay por dentro y dice: “No hay que darse por vencido
nunca, jamás. El fuego sagrado, como dice Saramago, la esencia de uno es lo que
está en juego”.
Y concluye, con un
tono que sólo tienen los que alguna vez fueron desesperanzados, que ser padre y
abuelo significa para él la esperanza de un nuevo comenzar, porque “la vida
tiene que imponerse, a pesar del montón de barbaridades que hay”.
bvuenas noches, serà que usted sabe donde puedo conseguir el lirbo? estoy en Medellìn y llevo ya ya tiempo queriendo leerlo pero no lo encuentro en ninguna libreria o biblioteca de Medellìn y Bogotà.. si sabe usted donde puedo conseguir asì sea unas fotocopias del libro... Que pesar que algun a gente crea que loss libros escasos son exclusivos...
ResponderEliminarY todos ustedes, viejos cacrecos y elitistas guardan el libro con un celo enfermo, ni lo prestan porque segun uds es exclusivo. Huelen a muerto empezando por GUstavo Arango.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar