Soy lento de entendederas. La semana pasada descubrí que
aquella chica, hace treinta años, no sólo me invitaba a estudiar juntos ese fin
de semana que sus padres estaban de viaje. Pero supongo que ya es tarde para
ese examen. Cuando alguien quiere ofenderme, no sólo tardo en entender que es
una ofensa, sino que la respuesta se me ocurre cuando el otro no está cerca ni
se acuerda. He sentido paisajes o emociones después de varios años. Estoy
condenado a vivir mis experiencias durante la repetición en cámara lenta. Tal
vez por eso escribo. También soy pésimo para las reuniones numerosas. Los
barullos me aturden, se me enreda la lengua. Siento urgencia de correr a un
lugar solitario para poder pensar. Tal vez por eso también soy un autor
póstumo.
A principios de abril presenté en Medellín la segunda edición
de mi libro sobre los inicios de García Márquez (cómprenlo, léanlo; manda a
decir Gabito que es muy bueno). Ya en otros lados hablé de la conversación
cuando le di el libro a su protagonista, de sus comentarios meses después. Pero
he pensado poco —y por eso lo de mi lentitud— en algo que les dijo a unos
periodistas: “Considérenlo un libro póstumo”. Aquello me sonó raro, porque yo
estaba vivo y oyendo su comentario. Por el tono, descarté que tuviera
intenciones de matarme. Pensé que comparaba mi libro con los que se publican
cuando el biografiado ha muerto, que tienen el sello de lo definitivo. Pero no
le di más vueltas al asunto. Todo iba bien hasta anoche, dieciséis años más
tarde, cuando por fin até cabos.
Estaba viendo una edición especial del Show de Colbert
dedicada a Scott Fitzgerald, a su novela El
gran Gatsby y a la nueva película en 3D. Todos los entrevistados hablaron
del irónico éxito póstumo. Poco antes de morir, con apenas 44 años, destrozado
por el alcohol y la sensación de fracaso, Scott Fitzgerald se dedicó a comprar
sus propios libros, porque le daba pesar verlos abandonados en las librerías.
Pensando en el destino de Fitzgerald volví a pensar en el mío. Llevo años
aceptando y convenciendo a los míos de que soy un autor póstumo. Ahora mismo me
dispongo a gastar mis ahorros comprando los ejemplares embodegados de una
novela mía que no se vendió. Pero he logrado que la aceptación de esas
circunstancias no afecte mi tarea creativa. He reconocido que yo mismo busqué
esta senda, para no caer en riesgo de indignidades y evitar convertirme en loro
de feria. Lo que sólo comprendí anoche fue que García Márquez supo todo eso
cuando leyó mi libro y dictaminó sin énfasis: “Considérenlo un libro póstumo”.
Gabito no fue el único en saberlo. Francisca Aguirre y
Félix Grande me aconsejaron que no esperara ver mis libros en las listas de best sellers. Como si eso fuera poco, mi
destino está sellado desde el día en que fui con mis hijos a una feria del
libro en Nueva York y me tocó ver su angustia porque la gente no compraba mi
novela. Cuando fui al escenario a leer, logré conmover —o despertar la
compasión— de un público que estaba allí por accidente. Al final se vendieron
dos ejemplares. Empacamos los libros no vendidos y nos fuimos a comprar helado con
las ganancias. Fue entonces cuando mi hijo —que tenía nueve años— resumió la
situación de manera lapidaria: “Papi, eres como Van Gogh; pero sin la gloria
póstuma”.
Publicado en Vivir en El Poblado el 16 de mayo de 2013.
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