Tal
vez porque no se lo propuso, Juan Carlos Onetti llegó a ser un personaje
legendario en esa entretenida novela que es la historia menuda de la literatura
latinoamericana. La novela en mención no es propiamente un best seller. Tiene,
a lo sumo, interés para sus protagonistas y unos cuantos testigos apasionados.
Puede decirse que, fuera de ese ámbito, Onetti es un perfecto desconocido que
logró, de la mejor manera, el paradójico sueño de su maestro William Faulkner :
“Espero ser el único individuo en el mundo que no haya dejado huellas a su
paso” (Confesiones, 24). Pero en aquel pequeño círculo donde su vida
interesa, Onetti llegó a ser un ogro temido y respetado.
Se
dice que el ogro era enemigo de la fama y de la adulación fácil. Abundan las
anécdotas que lo muestran desinflando entusiasmos con furia apacible,
desapegada, podría decirse que gozosa. A alguien que se atrevió a llamarlo gran hombre, le replicó
que todos los allí presentes (y por extensión los ausentes), sólo podían llegar
a la categoría de ratas o cucarachas. Durante un importante evento en la
Universidad de la Sorbona, en Paris, Onetti decidió no modular palabra frente a
un público que llegó a experimentar todas las formas del estupor y la
impaciencia (después confesó que los académicos elogios de su presentador lo
habían dejado mudo). Sus historias se
salen a veces de lo estrictamente literario y ayudan a perfilar su papel de
hombre duro, curtido, cínico, una especie de detective de novela gringa sin ganas
de investigar. Una bala que rompió su sombrero tuvo la cortesía de no privarnos
de sus novelas. Un testigo recuerda la tranquilidad con que Onetti se quitó el
sombrero, consideró el daño y volvió a ponérselo como si nada hubiera pasado.
También se recuerda el primer encuentro entre Borges y Onetti del que se tiene
noticia. Emir Rodríguez Monegal, propiciador del encuentro, sostuvo que Onetti
se pasó todo el tiempo fustigando a Borges con una actitud que parecía la
personificación misma de Roberto Arlt (Onetti decidió borrarse a sí mismo para
permitir el encuentro de dos formas distintas de entender la literatura que se
han dado en la Argentina). Onetti llegó
a confesar su deseo de escribir una biografía de Arlt, pero no una biografía a
la manera convencional, sino una suma de hechos, desarticulados, inconexos, de
sentido ambiguo, inútiles para construir una suma coherente –unívoca- de lo que
fue ese escritor.
Otro rasgo notable del ogro legendario era su rechazo a todo lo que sonara
demasiado erudito, pomposo o trascendental. Tal vez eso lo llevó a convertirse
desde muy joven en un lector apasionado de novelas policiales. La pasión duró
toda la vida y, durante los últimos años, cuando una mezcla de resolución y
enfermedad lo confinó en un cuarto del que rara vez salía, ocupaba buena parte
de sus días leyendo novelas policiales.
Juan Carlos Onetti.
En
una nota escrita a comienzos de los años cuarenta, por la época en que publicó
su primera novela, El Pozo, Onetti
manifestó su rechazo a las novelas psicológicas o trascendentales, ocupadas en
explorar el alma de los personajes. Para él, la guerra, los nuevos rumbos de la
historia, llevaban a afirmar que el individuo como lo concebían esas novelas
era un asunto liquidado. “Nos limitaremos a decir que nosotros no somos hoy una
cosa de trascendental importancia y que vosotros tampoco”. (Requiem, 52) En esa misma nota manifestó
abiertamente su predilección por las novelas policiales, por encima de otras
formas literarias. “Puestos a elegir entre un poema dedicado a la guerra que
azota al mundo y una novela de trescientas páginas donde se estudie sabiamente
las reacciones producidas en el personaje por un drama de adulterio, nos
quedamos con una buena novela policial de Philo Vance, escrita por S.S. Van
Dine de la firma social Van Dine, Van Dine y Van Dine” (Requiem, 53). Cuarenta años más tarde, en una nota escrita para el
diario El País, de Madrid, afirmó con
su ironía de siempre: “Mi ‘cultura’ en novelas y cuentos policiales, policiacos
o detectivescos es bastante respetable” (Confesiones,
34).
Amigos de Onetti testimonian la voracidad con
que leía novelas policiales. En sus últimos años, le enviaban cajas llenas de
novelas desde Buenos Aires y Montevideo, que Onetti devoraba en su encierro
madrileño. Parece interesante, entonces, preguntarse cómo influyen los relatos
policiales en la obra de Onetti. Es claro que Onetti no escribió nunca un
relato policial a la manera convencional del género. Toda su obra participa,
sin embargo, de rasgos propios del género como el enigma o la función central
de los testigos. En el caso de los enigmas, muchos de ellos permanecen
irresueltos, como el pasado del personaje a quien observa insistente y
fantaseadoramente el narrador de Los
adioses, o el contenido de la maleta que tan celosamente guarda el boxeador
de “Jacob y el otro”. En cuanto a los testigos, puede ser suficiente con decir
que novelas enteras de Onetti, como El
astillero, están construidas a partir de versiones de testigos con atención
distraida, individuos que no son casi individuos (parafraseando la idea de
Onetti sobre lo que debía ser la novela de su tiempo), testigos intrascendentes
de las intrascendencias de la vida.
Dos
relatos en los que Onetti se acerca al género policial “La larga historia”
(publicado originalmente en la revista Alfa, en 1944) y “La cara de la
desgracia” (publicado en la revista Alfa, en 1960) son en realidad un solo
relato, en dos versiones distintas.
Para
Borges el género policial forma sus propios lectores (dice que fueron “engendrados” por Poe)
y basta decirle a esos lectores que
determinado texto es policial para que emprendan la lectura con la disposición
de encontrar enigmas a resolver, crímenes a esclarecer. Borges pone como
ejemplo El Quijote. Dice que, si a
ese lector se le dice que el Quijote es una novela policial, se llena de
sospechas desde la primera línea, porque el lector de novelas policiales lee
con incredulidad, con “una suspicacia especial”.
“Por
ejemplo, si lee: En un lugar de la Mancha..., desde luego supone que aquello no
sucedió en La Mancha. Luego: ...de cuyo nombre no quiero acordarme... ¿Por qué
no quiso acordarse Cervantes? Porque sin duda Cervantes era el asesino, el
culpable. Luego...no hace mucho tiempo... posiblemente lo que suceda no será
tan aterrador como el futuro” (Borges
oral, 67).
Si
volvemos a los dos textos de Onetti, descubrimos que el enigma empieza antes de
la lectura misma. La primera pregunta que se haría un lector de relatos
policiales, un lector al que –como ciertas ficciones- podríamos llamar
paranoico, sería: ¿Por qué volvió a escribir Onetti la historia de la joven
muerta en la playa? El hecho de que los dos cuentos siguieran siendo publicados
en antologías y en la edición de los cuentos completos supone la intención de
que ambos sean leídos con autonomía, y no el segundo como una corrección o
refinamiento del primero. Quizá la primera respuesta que salta es un lugar
común del género: “Porque el criminal siempre regresa a la escena del crimen”.
Podría decirse que, en un caso como éste, resulta muy fácil hallar un culpable,
el problema es que ignoramos cuál fue su crimen. Como veremos más adelante, ése
es uno de los avatares que ha enfrentado el relato policial en el siglo XX.
Quizá conviene adentrarse en la lectura de los textos para tratar de saber
algo.
La
obra de Onetti está llena de ecos y repeticiones que entrelazan sus libros, de
manera que todos –en cierto modo- se constituyen como un único relato. En
algunos casos hay escenas que aparecen en un libro y reaparecen años después en
otro. Una de las más conocidas es la conversación que Brausen presencia en
Santa María, al final de La vida breve
(1950). La escena de la conversación reaparece años después en Juntacadáveres (1964) y sólo entonces se
entiende con claridad que se trata del momento en que Larsen –Junta- es
expulsado de Santa María. Otro caso de repetición notorio en la obra de Onetti se da en la
novela Dejemos hablar al viento
(1974), donde un capítulo de la novela es una transcripción exacta del cuento
“Justo el treintaiuno” publicado originalmente en 1964.
Pero
el caso de los relatos “La larga historia” y “La cara de la desgracia” es único
en la obra de Onetti y poco frecuente en la historia de la literatura. Puede
decirse que la anécdota es la misma (aunque con un autor como Onetti no debe
descartarse tan fácilmente que se trate de historias sólo semejantes en
apariencia) y que lo que se plantea, en primer lugar, es el reconocimiento de
la dificultad para expresar, de la mejor manera, una idea literaria.
La
primera versión, “La larga historia”, es la más breve. Está narrada en tercera
persona y comienza cuando Capurro está apoyado en la baranda frente a su cuarto
en un hotel cerca de la playa y observa a una chica que monta en bicicleta.
Capurro está atormentado por creerse responsable del suicidio de su hermano. La aparición de
la muchacha, que parece retarlo o seducirlo, lo aleja por un momento de su obsesión,
como lo sugiere la conversación con su amigo, Arturo, quien entra brevemente al
cuarto, se cambia de ropa y le insiste a Capurro en que no es su culpa la
suerte de su hermano. Más tarde Capurro vuelve a ver a la chica en el
restaurante del hotel y oye del mesero, y de su amigo Arturo, versiones sobre
los paseos que ella hace por la playa en las noches. Capurro oye hablar de ella
mientras la observa mirar la noche por una ventana. En el relato no hay
encuentro entre Capurro y la muchacha, en ningún momento hablan. Esa noche,
Capurro sale a caminar y se encuentra con el mozo del hotel. Éste le dice que
la muchacha ya ha salido a su paseo nocturno. Capurro le da dinero al mozo y
después, sin que se sepa por qué, se encuentra a sí mismo corriendo y
confundido entre las dunas. Al día
siguiente la muchacha aparece muerta y la policía culpa a Capurro, quien se
somete sin resistencia. Una primera lectura del texto sugiere que Capurro
acepta el castigo por ese crimen movido por la culpa que lo atormenta tras la
muerte de su hermano.
La
segunda versión, “La cara de la desgracia”, está narrada en primera persona por
Capurro, es más detallada y ofrece
algunos hechos omitidos en “La larga historia”. Algunas frases y escenas del
primer cuento aparecen repetidas o parafraseadas, los diálogos tienen
variaciones. La historia aquí está dividida en cinco capítulos (en “La larga
historia” es un texto continuo). En el primer capítulo, presenciamos la misma
escena entre Capurro y la muchacha, pero aparecen nuevos ingredientes, como una
especie de predeterminación que subyace en este segundo texto: “Era como si nos
hubiéramos visto antes, como si nos conociéramos, como si nos hubiéramos
guardado recuerdos agradables” (Cuentos
completos, 228). En el segundo capítulo, el personaje reflexiona sobre su
hermano, el bigotudo de “La larga historia” aparece descrito con más detalles (“¿Qué me queda de él? Una fila de novelas
policiales, algún recuerdo de infancia, ropas que no puedo usar porque me
ajustan y son cortas” 230) y aparece de nuevo la conversación con Arturo, quien
llega de bañarse en el mar y se viste, para salir de nuevo. Como hecho curioso,
la conversación es similar en ambas versiones, pero varía en el orden, la
extensión y en detalles triviales que una lectura paranoica puede señalar como
sustanciales. Quizá la variación más notoria aparece cuando Arturo intenta
mostrarle a Capurro que su noción de la culpa excede los límites del sentido
común. En “La larga historia”, Arturo dice: “No te creía capaz de eso, de jugar
al remordimiento como si vos lo hubieras matado. Y no vuelvas a preguntarme si
en un mundo de veinte dimensiones vos sos el culpable de que se haya pegado un
tiro” (CC, 134). En “La cara de la desgracia”, dice: “Hay que embromarse. Como
si vos lo hubieras matado. Y no vuelvas a preguntarme...-se detuvo para mirarse
en el espejo-...no vuelvas a preguntarme si en algún lugar de diez y siete
dimensiones vos resultas el culpable de que tu hermano se haya pegado un tiro”
(231) En esta nueva versión se hace evidente que Julián, el hermano muerto,
cometió un robo, al parecer impulsado por comentarios de Capurro sobre la
necesidad de ser audaces. El tercer capítulo une al hermano muerto con la
muchacha del comienzo: “Me sorprendí vinculando a mi hermano muerto con la
muchacha en bicicleta” y repite, con mayores reflexiones de Capurro, la escena
en el restaurante, con Arturo y el mozo, también con la muchacha mirando la
noche por una ventana. La cuarta parte narra el encuentro entre Capurro y la
muchacha. Hay una comunicación confusa entre ellos, la muchacha insiste en
verle a Capurro el rostro a la luz de la luna, Capurro le confiesa su amor: “Te
quiero. Y no sirve. Y es otra manera de la desgracia” (243), y tienen una relación sexual que le ofrece a
Capurro la “certeza desconcertante de que no habían entrado antes en ella”
(244). El narrador dice que él y la muchacha se despidieron cerca del hotel y
que luego él empezó a correr desesperado entre las dunas hasta quedar exhausto.
Al regresar al hotel se encuentra con el mozo, le da dinero y se mete en su
cuarto. La última parte ofrece un desenlace semejante al de “La larga
historia”, pero introduce una visita a Capurro por parte de Betty, la amante de
su hermano, quien le hace saber que Julián no era tan inocente como Capurro
creía, que no fueron sus consejos los que llevaron a su hermano a cometer el
robo. Resulta interesante que, también cuando aparece Betty, se asome la idea
de la fatalidad: “Supe que las uñas de los dedos eran largas y estaban pintadas
con ardor. Sin dejar la toalla, abrí la puerta; era fatal, allí estaba” (246)
Al final, se repite la visita de los policías que llevan a Capurro a ver el
cadáver de la muchacha y lo retienen sin que él se resista. En esta nueva
versión, la visita de Betty, el nuevo conocimiento sobre el pasado de su
hermano muerto, parece justificar la indiferencia, el desapego con que Capurro
asume la acusación.
Varias
modificaciones se aprecian en este nuevo final de la historia. Aquí parece
mucho más claro lo que ambos textos parecen empeñados en sugerir: que es
probable que Capurro no haya matado a la muchacha. Al ser interrogado, Capurro
dice: “No se preocupen: firmaré lo que quieran sin leerlo. Lo divertido es que
están equivocados. Pero no tiene importancia. Nada, ni siquiera esto, tiene de
veras importancia” (254).
Justo
en este momento aparece otro hecho que hace mucho más compleja la historia. Los
policías le preguntan a Capurro si sabía que la muchacha era sorda. Capurro lo
ignoraba (lo sabe en el momento en que cuenta la historia, pero no lo revela al
narrar su conversación con ella). Los términos finales del diálogo están
marcados por una contrapregunta definitiva de Capurro al policía que lo está
llevando preso: “Seré curioso y pido perdón: ¿Usted cree en Dios?” (254),
pregunta que el policía responde, persignándose, ante la insistencia de
Capurro.
Los
encuentros y divergencias entre ambos relatos invitan a hacer numerosas
lecturas y reflexiones. La primera de ellas, la más evidente, es que la nueva
versión, más completa y llena de detalles, mantiene el enigma central
inexplicado, a pesar de nuestro acercamiento a la conciencia del principal
sospechoso. Ninguna de las dos versiones de la historia ofrece información
suficiente para determinar si Capurro fue responsable o no de la muerte de la
muchacha.
Dolores
Plaza sintetiza las diferencias sustanciales entre las dos versiones: “La
actitud del personaje central (Capurro en “Larga historia” y el narrador en “La
cara de la desgracia”) es, en el primer relato, sólo un conjunto de gestos y
estancias que vuelven constantemente sobre sí mismas y se modifican poco a lo
largo de la narración. Sin embargo, en la segunda versión de la historia, esta
actitud se multiplica y se declara no con un exceso de claridad que pudiera
hacerla obvia, sino con una sugerencia implícita de complejidad, de lo
inenarrable, de lo impredecible, de lo absurdo, que edifica al personaje en su
individual desconcierto ante la muerte, ante la culpa, ante el amor, ante la
incapacidad de hacerse escuchar, de lograr la comunión en la dicha o en la
desgracia con el ser amado” (338).
Quizá
sin proponérselo, algunos críticos han encontrado en “La cara de la desgracia”
elementos distintivos de los relatos policiales, como las ideas de misterio y
de enigma. Para Marta Rodríguez Santibáñez hay “misterio en la incógnita que
plantea la muerte de la muchacha. Misterio en la conducta posterior del
protagonista, que se somete resignadamente a la policía. Las palabras finales
resultan asimismo enormemente enigmáticas. Se suscita la pregunta ¿cuál es el
sentido del cuento así tal como lo propone el autor? (321)
John Millington, por su parte, centra su análisis en
la idea del enigma: “Against the grain of the normal narrative patterning of
posing an enigma and then resolving it, ‘Cara’ ends with a crucial enigma. The
enigma at the end of “Cara’ is ¿Who is the responsible for the girl’s death?
The story that the narrator has told in Cara does not indicate that he himself
is responsible. It is clear from what he tells the reader that when he left the
girl she was alive. But the narrator also stresses that he was the only person
on the beach later. In this case the narrator does not assume the guilt as he
did with Julian’s death, although, in line with his newly found indifference,
he does not bother to put forward any self-defence either. However, the new
found indifference does not allow him to ignore the death.” (127)
Si
se quiere mirar esta historia desde la lógica de un relato policial –con la
intención de encontrar un culpable que no sea Capurro- descubrimos que los
demás personajes, tanto los que aparecen muy visiblemente, como los que sólo se
vislumbran, resultan sospechosos: tanto el mozo (que conoce los movimientos de
la muchacha y de Capurro), como Arturo (que tiene la coartada de que esa misma
noche del crimen se fue a la ciudad), como el padre de la chica (a quien sólo
vemos fugazmente en la escena del comedor y no aparece en la escena del día
siguiente), como un casi imperceptible jardinero que Capurro ve pasar fuera de
su cuarto cuando se mira en el espejo. Sólo Betty, la amante del hermano
muerto, parece desvinculada por completo al crimen.
La
culpa es un aspecto crucial en la historia que cuentan estos dos relatos. Si
pensamos esta historia desde la perspectiva del relato policial, pronto descubrimos
que el concepto de la culpa es uno de los componentes ocultos que gravitan en
el género. En muchas de esas historias la ausencia de la culpa –o al menos de
castigo– aparece ligada a la idea del crimen perfecto. La culpa, también, suele ser un signo de
debilidad que contribuye a la captura del criminal. Es también la
representación simbólica del orden, que actúa desde el interior, desde la
conciencia del personaje.
En
“La cara de la desgracia” vemos dos tipos distintos de culpa. En el primero, Capurro
se angustia y se castiga por creerse responsable del suicidio de su hermano,
asume una culpa que en primer término no es suya. En el caso de la muerte de la
muchacha, asume sin angustia una culpa que tampoco parece ser suya. Al
presentarnos su historia desde esas variaciones del sentido de la culpa, Onetti
introduce “otra vuelta de tuerca” en la tradición del relato policial y pone en
evidencia un hecho que ya estaba planteado en su afirmación de que la novela de
nuestro tiempo no puede ya considerar al individuo como lo hacía la novela
psicológica.
Julio
Ortega señala que: “El destino del personaje narrador de “La cara de la
desgracia” no puede ser reconocido, pues esto supondría la reducción a causas
psicológicas que no tienen relación directa con la angustia y sufrimiento del
personaje, el cual tiene un nivel inconsciente que parece ser desconocido
incluso para el propio narrador” (354).
La
culpa ya no es más un rasgo exclusivo del culpable, es más bien una debilidad
de quien se permite a sí mismo sentirse culpable. Para decirlo de otro modo, la
culpa no es la misma después de Kafka. Parece haber dejado de tener nexo
directo con un crimen. Desde entonces la víctima no puede seguir siendo sólo
víctima, ni el criminal sólo criminal, ni el investigador un simple
reconstructor de los hechos. En un mundo donde no puede haber verdades
absolutas, el razonamiento lógico de los viejos detectives parece destinado al
fracaso.
Cuando
se consideran las manifestaciones de lo policial en “La larga historia” y “La
cara de la desgracia”, una de las perspectivas más interesantes resulta al
pensar en el contexto científico en que se gestaron los relatos. Las tres
primeras décadas del siglo XX se caracterizaron por la aparición de postulados
que dejaron sin piso buena parte del saber científico clásico. Entre esos
postulados, se destacan los de la física cuántica que, con su “Principio de
incertidumbre”, vino a transformar radicalmente las nociones tradicionales de
realidad.
El
“Principio de incertidumbre”, también llamado “Principio de indeterminación”,
descubierto en 1927 por el físico alemán Werner Karl Heisenberg, afirma que la
posición (positio) y la velocidad (momentum) de un objeto no pueden ser
medidas con exactitud, al mismo tiempo, incluso teóricamente. Es decir que los conceptos
de posición exacta y velocidad exacta juntos no tienen, de hecho, ningún
significado en la naturaleza. “Indeterminacy
affects all phenomena, great and small, but its significance is usually
confined to the microphysical domain” (E.
Britannica, 8: 746).
En
nuestra reflexión sobre las derivaciones de lo policial, una de las
consecuencias más importantes del “Principio de indeterminación” radica en que
los cálculos que se hacen sobre una de las dimensiones en juego implican,
necesariamente, dejar la otra en la indeterminación. Es decir, calcular la
posición de un objeto supone que su velocidad sea un valor indeterminado. Por
otra parte, calcular su velocidad tiene como consecuencia que su posición
permanezca indeterminada.
El
“Principio de indeterminación” afirma que esa exclusión mutua se presenta en
otros fenómenos constituidos en “pares relacionados”: como tiempo y energía. Un
comentario de John Millington, que además parece nutrirse de términos de la
física, nos invita a reconocer en la
lectura de los textos de Onetti, huellas del “Principio de indeterminación”, al
proponer una dualidad semejante a la de los “pares relacionados”: Lo que
necesita ser reconocido es que las fuerzas dinámicas que trabajan en el texto y
en su lectura son las del deseo -del narrador y del crítico- un deseo de
estabilidad e identidad. Pero lo que ambos descubren es que no hay simple
estabilidad o identidad disponibles. (127)
No
parece descabellado pensar que a los conceptos de “estabilidad” e “identidad”
puede aplicárseles el “Principio de
Indeterminación”. Pero ése no es el único “par relacionado” que nos propone la
novela policial, quizá el más importante de todos es el compuesto por las ideas
de “crimen” y “culpa”. Si aceptamos la validez de esos términos dentro de la
lógica del “Principio” debemos reconocer que no es posible tener una visión
simultánea y exacta de ambos aspectos, que cada uno de ellos se mide de manera
diferente. En términos concretos, cuando se establecen, en primer lugar, las
características de un crimen (en “La larga historia” y en “La cara de la
desgracia” hay una relación detallada, al estilo forense, de las heridas
sufridas por la mujer muerta), la culpa permanece en la indeterminación. Lo
mismo sucede en la situación opuesta: al aplicar ciertos parámetros de
culpabilidad, para dar con un responsable, el crimen mismo se pierde en la
indeterminación.
Una
de las implicaciones más radicales del “Principio de indeterminación” para el
pensamiento racional consiste en que no es posible encontrar leyes definitivas
de causalidad para el comportamiento de las partículas a las que en principio
se aplica: “Causality, and with it the possibility of rational understanding,
seemed to be suspended in the subatomic world” (EB 8:746).
Las
consecuencias de la formulación del “Principio de indeterminación” fueron
enormes en su momento. Las ideas de Heisenberg tuvieron honda repercusión en el
pensamiento filosófico de la primera mitad del siglo XX. En casos extremos,
llegaron a ser usadas por argumentar la posibilidad de los milagros, como
hechos no causales. También se emplearon para sustentar las teorías sobre el
libre albedrío, en oposición al determinismo.
Pero
aquí no termina la influencia de la ciencia en el pensamiento filosófico y, por
extensión, en manifestaciones literarias basadas en el pensamiento racional,
como la novela de detectives. Resulta fácil proponer una relación de
equivalencia entre la figura del investigador científico y la del detective.
Otra de las implicaciones notables del “Principio de indeterminación”, útil para reflexionar sobre los nuevos rumbos
del enigma policial, radica en la atribución de una nueva función al
científico, quien deja de ser un simple espectador para convertirse en actor de
sus propios hallazgos.
En
sus estudios en colaboración con Niels Bohr (famoso por sus trabajos sobre la
estructura de los átomos), Heisenberg desarrolló la llamada “Filosofía de la
complementariedad”, la cual tiene en cuenta las nuevas variables físicas
propuestas por el “Principio de Indeterminación”. Para la “Filosofía de la
complementariedad” cada uno de los cálculos realizados por la ciencia sería
relativo al proceso y sistema de medidas que se les aplica. Esta nueva concepcion del proceso de medida en física,
que hace énfasis en el rol activo del científico, puede ser equiparable al del
investigador del relato policial, “who,
in the act of making measurements interacts with the observed object and thus
causes it to be revealed not as it is in itself but as a function of
measurement”. (EB
8: 746)
En
otras palabras, podría decirse que, a través de su búsqueda, el científico o el
detective intervienen en la realidad que intentan establecer. Podríamos decir
que también tienen participación en el crimen.
Aplicada
a los relatos policiales, la “Filosofía de la complementariedad” nos propone
que, por tradición, los detectives han trabajado a partir de un criterio único
de culpabilidad, el más estrechamente ligado a la dimensión corporal del
crimen, ignorando otros criterios –parámetros- que podrían llegar a
considerarse válidos desde otra perspectiva, desde otra manera de medir los
hechos.
En
el relato policial tradicional, la culpa se sitúa en el agente más próximo y de
función más activa en los hechos físicos que determinan la muerte de la
víctima: en otras palabras, quien usa el arma, el veneno u otra manera
concebible de ataque, o quien ordena el ataque. Pero desde la nueva perspectiva
que ofrece la “Filosofía de la complementariedad”, no es descartable que puedan
buscarse otro tipo de culpables si se cambian los parámetros de la búsqueda.
La
“Teoría de la complementaridad” produjo mucho revuelo y fue rechazada por
muchos científicos porque ponía en
peligro la noción de la ciencia como algo imparcial y objetivo. Personalidades
como Max Planck, Albert Einstein y Bertrand Rusell, por su parte, trataron de
relativizar la importancia de las implicaciones del “Principio de
indeterminación” y sostuvieron las esperanzas del racionalismo, al afirmar que
lo que había sido excluido por ese principio no era la causalidad misma, sino
su preciso conocimiento (EB 15, 531).
Lo
cierto es que con la desaparición de las causalidades de la vieja física, con
el divorcio definitivo entre los hechos y sus agentes (lo que recuerda la vieja
paradoja de Zenón de Elea) los crímenes ya no pueden ser resueltos a la manera
de los viejos detectives. No es posible seguir investigando, con confianza
plena en la luz de la razón, cuando sabemos que encontramos el tipo de culpable
que queremos encontrar, que no hay manera de llegar a certezas absolutas, a
menos que consigamos -como diría Arturo, el amigo de Capurro- instalarnos en un
mundo de diez y siete o de veinte dimensiones, donde las cosas se vean mucho
más claras.
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