Considero
un privilegio haber formado parte de una de las primeras generaciones de
colombianos para quienes la televisión jugó un papel importante en el
imaginario de su infancia. Tendría unos cinco años cuando vi llegar a casa un
televisor en blanco y negro, con elegantes patas de madera, que tardaba en
“calentarse” y que al final ofrecía sorpresas ilimitadas. Aquello no me cabía
en la cabeza y alteró para siempre la manera como percibía el mundo.
He
contado con orgullo que me asomé varias veces por detrás del aparato para
tratar de encontrar a las personitas que salían en la pantalla. Me cuesta
entender cuáles son las relaciones de los niños de hoy con la televisión, pero
en mi caso siempre necesité traducir a experiencias reales todo lo que veía.
Cuando el hombre llegó a la luna, recuerdo haber pasado aquella noche mirando
hacia el cielo, tratando de distinguir a los astronautas y a veces creyendo
verlos. Cuando presentaron la novela La vorágine, corría al patio
de la casa a imaginar que las matas eran selvas, que tal vez no saldría nunca
de ellas. Cuando dieron El caballero de Rauzán entendí que por
más que lo intentará me resultaría imposible olvidar que la muerte me esperaba,
que algún día yacería bajo la tierra.
Los
académicos somos personas que nos tomamos muy en serio nuestras pequeñas
obsesiones personales. Elegimos nuestros acercamientos teóricos como se elige
una fe, y dedicamos montones de años a resolver las complejidades de nuestro
mundo interior, creyendo que resolvemos las del mundo que está allá afuera. De
manera que no sería exagerado decirles que hoy estoy aquí, hablando de
literatura con cierto aire de pontífice, porque cuando era niño me gustaba una
telenovela El caballero de Rauzán.
Nunca
tuve un interés particular por averiguar el origen de la historia de ese hombre
misterioso que viajaba acompañado por un enano, que moría y resucitaba como
quien duerme y se despierta, y a quien siempre perseguía la desgracia. Pero
años después, leyendo ese clásico de nuestros estudios literarios que es Evolución
de la novela en Colombia, de Antonio Curcio Altamar, descubrí que detrás de
la historia de José Hugo de Rauzán se encontraba uno de los autores colombianos
más prolíficos de todos los tiempos y, paradójicamente, uno de los menos
conocidos y estudiados.
Cuando uno piensa en la vida pública de Felipe Pérez, resulta todavía
más asombrosa la cantidad de libros que escribió. Se dice que “prácticamente
participó en todos los hechos históricos de importancia nacional entre 1853 y
1891.
Nacido
en 1836, en Sotaquirá (Boyacá), Felipe Pérez se graduó de doctor en derecho a
los 16 años de edad. Con sólo 17 años ocupó el cargo de gobernador de la
provincia de Zipaquirá y fue nombrado secretario de la Legación de la Nueva
Granada ante los gobiernos del Ecuador, Perú, Bolivia y Chile. Fruto de esa
experiencia fueron sus novelas históricas Atahualpa, Huayna
Capac, Los Pizarros y Jilma, escritas y
publicadas por Pérez antes de cumplir 22 años.
De
su vida política, quizá el hecho más destacado fue el derrocamiento que sufrió
en 1871, cuando era presidente del estado de Boyacá. Pérez tardó cinco meses en
recuperar el poder y, cuando por fin lo hizo, convocó a sesiones
extraordinarias de la asamblea y renunció a su cargo. Pérez logró en su momento
reducir la deuda externa del país a una tercera parte, por medio de un famoso
tratado conocido como el Pérez-Oleary y es quizá el único civil y enemigo de
las armas que ha sido proclamado General de la República.
Como
educador, Felipe Pérez fue fundador del Colegio de Pérez hermanos, junto con su
hermano Santiago Pérez, quien llegaría a ser presidente de la República. Fue
también profesor de historia, de sociología y estética de la Universidad
Nacional. Como editor, fue fundador de La biblioteca de Señoritas,
un semanario que se propuso formar y acercar la literatura a las futuras
“madres” de la patria. Pérez también realizó la primera edición de El
Carnero, de Juan Rodríguez Freyle, más de dos siglos después de que fuera
escrita.
Como
periodista, fue redactor, entre otros, de los diarios El Tiempo, El
mosaico, Los debates, El comercio, El
diario de Cundinamarca y La opinión. En 1877 fundó el
periódico El Relator, el cual circuló hasta su muerte, en 1891.
Después de la derrota liberal, en 1885, Felipe Pérez ejerció la oposición a
través de los editoriales de El Relator. Como el mismo lo resumió:
“Mi campo de batalla son los periódicos”.
Algunos
consideran que su obra más importante fue la serie de textos de geografía
general, un total de trece libros que establecen un inventario asombroso de la
riqueza natural de los Estados Unidos de Colombia. Las páginas de esos libros
se leen como un libro fantástico, allí hay piedras que se mueven o que cantan,
hay árboles cuyas sombras matan a quienes se refugian en ellas. Algunos de los
parajes de los que allí se habla parecen haber sido borrados de la faz de la
tierra.
Si
consideramos todo lo anterior, la actividad política, la actividad docente, el
periodismo, los estudios geográficos, uno podría sentirse tentado a darle la
razón a quienes dicen que la obra literaria de Felipe Pérez es irregular y en
general deficiente. Uno incluso se sentiría cómodo tratando de justificar esas
deficiencias.
El
juicio de Curcio Altamar sobre las novelas históricas de Pérez es negativo y
quizá sea acertado. Curcio Altamar afirma que Pérez es un novelista
“bisoño” y, para explicar esa afirmación, agrega que “poner a un descendiente
del rey muisca en el palacio de Amar y Borbón desaconsejando a éste
políticamente y dirigiendo o animando la revolución con avisos llevados a los
patriotas por palomas mensajeras, es un desatino literario y un indicio de
mejorable gusto imaginativo”.
Pero,
por otro lado, Curcio Altamar vio en la novela El caballero de Rauzán un
potencial para que la historia fuera llevada a los medios audiovisuales. Veinte
años antes de que se hiciera la telenovela afirmó: “Aún hoy esta novela (El
caballero de Rauzán) despertaría interés y creo no exagerar al ver en ella
un buen guion cinematográfico”.
Uno
podría entonces creer que El caballero de Rauzán fue un
acierto pasajero y tal vez único por parte de un mal escritor que pasó su vida
ocupado haciendo demasiadas tareas. Uno podría justificar las deficiencias de
su arte con los múltiples logros en otros campos. Pero la ironía es que, cuando
se miran con detalle sus más de veinte novelas, cuando se identifican con
claridad las razones del olvido, nos vemos entonces obligados a admitir que
estamos en presencia de un gran escritor que, casi ciento veinte años después
de su muerte, continúa incomprendido.
Dos
hechos contribuyeron al olvido de que ha sido objeto Felipe Pérez. El primero,
fue que su muerte ocurrió en el momento en que se iniciaba una hegemonía
conservadora que borró de la historia su legado. El segundo es una
incomprensión que aún perdura. Muchos críticos de la obra de Pérez lamentan el
hecho de que sus novelas no tengan a Colombia como escenario. En 1908, Roberto
Cortázar decía que “si Felipe Pérez hubiera escrito juiciosamente sus novelas
tomando por cuadro nuestra vida nacional en sus diferentes épocas, cosa que no
hubiera sido difícil para él, dichas obras no continuarían siendo ignoradas”.
El caballero de Rauzán transcurre
entre Roma e Islandia. Los hechos de la novela Imina (una
novela monumental que haría las delicias de quienes se interesan en el tema de
la construcción del sujeto femenino) tienen lugar en la India, África y Europa. El
caballero de la Barba negra transcurre en la España anterior al
descubrimiento. Estela y los mirajes tiene a Irlanda como
escenario. Son muy pocas las novelas de Pérez que están situadas en Colombia y
eso todavía no se le perdona.
La
conclusión que podemos sacar de este hecho es preocupante. A la hora de leer
literatura en Colombia, seguimos considerando que una obra literaria tiene
mérito en la medida en que refleja nuestra “realidad”. Lo único que parece
interesarnos es el realismo. Predominan en nuestra literatura el costumbrismo
(que se prolonga hasta esa aparente denuncia que es la ‘sicaresca’), y el
reconocimiento narcisista de nuestras maneras. El otro, como aquel que nos hace
ver con extrañeza lo que somos, y la complejidad simbólica, son espejos
en los que no nos gusta reflejarnos.
Durante
el siglo XX hubo intentos aislados por recuperar la obra de Pérez. En 1911,
Enrique Pérez escribió una biografía de su padre y anunció su propósito de
reeditar los folletines de El Relator y sus editoriales
políticos. Pero ese propósito nunca se cumplió.
Sólo
tres de sus novelas fueron reeditadas en los últimos cien años. Dos de ellas, Huayna
Capac y Los gigantes, pertenecen al género de novela
histórica. La tercera, El caballero de Rauzán, fue reeditada
en 1978, por RTI, cuando la telenovela basada en el libro se encontraba en su
apogeo.
El
único estudio serio que conozco sobre la obra Pérez apareció en el año 2002, se
trata del libro de Carmen Elisa Acosta Peñaloza: El imaginario de la
conquista: Felipe Pérez y la novela histórica, un estudio apasionante de la
obra de Pérez que, como su nombre lo indica, presta atención a la forma como la
Conquista fue utilizada como herramienta para los proyectos de construcción de
nación en el siglo XIX. Pero, en general, si consideramos los intentos aislados
por recuperar la obra de Pérez, resulta irónico que el rescate de la obra de un
escritor se concentre principalmente en sus obras más “bisoñas”.
Mientras
no entendamos el valor intrínseco de la obra de Felipe Pérez, su rescate
seguirá siendo parcial. Casi podría decirse que es innecesario volver a sus
libros, que su obra está muy bien enterrada viva, como el caballero de Rauzán.
Sólo cuando entendamos de veras que sigue viva, que tiene cosas importantes
para decirle a nuestro tiempo, volveremos nuestra mirada a aquellos libros con
la atención que se merecen.
La
pregunta para hacernos es esta: ¿Para qué podría servirnos a los lectores de
comienzos del siglo XXI leer las obras truculentas de un autor a medio camino
entre el romanticismo y el modernismo, influido por tendencias tan diversas
como lo clásico y lo gótico, el cuento de hadas y la novela filosófica. La
respuesta, en mi opinión, está en el libro de memorias Episodios de un
viaje, el único de los libros de Pérez que ha sido reeditado dos veces
después de la muerte de su autor (en 1946 y 1957), aunque esas reediciones no
parecen haber tenido efectos notables. En Episodios de un viaje se
encuentran las claves para entender las demás novelas de Felipe Pérez. Allí
podemos ver con claridad por qué es urgente el rescate de su obra.
Episodios de un viaje narra
las peripecias de su autor a lo largo de un viaje de varios meses desde Bogotá
hasta París, pasando por los Estados Unidos e Inglaterra. En cierto modo, el
libro es una peregrinación entre dos tumbas, pues empieza cuando el autor le
lleva flores a la tumba de su madre antes de partir y concluye frente a la
tumba de Napoleón, con una reflexión sobre la muerte y sobre la grandeza y la
pequeñez humanas. Pero esa es una dimensión más o menos profunda del libro. Lo
más evidente son las observaciones que el autor hace a lo largo de su recorrido
y la manera como esas mismas observaciones revelan su carácter.
En
medio de paisajes tropicales, a través del relato de curiosas escenas en
altamar, frente a las maravillas naturales o a los avances de la ciencia, y por
medio del retrato de diversos tipos humanos, vamos descubriendo en la voz del
narrador a un romántico de ideas liberales, católico y anticlerical, enemigo de
las armas y de la esclavitud, convencido de la igualdad esencial de los seres
humanos, pero también de la riqueza de su diversidad.
Durante
todo el recorrido somos testigos privilegiados del viaje de un filósofo que
lleva como único equipaje sus principios éticos, de un patriota que siempre
está pensando en un mejor destino para su país, de un ser humano que no deja de
hacerse las preguntas esenciales. Durante el viaje, también disfrutamos de su
humor y su agudeza: como en el relato de un amor imposible junto a las
cataratas del Niágara, o en la descripción del asombro de los londinenses
cuando lo veían con ruana.
Viajando
en mula por las montañas de Colombia, Felipe Pérez se pregunta qué hace falta
para que al territorio de su país los crucen buenos caminos y líneas de
ferrocarril. Cruzando por el río Magdalena, por zonas selváticas en las que
nadie vive, nuestro autor se pregunta cómo hacer para que la gente deje de
estar aglutinada en las ciudades y pueda buscar una vida feliz y plena en medio
de la riqueza de ese territorio. Frente a un enorme barco que lo llevará a
cruzar el Atlántico, Felipe Pérez reflexiona sobre la posibilidad de la
navegación aérea y hasta se aventura a imaginar los viajes espaciales. Cada
observación que hace sobre la vida en Nueva York o en Londres, tiene por fondo
una reflexión sobre lo que podría hacerse en Colombia. En muchos casos, las
grandes ciudades sólo despiertan en él miradas de lástima. No es gratuito que
repita con frecuencia un refrán de moda en ese tiempo: “Todo el mundo es
Popayán”. De este modo, Pérez se siente en su casa en cualquier lugar que
visita y nunca cae en la admiración desmedida del provinciano. Hace críticas
demoledoras a figuras como la del almirante Nelson, a quien considera un simple
oportunista, o la de Abelardo, quien según él nunca estuvo a la altura de
Eloísa. Firma el acta de defunción de la literatura francesa, al decir que nada
bueno puede esperarse de una literatura que se ha obstinado en representar a la
mujer como prostituta.
Resulta
particularmente refrescante leer las ideas de Felipe Pérez en estos tiempos tan
faltos de ideas. Saber que hay personas que pensaban que ninguna muerte humana
puede ser justificada. Encontrar a alguien que nos recuerda que no debemos ser
juguetes de nuestras costumbres. Compartir un viaje con alguien que aún
encuentra vergonzoso que la ostentación de la riqueza se encuentre al lado del
hambre y de la miseria. Escuchar la sapiencia de uno de los precursores del
periodismo literario cuando dice que ya todas las historias han sido
inventadas, y que lo que hay que hacer es contar las anécdotas de la realidad,
porque “nada como las anécdotas para revelar el verdadero modo de ser de los
personajes”.
Allá,
desde la tumba donde sigue enterrado vivo, Felipe Pérez nos sigue diciendo que
es absurdo que la gente se muera de hambre en un país lleno de riquezas, que la
destrucción de la familia nos pone a merced de toda clase de intereses y que
una sociedad está enferma cuando “solo las matanzas, la destrucción del hombre
por el hombre, hacen ruido, conquistan fama inmediata, hacen enloquecer de
admiración”.
Sólo
cuando entendamos de veras que todo el mundo es Popayán, que juzgar una obra
literaria por el escenario en que transcurren las historias es como juzgar el
carácter de una persona por su vestuario, estaremos listos para desenterrar a
Felipe Pérez del olvido en que se encuentra. Entonces veremos que su obra es
una brújula ética que nos sirve para recordar propósitos perdidos u olvidados.
También entenderemos que su constante reflexión sobre la muerte –uno de los
temas centrales de su obra- nace del amor a la vida y es completamente distinta
a la mortandad que nos rodea.
Al
final de Episodios de un viaje, Felipe Pérez se enfrenta a uno de los
límites infranqueables para el entendimiento humano. Dice:
“El
hombre, que juega hoy con el fuego, la tierra y el océano; el hombre que ha
suprimido las distancias con los ferrocarriles, y hecho viajar la palabra por
sobre los alambres del telégrafo, suspendidos ora en los aires, recostados ora
en el lecho profundo de las aguas; el hombre, en fin, que modifica, cambia y
transforma la naturaleza primitiva creada por Dios, y que amaga trepar hasta el
sol y dar alcance a los cometas en el espacio; el hombre, digo, ¿permanecerá
pasmado, ignorante y estúpido delante de la tumba?”
Mirando
la muerte con ojos de filósofo, no como una cifra, no como un simple proceso
político o social, sino como la reflexión central de todo ser humano que aspira
al entendimiento, Felipe Pérez nos invita a asumir una actitud más despierta y
también más responsable frente a la vida. Con su prosa ingeniosa, inquisitiva,
pero también profundamente respetuosa, el caballero de Sotaquirá regresa de la tumba
y nos invita a ver más allá de “las máscaras” que todos nos ponemos, nos obliga
a despertar de esta prolongada catalepsia que llamamos realidad.
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